El viejo que sonreía

Este era un viejo que siempre sonreía. Si hablaba con los grandes mandatarios del país, sonreía. Si hablaba con los altos mitrados de la nación o de Roma, sonreía. Aunque hablara de asuntos serios, sonreía. Si bromeaba, sonreía doblemente. Cuando visitaba a los niños más pobres a los que había procurado casa, mesa y escuela, había que ver cómo sonreía... Si acudía a un lejano país asolado por una guerra, un terremoto u otra catástrofe natural, se retrataba con un fondo de ruinas junto a sus amigos supervivientes y sonreía igualmente. Si acudía a una escuela de niños africanos fundada con a los dineros que pedía a la gente, sonreía. Si jugaba, si cantaba con ellos, si los acariciaba, sonreía. Si se encontraba en un albergue nuevo con sus antiguos amigos sin techo, sonreía. Multiplicaba sus viajes por todo el mundo. Pedía, pedía en todas partes para ayudar a los enfermos de soledad, a los pobres de todas las pobrezas. Se le veía en fotografías, en vídeos con colaboradores del mundo entero. Y sonreía. Sonreía siempre. Algunos lo criticaban. Lo acusaban de que, a veces, andaba con pecadores o con gentes de mal vivir o de dudoso pensar. Él le restaba importancia y sonreía.

¿Había nacido sonriendo o había aprendido después a sonreír sin descanso? ¿Sonreía solamente cuando aparecía en público, cuando hablaba con los pobres o de los pobres, de sus amigos, de sus obras o sus proyectos, cuando pedía ayuda y colaboración a la gente o cuando les mostraba su agradecimiento, cuando bromeaba con los niños o con los mayores?

Nadie se lo preguntaba, pero aquel viejo sonreía y miraba continuamente dónde pudiera haber nuevos pobres o tristes a los que remediar la necesidad o la tristeza. En eso se le había pasado, desde su juventud, la vida entera. Quienes le conocían de cerca decían que era un viejo feliz.

El Reino de Dios se parece a un viejo que sonreía.
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