Un espíritu y un pueblo Joan Planellas: "El hombre tiene que luchar, tiene que pisar, debe tomar el atajo... Debe seguir la ley de la selva"

"Ley de la selva"
"Ley de la selva"

"Con tantos pecados como hay en el mundo, con tantos pluralismos, confusionismos y apostasías como debe ver y respirar cada día, el cristiano, por poco que se distraiga, también se encuentra con esta misma trampa. Se desengaña de todo"

Estimados y estimadas. El hombre ve los males del mundo y aspira a librarse. El trato con los demás lo contamina, piensa a menudo. Él no sería así. Pero, mezclado con los demás, tiene que hacer como todo el mundo. Tiene que luchar, tiene que pisar, debe tomar el atajo... Debe seguir la ley de la selva. Por eso, cuando se impone la voluntad de pureza y perfección ―cuando el ideal del bien atrae con fuerza―, uno se siente movido a rehuir la convivencia social. Encuentra placentero reducirse a la intimidad del hogar. Pero a menudo aún no le basta. Los de casa también le exigen, y debe retroceder más trincheras. Debe llegar al último reducto, a la introversión total, al repliegue total, a la contemplación del propio ombligo.

Con tantos pecados como hay en el mundo, con tantos pluralismos, confusionismos y apostasías como debe ver y respirar cada día, el cristiano, por poco que se distraiga, también se encuentra con esta misma trampa. Se desengaña de todo. Piensa que no se debería esperar a la siega para separar el trigo de la cizaña (véase Mateo 13,24-30). Pierde las ilusiones de un cristianismo activo, emprendedor y de tendencia expansiva. Como afirma el papa Francisco, hay quienes «caen en la acedia por no saber esperar y dominar el ritmo de la vida», o porque «no toleran fácilmente aquello que signifique alguna contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz» (Evangelii gaudium, núm. 82). Entonces, el cristiano queda reducido a círculos cada vez más estrechos y se desentiende de los demás. Si es sacerdote, acaba ejerciendo el ministerio como un simple funcionario, con una tristeza invasiva que imposibilita el entusiasmo misionero. Y si es un laico o una laica, vuelve a la religión como un asunto meramente privado y a la profesión puramente individual e íntima de la fe.

Pero el cristianismo no es eso. El Espíritu que, desde Pentecostés, lo empuja y lo potencia lo hace seguir todo. Empapa la intimidad de la persona y forma el Pueblo santo de Dios. El Espíritu Santo penetra en los corazones y los une. Es íntimo y social a la vez. Pensémoslo seriamente. Si nos mueve un espíritu carente de alguno de estos dos elementos, podemos asegurar que no es el Espíritu de Dios. Lo recordaba especialmente poco antes del verano en el encuentro de las ermitañas/os de Tarragona: a pesar de vivir solas y solos y apartadas del mundo, no pueden obviar la dimensión social y eclesial de su propia vocación. Tengámoslo todos bien presente, ahora que retomamos las actividades del nuevo curso.

Debemos adorar a Dios en el interior del corazón. Pero, si la adoración es auténtica, nos encontraremos con todos los hermanos. Adorar a Dios íntimamente y desentenderse de los demás es adorarse a sí mismo. El Cristo nos recuerda constantemente el Reino y, en el Padrenuestro, quiere que lo pidamos en plural. Es cierto que existe la reflexión íntima y hecha en solitario. Pero el camino de la salvación pasa por la Iglesia, siendo ―en la peregrinación por este mundo y a pesar de sus grandezas y miserias― el lugar de la actuación del Espíritu Santo. Esta tentación de repliegue con uno mismo ya pasaba en la época de San Agustín, pues afirma en uno de sus sermones: «Has encontrado uno que dice: ―Tengo suficiente con adorar a Dios en el interior de la conciencia. ¿Por qué tengo que ir a la iglesia o debo mezclarme visiblemente con los cristianos? ―. He aquí uno que quiere la camisa de lino sin la túnica de lana» (Sermón 37,6).

Vuestro,

† Joan Planellas i Barnosell

Arzobispo metropolitano de Tarragona y primado

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