Los miedos en la Iglesia

Es un fenómeno constatable. No sólo hay en la Iglesia miedo a un mundo que va llegando a su mayoría de edad y no acepta la tutela de la religión que coarte la legitima autonomía de sus instituciones seculares. Dentro de la misma Iglesia en las última décadas hay manifestaciones de miedos más o menos disimulados. Esta situación patológica no es sana, e impide una reflexión teológica y una buena evangelización adecuadas para una nueva cultura que postula nueva versión de la fe cristiana ¿Cómo curar esta herida que nos paraliza?

El Vaticano II miró al mundo con gran simpatía, reconociendo que su historia ya está impulsada por la fuerza del Espíritu y acompañada por la gracia. En la primera etapa del postconcilio prevaleció esta mirada positiva; pero en el segundo periodo postconciliar, tal vez por temor a que se olvidara que también el mundo tiene un lado sombrío, están prevaleciendo la desconfianza y el miedo.

Conviene dejar claro que fuera de este mundo no hay salvación; que la comunidad cristiana es parte del mundo, y no está inmune de las idolatrías o falsos absolutos que desfiguran el rostro humano de sociedad y depredan irreverentemente a la creación. Por tanto no hay que fomentar el miedo al mundo sino madurar en la fe cristiana para no dejarnos arrollar por una escala de valores que deshumanizan.

Los miedos dentro de la Iglesia impiden hablar abiertamente de temas que necesitan urgente discernimiento, fomentan críticas de ausentes, encubren situaciones irregulares, y no dejan que se publique lo que a veces se comenta en reuniones. Simplificando un poco, diríamos que unos tienen pánico al cambio mientras otros temen que no cambie nada.

El magisterio ordinario de la Iglesia tiene miedo al “relativismo radical” y al “secularismo interno”, mientras otros también fieles cristianos, tienen miedo a que sigamos con modos y formas desfasadas que ya no sirven para transmitir el evangelio. Cuando hay miedo fácilmente se recurre al poder institucional que se impone por la fuerza o a la crítica inmisericorde que también es un abuso de poder.

Estos miedos destruyen la fraternidad, uno de los calificativos que originariamente se dio a la Iglesia, y no facilitan el camino para responder a las nuevas situaciones culturales. Hay que desenmascarar los miedos que denotan obsesión de seguridad, recelo a lo que es diferente, visión pesimista del ser humano y desconfianza en el otro.

En el fondo una falta de fe que Jesús ya lamentó en sus primeros discípulos cuando remando contra el viento huracanado, vieron que la barca peligraba. Cuando uno recibió con alegría el espíritu renovador del Concilio y está viendo en las últimas décadas los miedos sin distingos hacia el mundo, y los conflictos internos de la Iglesia, echa de menos ese diálogo no ingenuo pero sí transparente y sincero recomendado por el Vaticano II.
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