Huir del rincón que nos hace pequeños

Jesús Mauleón, poeta y cura
28 jul 2014 - 00:22

Uno vive durante el año con la sobriedad del monje. Pero en verano le gusta viajar. Un viaje al menos para ver un poquito del mundo, chapurrear tres o cuatro idiomas y huir del rincón que nos hace pequeños. El viaje es una de las fuentes más antiguas del conocimiento. Como viajero de edad me he venido enrolando en un grupo cultural que no desdeña los valores del descanso. Entre mis muchas limitaciones, cuento con un desinterés, casi enfermizo en estos tiempos, por la fotografía. No hago fotos de viaje. En cambio, a lo largo de los años me he hecho con unos cuantos poemas escritos en el viaje o tras el viaje: Jerusalén, Roma, Nueva York, Mallorca y el Mediterráneo casero, Auschwitz, El Omaha Beach de Normandía, Praga y su cementerio judío, la Thomaskirche de Leipzig donde J.S. Bach tiraba de genio por oficio…

Con alguna osadía ofrezco aquí un poema de “no viaje”. Un periplo interior, con el recuerdo de unos cuantos viajes reales, un desinhibido ejercicio de libertad y algunas gotas de humor. Todo bajo el asombro soterrado ante las innumerables maravillas del ancho mundo.

VIAJE

Este verano,

por razones ajenas al mar, el viento, los caminos,

no viajé a ningún país lejano. Pero

con estos cuatro versos me fui hasta el fin del mundo.

Visité tierras, mares, islas

me crucé rostros con todos los colores

del humano arco iris.

Vi en el soñado Egipto

la multitud viajera, en vilo sosteniendo

con su mirada tensa y oscilante,

la pirámide de Keops invertida.

Más hacia el sur, un parque natural

de fieras libres con humanos ojos

saludaban con garras, cuernos, dientes

a los civilizados visitantes.

Pisé Atenas justamente el día

de la resurrección de las estatuas.

Las vi ascender por las laderas de la Acrópolis

con encendidas teas, entonando

el himno roto, universal, a la belleza.

En Pisa vi la torre enderezada

y rectos ya los cuellos

de los turistas, antes dislocados.

El Taj Mahal tiene aún el cuerpo de oro,

pero al lado otra cúpula

sin muros ni columnas se sostiene en el aire.

La Selva Negra es blanca. Junto a la Casa Blanca

hay un ciego que es manco

y cuenta con los dedos de los pies maletines de dólares.

Cuando llego a Manhattan hallo averiados

todos los ascensores;

allí andan en la noche los ilusos

pidiéndoles prestadas alas a la lechuzas.

En Roma, o Munich, Praga, Londres, Budapest, ya no recuerdo dónde,

hay un célebre museo de pintura

en que los personajes de los cuadros envejecen de tedio,

discuten entre sí,

matan en conversación las horas muertas.

Y tan desoladora es la soledad de los retratos únicos,

que, si a ellos te acercas, te dan los buenos días,

te preguntan la hora o te hablan del mal tiempo.

A un concierto asistí, no sé la sala,

en que los instrumentos de viento

obraban del revés

y hacían sonar al hombre o a la mujer que los tocaba;

puedo dar fe: era asombroso el caos.

¿Arribar a las islas? Muchas

navegaban perdidas por el Mediterráneo

tratando de avistar el humo en los tejados

de la imposible Ítaca.

Descubrí que los chinos, japoneses, etcétera,

tienen los ojos rasgados

para ver bien, al menos, la mitad de las cosas.

En la India

el Nirvana no existe;

yo vi a un turista yanki llevárselo,

atolondrado, en la mochila.

Mi paso por París no deja historia.

La torre Eiffel tenía día en off y estaba de paseo.

El Sena era de nubes, Notre Dame

se peinaba arbotantes sin espejo.

No pude ver los templos de Bangkok;

cerca del aeropuerto tuve que elegir

y decidí quedarme a ver a aquellos niños

que jugando amasaban la dicha con el barro.

En Guayaquil olía a café y azúcar

y en Split traía la marea

un vasto hedor, le pese a Diocleciano,

de cloaca doméstica.

Menos mal que Dubrovnik

posaba tras la guerra perfecto para un cuadro

en que los siglos oponían

un vivo enroque en piedra dentellada

a los brazos azules del Adriático.

Este verano no viajé, sólo monté un crucero

en torno de mí mismo

tocando largas costas, visitando

maravillas lejanas, inventando ciudades,

chapurreando todos los idiomas del mundo.

Hubo un lugar, yo sé muy bien que existe,

en que todos los hombres llevaban la cabeza en la mano

y la alzaban joviales para despedirme

a modo de visera, de pañuelo entrañable.

Este verano, por razones

que del caso no son,

yo he hecho un viaje muy largo e imposible

de resumir. Y ya no sé muy bien

si el juego o el dudoso

humor me han extraviado

o he llegado derecho hasta mí mismo.

(Septiembre de 2008)

(De Apasionado adiós, Madrid, 2013).

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