Hace un año que se fue.

Hoy no cabe referirse a otro acontecimiento eclesial que no sea el aniversario del fallecimiento de Juan Pablo II el Magno. Su largo pontificado, superado solamente por el del beato Pío IX, precisamente elevado a los altares por él, es tan rico en realizaciones y está tan lleno por su inmensa personalidad, que aquí no cabe más que recordar el día en el que se cumple el año de su tránsito a la casa del Padre.

Aún está en el recuerdo de todos aquella inmensa movilización en la que millones de fieles rodearon los restos mortales del Papa, que la parte principal volóse al cielo. Aquel volcarse del Papa por llegar a todos sus hijos, a las patrias de todos sus hijos, incluso cuando apenas podía ya moverse, fue correspondido por tantos católicos que quisieron dar su último adios al Sucesor de Pedro. Y quien había arrastrado multitudes desde su fortaleza arrolladora, tuvo a su lado a toda la Iglesia cuando ya era pura debilidad. Jamás se lloró así a un Papa. Jamás se amó así a un Papa.

La orfandad es en la Iglesia muy breve. A esos días fríos, sin Papa, sucede enseguida el alborozo del nuevo Pontífice. Desde él, nuestro recuerdo emocionado y nuestra oración agradecida. Santo subito gritaba la multitud hace ahora un año. Transcurrido el mismo, el pueblo fiel sigue reclamándolo: Santo subito. En la seguridad de que pronto será reconocido tal por la Iglesia. Oficialmente. Porque en el corazón de quienes fueron sus hijos, ya lo es.
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