CREEMOS O NO EN EL EVANGELIO

El Evangelio puede inspirar una visión del mundo, pero no puede traducirse directamente en artículos de ley, ni en programa del Gobierno de turno.

A veces, la religión llega a enredarse en la división y la separación entre hermanos y convivientes.

Hoy, como casi siempre, la religión suele confundir las cosas y provocar su descrédito en los pocos que todavía permanecen en el redil.

¿Cómo es posible que la Iglesia (su Jerarquía) practique con tanta asiduidad la equidistancia? ¿A quiénes piensa que engaña? “El que tenga oídos, que oiga” (Mt 13, 43).

“La Iglesia tiene que ser valiente. Tiene que vivir de lo que vive todo el mundo: no de las creencias religiosas, sino del trabajo y de la productividad”. 

Ni siquiera el Concilio Vaticano II ha sido suficiente para impulsar una gran reforma en la formación y en el modo de vida del clero. ¡Los intereses de siempre!

En su formación, el clero debería de abandonar el itinerario tridentino, vigente hasta ahora, y adquirir, por otra parte, un gran conocimiento de la cultura, que está llamado a evangelizar.

Pero, si las cosas siguen los derroteros actuales, si se olvida de vivir el Evangelio y dar testimonio con la vida, se corre el riesgo cierto de quedarse prendida en la utopía de redimir el mundo con grandes exposiciones doctrinales, que éste entiende que no le incumben.

La Iglesia crece por persuasión y no la hay más eficaz que el propio testimonio de vida.

El cristianismo se concibió como religión de creencia, de culto, de doctrina, de interpretación, de estructura, de jerarquía, de poder.

Si algo, en estos momentos, salta a la vista es el entusiasmo, a veces desmedido, con el que la Iglesia oficial y sus apasionados partidarios tratan de redimir este mundo. Vieja actitud, por cierto, recuperada del olvido. A todos ellos, me atrevo a recordarles que el Evangelio, como ya nos dijo Claudio Magris a finales de 1998, siguiendo al gran maestro Jemolo, “… puede inspirar una visión del mundo y por ende mover el ánimo a crear una sociedad más justa, pero no puede traducirse directamente en artículos de ley, como pretenden los aberrantes fundamentalistas de toda laya”. Ni en Ley ni en programa del Gobierno de turno ni de partido político alguno. La secularización y sus efectos vino para quedarse.

En esta línea de pensamiento, el teólogo de la sensatez, José María Castillo, llama la atención sobre “el peligro que puede llegar a ser la religión (…) para la paz, para la política, para la sociedad y para la convivencia de los ciudadanos”. Sin duda alguna. Lo veamos a diario. ¡Qué pena! ¡El Evangelio marginado! A veces, la religión llega a enredarse en la división y la separación entre hermanos y convivientes. Todo por servir, contradictoriamente, a intereses de tejas a bajo. Por sorprendente que pueda parecer a muchos, hoy, como casi siempre, la religión suele confundir las cosas y provocar su descrédito en los pocos que todavía permanecen en el redil. Insisto: Se reacciona y se actúa desde el interés (pura ideología partidista), no desde el Evangelio (los principios).

Lo dice con claridad meridiana J.M. Castillo: “La religión dirigiendo la política, atacando o defendiendo a los políticos, para bien de unos, para desgracia de otros. ¿Estamos locos? Y afirmo que, en el cristianismo y en nuestra Iglesia, esto se ha metido hasta el tuétano de nuestras creencias. Como también es verdad que son muchos los ciudadanos que, por esta sarta de disparates, han abandonado la religión. Estamos ante un asunto de suma importancia. Para bien o para mal, no sólo de la política, sino igualmente de la religión”. ¡Intachable! ¿Cómo es posible que la Iglesia (su Jerarquía) practique con tanta asiduidad la equidistancia? ¿A quiénes piensa que engaña? “El que tenga oídos, que oiga” (Mt 13, 43).

En esta misma línea de contraste –yo, al menos lo veo así-, el referido teólogo insiste en otras situaciones concretas, no acordes con el Evangelio, que suponen un verdadero contra testimonio. En concreto, se refiere a quiénes, en la Iglesia, clérigos seculares y regulares, viven del culto y del ministerio que ejercen. Quiénes entienden el ministerio como una verdadera ‘carrera’, que les lleva a hacer lo que prohibió Jesús a los Apóstoles. Como dice, con acierto, “son muchos los curas que se sirven de la religión para hacer carrera, tener poder, vivir seguros y ser personas importantes”. A decir verdad, el ‘carrerismo’, tan vilipendiado con razón por Francisco, también es extensivo a la propia Jerarquía. Muchos de sus miembros no dan testimonio evangélico, precisamente, por el estilo de vida que exhiben. Debían ser los primeros en abrazar el cambio necesario y convertirse.

