Estadolatría a la española

Escribe el profesor Javier Pérez Royo en El País, Estadolatría, como reacción a las palabras del arzobispo Angelo Amato, Prefecto de la Congregación Pontificia para las Causas de los Santos, en las que éste “denunciaba” que “España está avanzando hacia la estadolatría, hacia la intromisión del Estado cada vez más en la vida de las personas”. Tras el recuento de los privilegios de la iglesia católica española, a juicio de Pérez Royo, concluye con esta pregunta, “¿por qué no se denuncian de una vez por el Estado los Acuerdos con la Santa Sede y se aplica la Constitución en lo que a la separación de la Iglesia y el Estado se refiere? Ya está bien de soportar lo que ningún Estado democrático debe soportar.”


Intentemos poner un poco de orden. El Sr. Arzobispo, y Prefecto, ha hablado a título personal; con conocimiento de causa se puede suponer, pero a título personal; no tiene competencia alguna en la materia, que yo sepa. Es una opinión muy respetable, pero no es la Iglesia, pastoralmente, ni el Vaticano, “políticamente”, quienes han hablado. Éste es el valor exacto de sus palabras.

En segundo lugar, no sé por qué si hay una crítica desde “la Iglesia” al Estado español, la respuesta de un profesor de derecho, y de los políticos en general, es ésta, ¡qué ingratos, con todos los privilegios que les damos; hay que quitárselos! Parece más lógico decir, “éste, éste y esto, son los privilegios”, y son incompatibles con la Constitución, así y por esto. De esto se trata, hablen o no bien de España unos eclesiásticos. Pero yo evitaría siempre ese sonido de fondo, “¡con todo lo que reciben, y qué ingratos son los eclesiásticos!

No es difícil hacer este ejercicio de razonamiento y probar cuáles son algunos privilegios y por qué. No se me debe pedir a mí que me encargue ahora de relacionarlos. Advierto no obstante, que a lo mejor la Constitución es menos “laica” al respecto de lo que Pérez Royo estima y, en consecuencia, el problema jurídico es mayor.

Más importante me parece que la reacción de este profesor, y de otros muchos con los que coincido en lo fundamental, evita dos cuestiones mayores. Una es la injusta cita de la existencia de “una enorme cantidad de centros religiosos concertados sostenidos, por tanto, con fondos públicos”, como un ejemplo más de esos privilegios. Está claro que el profesor no asume la iniciativa civil o social en la prestación de ciertos servicios públicos, como la enseñanza, siempre dentro de las leyes democráticas, pero como un derecho propio de la ciudadanía. La ley democrática vigila las condiciones y regula la igualdad de los ciudadanos en su acceso a esos servicios, pero la iniciativa civil es tan legítima como la estrictamente pública. Por aquí arranca un concepto de laicidad que se define por acoger la máxima libertad de iniciativa de la sociedad civil, siempre que no vaya en detrimento de la justicia, y especialmente, de la justicia para con los más débiles.

Es una laicidad con sus peculiaridades, en relación a la laicidad clásica que reserva todos los servicios públicos para el Estado, considera a la sociedad civil como su destinatario bastante pasivo, y remite las creencias y cosmovisiones a la conciencia privada de cada cual. Pero hoy “la cosa” se ha complicado. Es verdad que esa iniciativa civil democrática, ¡su larga sombra!, se presta a muchos abusos de los privilegiados, pero antes de suponerlos, hablemos también de su precio en libertad.

Y segundo idea, el profesor Pérez Royo, no está de acuerdo con el Arzobispo Amato; yo he dicho que considero su opinión, una opinión muy notable, pero suya; la considero sin duda muy exagerada; representa una “generalización” que no va conmigo y que la iglesia no acepta cuando la refieren a ella misma en otros “temas”; es la verdad de lo que pienso.

Creo, sin embargo, que otros, por ejemplo, Pérez Royo, deberían entrar con buenas razones en si el Estado Democrático tiene derecho y obligaciones en la educación de los “chicos y chicas”, es decir, también en lo que se refiere a las libertades, derechos y deberes, y a los valores fundamentales que sostienen una convivencia democrática en paz y justicia. Y a partir de esta reflexión, tratar de articular una presentación equilibrada con lo que la Constitución, ¡y las declaraciones de derechos!, dice sobre los padres en relación a la educación moral y religiosa de sus hijos, y cómo puede concretarse ese equilibrio de derechos y obligaciones, del Estado y de los padres, en una asignatura como “educación para la ciudadanía”.

Éste sigue siendo un gran servicio que necesitamos de las mejores cabezas “laicas” y “democráticas” de la cultura española, desde la óptica del catolicismo español, porque, en su defecto, y es lo que hay por el momento, la relación del catolicismo oficial con la autoridad pública se sustancia como lucha de banderías, más partidista, ideológica y política, que cívica, argumentativa y ética.

Y hay un catolicismo que quiere otra identidad más religiosa y evangélica, más serena, testimonial y justa, que la de combatir a diario al gobierno, (¡el que sea!), entre pancartas y gritos por nociones de la libertad más de una vez claramente parciales, poco autocríticas con la Iglesia, y a menudo "espiritualizadas" muy al gusto de los conservadores.
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