Montesinos y Romero, profetismo y política

¡Qué ocurrencias! dirá alguno: ¿qué tiene que ver el famoso sermón de Montesinos hace quinientos años que hoy se celebra por todo lo alto, con la figura de Mons Romero en la segunda mitad del siglo XX que va quedando en el silencio incluso dentro de la Iglesia? “Profetismo y política” es un título que puede vincular a estas dos figuras y de algún modo abre camino para el compromiso de los cristianos en un mundo que, con sus deslumbrantes progresos, sufre la injusticia social y la exclusión de los más débiles.

El sermón de Montesinos fue la expresión de unos misioneros que, viendo las vejaciones inhumanas de los colonizadores contra los indígenas, se dejaron impactar y levantaron su voz: “¿acaso éstos no son hombres? ¿cómo los tenéis tan opresos y fatigados? ¿no estáis obligados a amarlos como a vosotros mismo?” Lógicamente su denuncia tenía una incidencia política; exigía un cambio de mentalidad y de estructuras en la organización de la sociedad. El cambio ponía en peligro los intereses económicos de los encomenderos españoles que reaccionaron tratando de silenciar por todos los medios a la voz profética; por mucho tiempo se mantuvo en los manuales de historia una leyenda negra sobre aquel gesto de los dominicos en La Española que después plasmó en su práctica evangelizadora fray Bartolomé de Las Casas.

Hace años fue noticia el asesinato de Oscar Arnulfo Romero
, arzobispo de San Salvador, a quien un día del 1980, eliminaron premeditadamente mientras celebraba la eucaristía. Cuando leí sus homilías y escritos detenidamente, ya conocía un poco la situación en El Salvador y en otros pueblos de América Latina; ese conocimiento me ayudó a entrar pronto en sintonía con la preocupación y pensamiento del obispo mártir. Especialmente me impresionó su lucidez sobre la dimensión política de la fe en una conferencia que dio en la Universidad de Lovaina poco antes de que le arrancaran la vida. Sin embargo poco después de aquel crimen lamentable, asistí a una conferencia donde un alto cargo eclesiástico hacía este comentario: “es una pena la muerte sacrílega de Mons Romero que era un obispo; pero el problema fue que se metió en política”. No sé si hice bien guardando silencio, pero no pude digerir aquel diagnóstico tan simplista y falso.

Pasados ya varios años, viendo cómo tanto en América Latina como en el mismo corazón de nuestra sociedad española, los pobres son cada vez más irreverentemente cosificados y excluidos, veo que la denuncia de Montesinos y la de Mons Romero, si bien en distinta situación histórica y cultural, responde al mismo espíritu evangélico: “¿acaso estos no son hombres” gritaba Montesinos; “la dignidad humana ante todo”, “¡ cese la represión!”, era la demanda profética de Mons Romero. La Iglesia sigue proclamando que “el profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del ser humano se llama evangelio”. Pero la práctica de acuerdo con esa convicción necesariamente debe tener una incidencia política. Es verdad que la misión de la Iglesia no es directamente política sino religiosa. Pero ¿cómo ser testigos del Dios revelado en Jesucristo cuya imagen es todo ser humano, sino escuchando la voz víctimas, defendiendo su dignidad como personas, y entrando así en conflicto con estructuras y con quienes provocan la situación injusta o no hacen lo posible por cambiarla? La Iglesia que nunca debe ser identificada con ningún partido político, no puede quedar con los brazos cruzados cuando se niega la dignidad y los derechos fundamentales de las personas. Y la cuestión no es sólo que hablen los obispos; ni que algunos cristianos desde su escaño en el Congreso, traten de gestionar la política buscando que todos puedan gozar de esa dignidad. El desafío es para todos los bautizados. Una conducta, desenganchada de la codicia insaciable, cuyos valores máximos son la diversión y el consumo. Una conducta que respire los sentimientos de Dios manifestados en Navidad: profundo estupor ante la dignidad del ser humano, compasión eficaz ante el sufrimiento de las víctimas, actitud del buen samaritano que se juega todas las seguridades por levantar a los humillados y ofendidos. En esa conducta es ineludible la incidencia política de la fe cristiana.
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