San Marcial (Lafuente Estefanía)

Pongo el título, me paro en seco, y, con un brazo en jarras y el otro sujetándome la frente, mascullo ante un güisqui en vaso corto de cristal: “¿Y si a la primera he errado el tiro, forastero?”. Alguien abre la puerta del saloon. No lo veo, aunque intuyo sus formas. Se mueve sin hacer ningún ruido y de súpito me espeta: “He recorrido demasiadas millas a lomos de mi caballo para darme de bruces ahora con tu desfachatez, vaquero…”. Me quedo helado. Levanto la vista y me fuerzo a no creerlo. ¡Un fantasma! Mejor dicho: ¡el fantasma de san Marcial (Lafuente Estefanía)! Me observa y está dirigiéndose a mí. Vaporoso, aunque rotundo, concluye: “No tengo ganas de pelea a estas horas, ¿entiendes? Por hoy, pase. Otra vez… ten más cuidado”. Y antes de difuminarse en la niebla matinal, suena mi móvil. Un whatsapp. Una imagen. La descargo. Y allí, ante mis ojos, el carnet de san Marcial (Lafuente Estefanía) de sindicalista. De la CNT. Quiero borrar de inmediato el “san” de mi título, pero se ha bloqueado el ordenador. Así se queda, pues. “Por hoy, pase”, como el maestro ha dicho.

Con santo o sin él, para muchas generaciones, Marcial Lafuente Estefanía (y descendientes suyos) fue la gran ventana abierta, desde las humildes páginas de un bolsilibro, a fastuosos “horizontes de grandeza” (cada vez que leo la traducción al español del título The Big Country (William Wyler, 1958) me dan ganas de hacerle la ola a quien dio a luz tamaña genialidad). Pistoleros, sheriffs, forajidos, prostitutas, bailarinas, presidiarios, militares, maestras, buenas chicas… Los estereotipos del western hollywoodense se encarnaron en cientos (¡miles!) de novelas no solo de (san) Marcial Lafuente Estefanía, sino de otros grandes populares en la España franquista: Lou Carrigan, Clark Carrados, Joseph Berna, Ralph Barry… La vida transcurría como siempre ha transcurrido, pero la espita de la imaginación daba más vueltas que un cromo en mazo de niños.

Sin embargo, no dejo de pensar hasta qué punto Marcial Lafuente Estefanía influyó no solo en millones de españoles en cuanto al gusto dominguero o sillonístico por disparos, persecuciones y emboscadas, sino también en quienes sublimaron el juego con las armas (las de verdad, no las de papel), y decidieron empuñarlas. Y pienso, en concreto, por ser más sangrante su decisión, en los curas guerrilleros que se largaron a varios países de América a pegar tiros (o no se largaron a pegarlos, pero acabaron pegándolos). Esa vida romántica de la guerrilla, ese aroma salvaje de la aventura, esa mitificación de las luchas de liberación que acabaron por no liberar a nadie salvo a los mandamases que se auparon al poder, ¿cuánto tenía de vieja novela de quiosco, manoseada una vez y otra –pues se intercambiaban– en sucios edificios de extrarradio? Vistas así las cosas, aquellos curas guerrilleros, muertos bajo estandartes de (ustedes disculpen el pleonasmo) corruptas facciones políticas, no mueven ni al homenaje ni al aplauso. Solo dan, literal y tristemente, pena.

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