De la guerra hasta hoy

Jesús Mauleón, poeta y cura
13 dic 2012 - 14:38

Ante el post de hoy me asaltan varios temores. El primero ofrecer algo que, en realidad, es una autobiografía lírica, con ese ribete de posible impudor que puede llevar consigo el hablar de uno mismo. Entre otras cosas, me vale como justificación el hecho de que más de uno podría verse reflejado en ella. Segundo temor: la gran extensión del poema, presentado sin pausas ni comentarios intermedios. No hay nada más impropio y embarazoso que comentarse a sí mismo. Por lo demás, en punto a dimensiones, Internet lo aguantan todo. Temor tercero: lo sé, no es muy periodístico. La propia poesía dista mucho de ser el huésped más bienvenido en los medios. (Sólo una nota mínima para entender los versos iniciales: el poeta nació en plena guerra).

BIOGRAFÍA

Cuando nací, chillaban espantados

los pájaros, con su pico rajaban

las entrañas al aire,

hacían fuego el cielo cañones y fusiles

y unos monstruos en vuelo desovaban la muerte.

Aún antes de nacer, me alimentó mil veces

el terror en el vientre de mi madre.

No recuerdo la guerra de los odios hermanos, las solitarias noches;

mas, ignorante, mamé el miedo

tarascando los pechos de mi madre.

Lunas rojas después volvió mi padre

entre los derrotados vencedores

y luego me contó la historia, casi sólo en respuestas,

siempre con decaídos monosílabos.

Desde que abrí los ojos vi a aquel hombre

dueño de su sudor y de sus brazos, con los pies

naciendo de la tierra.

Y cuando fui creciendo y me hice un hombre

lo vi señor y pobre, millonario

de una inmensa fortuna de silencios.

No remuevo rencores contra mi infancia pobre,

que hasta la chapa humilde

de una niñez con brillos de penuria

resplandece dorada en mi memoria.

Supe que el sol salía, que el amor no faltaba, tuve pronto

banco y luego pupitre en una escuela, rural como la mies, las cepas, los olivos,

oh lúdico banquete de las primeras letras.

No me faltaron juegos por las calles

de libertad a voces.

Conocí la alegría de estrenar alpargatas y un contado trasiego

de zapatos, jerseys y pantalones heredados

del hermano mayor, y los que yo legaba

a mi hermano siguiente.

Tuve un turno feliz de veranos de fuego

y de inviernos helados con tos y sabañones;

acudía a salvarme en familiar fogata

del barro de la calle y del charco inclemente.

Crecí en edad. Aún casi niño,

pude acogerme a un techo, disciplina y estudio,

donde el pan era escaso, y entre la rutina

de marcadas lecciones y consabidos ejercicios,

en dicha y horas de deslumbramiento

descubrí algunos libros

y me cegó los ojos la fascinación de la palabra.

Nunca ya la dejé, ni la olvidé jamás,

ni le negué mi brazo enamorado.

La disciplina me fue abriendo el camino

a imposibles parajes de una utopía inexplorable.

Ya no acerté a salir de aquella tierra

lejana, solitaria.

Si alguna vez me pierdo y retrocedo en sus límites

me cruzo con personas

que se extrañan, me apuntan con el dedo y me llaman

ingenuo o forastero...

Es más que evidente

que no soy ningún as, y mi sentido práctico

se quiebra o se resiente; el dinero no tiene

mis manos por amigas. Si el poder se me ríe, cuanto antes

me refugio en mi tierra

un puntito corrido, no asustado,

a los parajes yermos torno y pongo mi tienda

o busco al raso el misterio total de las horas sin límite.

Si alguna vez alcanzo lo indecible, la pobreza me guía,

y con todo me pesan como siempre

todas las debilidades de ser hombre.

Y, en todo caso, es la fe, las palabras,

la Palabra primera que conoció el principio

y resuena hasta el último horizonte,

y en ella muerte y vida suenan, el amor absoluto,

la oscuridad alterna de la noche,

y de nuevo la fe, la rendida confianza,

y otra vez la palabra en su temblor de origen.

En este territorio recorrí algún camino.

Joven aún me adentré en Europa.

Planté mi simplicidad a los pies de los Alpes.

Conocí otros países, pobre siempre,

por pasaporte un resto de la infancia

y el deseo de ver más allá de las cosas.

Me asomé a África, a América, toqué la punta de Asia, sólo

como quien se asoma a la única ventana,

llevado del instinto de los pájaros,

sin citas, ni cartera, ni graves documentos,

con dos alas y un canto no aprendido.

Tuve a Dios en mis días

por oficio amoroso, nunca como quisiera, pero siempre

cierto de que Él me quiso.

Por instintivo don

lo traté en soledad y en compañía,

hablé de Él y con Él

y lo llevé a la voz de mis poemas,

a mi conversación, a mi memoria.

En mi aliento apocado

fui pregonero audaz del Invisible.

Lo tuve como al aire

de respirar, de ser mortal y eterno todo en uno.

Algo aprendí por fuerza de los años

y un corazón en permanente alerta,

en sobresalto permanente.

Algo enseñé

de amor a las palabras más hermosas

que escribieron en rojo otras plumas heridas.

Intenté hacer volar durante largos años

un soplo de entusiasmo, las voces de esos libros

sobre un pequeño campo de cabezas,

blindadas, somnolientas.

En pocas ocasiones arrasó mi viento

el corazón en vuelo de un alumno, que ofreció su cuello

y se unció a la palabra de por vida.

Escribí algunos libros, planté varios árboles

y nunca tuve un hijo.

Se acerca mi vejez. Generalmente

mía es la paz, la busca. La esperanza

tengo por don pedido y laborioso. Casi a diario

me salta, me traiciona

mi corazón de niño que no crece.

Sí, siempre es Dios la primordial Palabra:

la hermosura primera, el misterio que acoge,

el aire que levanta

mi corazón, fragilidad alada,

seguridad herida.

Y siempre, como un látigo, el amor recibido

que me doma la fiera de la muerte.

Si alguna vez me llamaron ingenuo,

fue tan alto el halago, tan macizo,

que confuso, exultante,

tuve que hacer por refrenar mi orgullo.

Nunca toqué poder, si acaso

sólo el poder que hace

soberanos y reyes a los niños.

Moriré como soy cuando Dios quiera,

aunque dejo mi muerte muchas veces escrita.

Esta es mi vida. La de un hombre sin más:

mota de tierra, luz borrosa

del milagro total del Universo.

(Diciembre de 2003)

(De “Escribe por tu herida”,

Obra poética, p. 460-63).

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