¿El éxito?

Si como han recordado algunas mentes lúcidas el éxito consiste en la felicidad, habrá que reconocer que todos fracasamos parcialmente. O al revés, que todos somos, en desigual reparto, parcialmente favorecidos por el éxito. Igual el hombre o la mujer de talento y audacia encaramados muy altos en la cucaña del poder o de la fama que el ciudadano gris como la tierra situado en un círculo que no va mucho más allá de las relaciones y los afectos familiares.

Si la felicidad completa no existe en este mundo, el éxito completo tampoco. Las gentes sencillas se dan fácilmente a la admiración de los grandes personajes, hoy tan visibles y televisibles en el salón o en la cocina de nuestras casas. Y las gentes sencillas, si se poseen a sí mismas en el sereno equilibrio y se relacionan armónicamente con su entorno, no suelen ser del todo conscientes ni del éxito que alcanzan ni de lo mucho que tienen de admirables. Son algo así como la moza doblemente hermosa, por su belleza excepcional y porque la ignora o porque se conduce de modo natural como si la ignorase. El éxito de estas personas puede ser mucho más cumplido que el del hombre público, zarandeado tal vez por sus propias contradicciones y vapuleado sin piedad por un escuadrón de rivales o enemigos encarnizados. En tales refriegas se ve con frecuencia forzado a mostrar al mundo la cara más fea de sí mismo.

El ciudadano anónimo tiene a su alcance disfrutar sin sobresaltos de los placeres más sencillos y naturales de la vida: los hijos y la vida familiar sin drásticas amputaciones, el paseo en solitario entre la muchedumbre urbana o en la naturaleza acogedora, la charla sin prisa con los que se quiere, la comida y la fiesta sin el tiempo amenazado, el encuentro en la soledad consigo mismo, el libro amigo, el tiempo en general, el tiempo gratuito que hace placentera la buena salud, el aire y el sol, el vaso de agua con sed o la palabra amiga oída o pronunciada.

¿Son más felices, tienen más éxito los encumbrados que los rasos y anónimos? La felicidad no se puede medir por varas o por metros como la tela o la altura de los edificios. Por otra parte, la ambición que lleva a algunos a renunciar a las pequeñas satisfacciones del vivir cotidiano o a limitarlas al extremo por entregarse a más grandes empresas obedece a un impulso de la naturaleza y constituye un requisito necesario para que los pueblos y la historia avancen. Pero la respuesta que se da a tal impulso no garantiza segura ni necesariamente, menos aún de manera exclusiva, ni la felicidad ni el éxito personal de sus protagonistas.

(De Elogio de la ingenuidad, Madrid, Nueva Utopía, 2007, p.163).
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