En la herencia del Vaticano II

Al iniciar el tercer milenio de cristianismo, Juan Pablo II remitió al concilio:”brújula para orientarnos en el camino del siglo que comienza”. En su legado hay algo permanente que intentaré reflejar con algunas breves reflexiones.

¿Qué puede interesar hoy un acontecimiento que tuvo lugar hace ya cincuenta años? El interrogante parece muy lógico ya que desde 1965 en que se clausuró el concilio los cambios culturales han sido tan rápidos y profundos que algunos diagnósticos hechos en aquel entonces ya resultan inadecuados. Sin embargo hay dos razones que merecen atención.

Una razón es subjetiva: mi relación estrecha con aquel acontecimiento. Formado en la tradición escolástica e iniciando mi carrera docente, seguí los debates conciliares, cuyo fruto fueron unos documentos que para mí significaron un antes y un después. No sólo en la forma de estar en la Iglesia y en el mundo, sino también en la forma de hacer teología.Completando estudios en Roma, todavía escuché las trompetas de plata que anunciaban la entrada del Sumo Pontífice en la basílica de San Pedro. En la silla gestatoria, llevado a hombros, acompañado de los patricios romanos y escoltado por una guardia noble. A partir del concilio, el papa sale a la basílica como los demás mortales, caminando con los otros celebrantes. Un cambio en la liturgia pontificia evocando el cambio de una Iglesia que desea bajar de sus tronos y abandonar todas las apariencias de poder para caminar como parte y al servicio de la humanidad.

Y hay otra razón objetiva. El concilio introdujo un cambio de orientación que sigue teniendo actualidad máxima. Primero en la relación de la Iglesia con el mundo: no importa una Iglesia preocupada por sí misma y siempre a la defensiva, sino una Iglesia que mire con amor al mundo en evolución, y se preocupe de ofrecer el evangelio modestamente y de modo creíble. Segundo, a la hora de presentarse la Iglesia a sí misma: no como sociedad perfecta e institución jurídica piramidal, sino como fraternidad donde todos tienen la común dignidad de hijos de Dios y se relacionan como hermanos. Dos imperativos a los que, para su buena salud debe responder la comunidad cristiana.

En el concilio, para definirse a sí misma la Iglesia miró con amor al mundo. No sólo abrió nuevos horizontes a los cristianos. De algún modo aportó también a nuestro mundo moderno, que ha entrado en un dinamismo de cambios vertiginosos, criterios para seguir avanzado hacia más humanidad. Bien merece la pena redactar algunos comentarios destacando su actualidad
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