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Jornada de la Vida Consagrada a Dios: La belleza de la gratuidad
Estimados:
Estábamos en unas colonias de montaña, descansando de después de cenar. De repente, un niño se quedó asombrado señalando el cielo: «¡Mirad las estrellas! ¡Cómo brillan!» Sus compañeros levantaron la cabeza y quedaron embobados. Habían descubierto las estrellas. Unas estrellas que siempre orientan en la oscuridad de la noche, aunque los humanos tenemos demasiado trabajo para entretenernos a contemplar el cielo. Y, si nos queda tiempo, tampoco lo podemos ver: las luces que hemos fabricado eclipsan las estrellas. Sin embargo, las estrellas están, orientan, brillan y son hermosas.
He recordado esta anécdota en estos días pasados de Navidad, cuando he visitado algunas comunidades contemplativas y a las ermitañas de nuestra archidiócesis, y la recuerdo ahora que escribo esta Carta Dominical con motivo de la Jornada de la Vida Consagrada a Dios. Hoy es el día de la Candelaria, con María que siempre nos orienta hacia la luz que es Cristo.
El utilitarismo que empuja la vida social ofusca la visión de la vida consagrada. Incluso a muchos cristianos, les cuesta comprender esta vocación. Basta ser un buen cristiano en medio de las ocupaciones diarias, en la familia y el trabajo, en el ocio y el descanso..., dicen o piensan.
En realidad, las personas de especial consagración, en las diversas formas de vida solitaria o cenobítica, en la diversidad y variedad de familias religiosas, son como las estrellas que iluminan el firmamento de nuestra vida cristiana y nos recuerdan que, después de todo, vivimos de esperanza. «Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente», afirmaba el Papa Benedicto XVI en la Encíclica Spe Salvi (núm. 49). Y añadía: «Ellas son luz de esperanza». Porque, para llegar a Jesús, la luz por antonomasia, «necesitamos también de luces cercanas, personas que den luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía».
Como afirma el Concilio Vaticano II, las personas que han abrazado la vida consagrada, dándose totalmente a Dios, viviendo con radicalidad la consagración bautismal, pueden vivir algo que está fuera del alcance de los otros cristianos: su familia religiosa les puede ofrecer «una mayor estabilidad en la manera de vivir», «una doctrina aprobada para llegar a la perfección», «una comunidad fraternal en el servicio de Cristo» y, finalmente, «una libertad fortalecida por la obediencia» (Vaticano II, Lumen gentium, 43).
No podemos obviar que Dios es gratuito. Aparentemente, las horas pasadas en oración no reportan ninguna ganancia comerciable. Los hombres y mujeres consagrados a Dios, viviendo de esperanza, son un testimonio vivo de que Dios es gratuito, y hacen de su vida un regalo a Dios, en nombre de los bautizados y de todos los hombres. «¿Qué sería del mundo si no existieran los religiosos?», se preguntaba justamente Santa Teresa de Jesús (Libro de la Vida, c.32,11).
Para muchos, la vida consagrada a Dios no es noticia. No importa. Tampoco son noticia las estrellas del cielo. Pero están, orientan en la oscuridad de la noche, brillan y son hermosas.
Vuestro,
† Joan Planellas i Barnosell
Arzobispo metropolitano de Tarragona y primado
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