¿Verdad sin caridad? (Católicos en la Vida Pública)

Leo el Manifiesto final del X Congreso Católicos y Vida Pública, y más allá del tono entre desafiante y severo que adopta, ¡sin duda más destacado que en cualquier texto del magisterio episcopal!, hay un par de aspectos que deberíamos corregir. Hablo en primera persona pues me considero dentro del catolicismo e interesado por el llamado “catolicismo social”. Hablo en el plano de las ideas éticas que hay que aclarar, no juzgo las vidas de otros cristianos, ni presumo de la mía.

Dice el texto, “desde la convicción de que nuestra principal obligación de caridad es decir la verdad”, y mi opinión es que no; que entiendo lo que quieren decir, pero no lo dice y este deslizamiento es demoledor para la caridad. La caridad es un mandato del Señor, y por tanto, una obligación religiosa y moral con sustancia y contenido propios. Consiste en amar al “prójimo”, “como a uno mismo”, “como Yo os he amado”, “con toda tu fuerza y todo tu ser”, “a todos, incluso a los enemigos”, porque así nos ama a cada uno el Dios de la Misericordia, porque así es Dios en su ser más íntimo, el Padre común. Y la caridad incluye connaturalmente una preferencia muy clara y precisa por los más pobres, pequeños, débiles, víctimas y pecadores. Y la caridad se despliega y se concreta en el ámbito de lo personal y de lo social, hasta cobrar densidad política, por acción o por omisión. En suma, su primer significado ético es la justicia. Ella (la caridad) sabe que no se puede dar como caridad lo que se debe en justicia. Por tanto, el comunicado final debió comprometerse más directamente con la caridad en su significado evangélicamente más directo y exigente para todos.

Dice el texto un poco después, “los católicos españoles queremos seguir contribuyendo decisivamente a una libertad en democracia basada en el respeto a la Verdad”. Con mayúsculas. Bien, desde luego que sí. Esa Verdad, así, con mayúsculas, ¿quién es? Dios. La ley moral natural. Seguro. La democracia justa y libre conlleva un derecho a la palabra y a la libertad religiosa en la vida pública para todos. Si falta esa libertad hay que denunciarlo y conseguir su efectivo respeto. Pero el debate democrático, en su vertiente común y laica, ¡otra cosa es nuestro derecho a la evangelización explícita, el anuncio del Dios de Jesucristo!, no puede acoger como un ingrediente normal que un grupo cívico conozca la Verdad no sólo con valor religioso, sino con valor moral, social y político, y con efectos universales. Del mismo modo que la democracia no “puede” impedir esta convicción religiosa en la moral y vida cívica de unos ciudadanos, ¡sería laicismo excluyente”!, tampoco puede acogerla como componente obligatorio, ¡universal!, de una laicidad incluyente, sana y hasta positiva.

Por tanto, hay que entrar en la vida cívica democrática con la convicción de que sus concreciones, ¡leyes!, pueden ser traducciones de la Verdad, de la ley moral natural, insatisfactorias, unas, incluso injustas, alguna vez, pero su corrección moral tiene que ser, eso, moral, es decir, democrática. Conviene decirlo bien claro cuando se postula eso de “una democracia basada en el respeto de la Verdad”. En caso contrario se presta a algunas dudas democráticas muy graves.


Y concluye el texto, ahora sí con un tono de laicidad positiva y sana, y con una redacción más amistosa para con el resto de la sociedad: “manifestamos esperanzadamente nuestra plena disposición a un dialogo abierto a la fe y a la razón en el que podamos participar, desde el mutuo respeto, en un clima de sana laicidad, desde las más diversas posiciones, cuantos tenemos un seguro punto de encuentro en la afirmación de la dignidad de la persona en todas las fases del desarrollo natural de su existencia, en la defensa de los derechos fundamentales radicados en esa dignidad y en los valores propios de una sociedad democrática”.


Y sigue, “hoy y siempre nuestra específica y más valiosa aportación a ese diálogo será el anuncio de Cristo mismo como única esperanza fiable, que nos deja en el Evangelio la brújula segura e inequívoca de nuestra propia fundada esperanza, tan alejada de utopías ilusas como de engañosos sucedáneos de la verdad. Así lo hacemos hoy, con gozo y esperanza, desde el más profundo afecto y respeto a todos, al concluir este décimo Congreso Católicos y Vida Pública”.

Todos sabemos que los comunicados finales tienen un cierto tono retórico, pero esta insistencia en la verdad, con mayúscula y minúscula, así, “desde la verdad de nuestra inequívoca identidad católica”, o alejados de “engañosos sucedáneos de la verdad, o fieles a nuestra obligación de “decir la verdad” y para defender una libertad en democracia “basada en el respeto a la Verdad”… ¿Qué quieren que les diga? Lo diré muy suavemente. Pues que me suena a una preocupación cultural que acalla injustamente el compromiso cristiano con la caridad interpersonal y política. ¡Pobre caridad social!


(N. B.: Por cierto, para ser un Congreso del Catolicismo Social, el párrafo del comunicado que lo representa más directamente, no parece demasiado comprometido, ¿no?: “Es éste un difícil momento de la historia, agravado por la crisis económica, que evidencia las contradicciones de un sistema que no pone al hombre en el centro de toda su actividad. Aún más, nos sentimos interpelados e impulsados a renovar nuestro esfuerzo y compromiso por el bien común”).
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