El Cristo de Medinaceli

En la noche madrileña del jueves pasado, una fila muy larga de gente, soportando el tiempo frío y lluvioso, esperaba a que llegaran las doce de la noche y abrieran la puerta del templo donde se venera la imagen. Al día siguiente, primer viernes de marzo cuando se celebra la fiesta, ya tarde me acerqué de nuevo al templo: me impresionó la multitud y el clima devoto ¿Qué puede significar este fenómeno y otros similares en este complejísimo proceso que llamamos secularización?

La sociedad española está saliendo de la situación de cristiandad; las distintas áreas seculares cada vez más funcionan emancipadas de de la religión cristiana. Nada que objetar si, aceptando la orientación del Vaticano II, reconocemos la consistencia del mundo y la presencia del Espíritu en la evolución de la historia. Debemos seguir avanzando por este camino de respeto y apoyo a la legítima autonomía de la sociedad y sus mediaciones.

Da sin embargo la impresión de que, sobre todo en ambientes intelectualmente más promovidos, se viene haciendo realidad “la muerte de Dios”, que como hecho cultural el filósofo Nietzsche vislumbró hace ya más de siglo y medio. Y lo malo es que falta el debido discernimiento para precisar qué entendemos con la palabra “Dios”. En este sentido es bien significativo el libro “Hablemos de Dios”, que salió hace tres años y donde dos profesoras universitarias de ética, que se dicen agnósticas, se entrecruzan cartas en esa imprecisión.

Ya es hora de que los intelectuales, sean de izquierdas o derechas, vayan más allá de los tópicos heredados. Porque el problema de fondo es que dejamos a un lado el misterio, esa dimensión que también nos constituye, y un mundo sin misterio queda humanamente empobrecido y se hace insoportable. Hay que leer el librito “Rumor de ángeles” que en 1975 publicó el gran sociólogo Meter Berger: cuando un laicismo chato pretende borrar la huella del misterio, en la sociedad postmoderna lo religioso está surgiendo de modos sorprendentes e inesperados, incluso en expresiones profanas como son el deporte, el diversión o el consumo.

Y ahora volvamos los ojos a la Iglesia evangelizadora en la situación española : ¿qué estamos haciendo ante estos brotes de religiosidad que resisten todos los impactos de secularismo donde prácticamente se niega trascendencia y el misterio en la vida de los seres humanos?

Cuando uno asiste a las celebraciones dominicales en algunas parroquias, saca la impresión de que seguimos con una práctica de mantenimiento más o menos ritualista y llevada sin mayor entusiasmo. Tal vez sea lo más fácil y así no extraña que por ese camino fácil entren incluso los religiosos suscitados en la Iglesia para promover en los cristianos una fe madura . Pero ¿nos podemos quedar ahí viendo la persistente religiosidad de tantos sencillos cuya sensación del misterio puede más que cualquier laicismo miope?

Jesús de Nazaret alabó a la pobre mujer que como ayuda para mantener el templo daba unos céntimos, lo único que podía. Pero lamentó y denuncio la instalación de las autoridades religiosas, muy cumplidoras de observancias cultuales, pero incapaces de mover un dedo para que las personas fueran más libres y tuvieran una vida mejor.

Si creemos que Dios revelado en Jesucristo nos hace más libres y más humanos precisamente porque nos libra de los falsos dioses, ya no son de recibo la pasividad, la indolencia y una cierta resignación desesperanzada. Debemos leer los signos y la llamada del Espíritu en es religiosidad popular que también necesita ser evangelizada.
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