Con tales situaciones, permitidas, toleradas e impulsadas desde arriba, “la iglesia se juega en esto su ser o no ser” (Castillo). ¿Por qué se mantienen tales situaciones intolerables? ¿Cómo es posible que la Iglesia pueda estar al servicio de los que “le dan el dinero, para vivir sin trabajar (Castillo)”? ¿Qué se puede hacer o se debió hacer, ya hace muchísimo tiempo al respecto?

Este, en mi opinión, es un aspecto fundamental en la Iglesia de hoy día, llamada a realizar grandes y comprometedores cambios en su interior, en línea con el mensaje de Jesús. Lo cual –quizás por esto se ofrecen tantas resistencias- obliga a sus líderes (Obispos y clero) a modificar muchos hábitos y usos, muchas conductas y actitudes personales. Obliga, no hay duda, a complicarse la vida por el reino de Dios. Lo cual reclama, de modo perentorio, abandonar la comodidad y la seguridad en la que viven, sin trabajar como todo el mundo, a costa del ministerio. ¡Qué contra testimonio!

Me parece, sobre el particular, muy sugerente la respuesta de J.M. Castillo. “La Iglesia tiene que ser valiente. Tiene que vivir de lo que vive todo el mundo: no de las creencias religiosas, sino del trabajo y de la productividad”. ¡Casi nada! Llevo muchos años –aunque de modo inútil e ineficaz- con la misma prédica. Ni siquiera el Concilio Vaticano II ha sido suficiente para impulsar una gran reforma en la formación y en el modo de vida del clero. ¡Los intereses de siempre!

Ambas dimensiones presentan perfiles incomprensibles y, por tanto, insostenibles en los tiempos que corren. El clero debería vivir de un trabajo/profesión civil, como cualquier ciudadano. En su formación, debería de abandonar el itinerario tridentino, vigente hasta ahora, y adquirir, por otra parte, un gran conocimiento de la cultura, que está llamado a evangelizar. Esto es, no debe ignorar las creencias y convicciones del destinatario de la misión. La laguna existente en este aspecto es más grande que el Mediterráneo. ¿Qué hacen el gobierno universal de la Iglesia y los obispos que presiden las Iglesias particulares? Nada de nada. ¿Cómo es posible tal inacción y durante tanto tiempo?

Recuerdo que Francisco trae a colación al cardenal Newman, cuando hablaba del cambio necesario en la Iglesia –para todos, fieles, clero y jerarquía- y lo fijaba en la propia conversión, esto es, consistía en una auténtica y rigurosa transformación interior. Complicada y compleja, sin duda, pero, a la postre, la única eficaz y exigible al seguidor de Jesús. Este es un aspecto fundamental en la Iglesia de hoy día del que apenas se habla y menos aún se trata de llevar a cabo. Una pena. La Iglesia está llamada a realizar grandes y muy comprometedores cambios en su organización interna, en la orientación misma de su misión, en línea con el mensaje de Jesús. Pero, si las cosas siguen los derroteros actuales, si se olvida de vivir el Evangelio y dar testimonio con la vida, se corre el riesgo cierto de quedarse prendida en la utopía de redimir el mundo con grandes exposiciones doctrinales, que éste entiende que no le incumben. ¡Ojo al Cristo que es de plata!

En medio de tanto entusiasmo por evangelizar el gobierno de los pueblos, tengo la impresión cierta que se olvida algo esencial, en lo que han insistido Benedicto XVI y Francisco, a saber: la Iglesia crece por persuasión y no la hay más eficaz que el propio testimonio de vida. ¿Cómo se puede olvidar en la práctica esta máxima evangélica, tan definitoria? Reforma y transformación interior. Vivir el Evangelio. Abandonar muchos hábitos y usos, muchas conductas y actitudes personales contrarias al mismo. Esto, ciertamente, obliga a quienes tienen encomendada la misión a complicarse la vida. ¿Acaso esto no tiene que ver con las resistencias que se aprecian? Hago mío el suplicante y doloroso lamento del teólogo Castillo: Ya está bien, ¡por favor! 

A mi entender, existe, sin embargo, un problema de fondo desde los inicios mismos del cristianismo: la concepción de éste como religión de creencia, de culto, de doctrina, de interpretación, de estructura, de jerarquía, de poder. Concepción que ha llegado hasta nuestros días en claro contraste con el Evangelio de Jesús, que ha sido marginado. Y, en esto estamos, en realidad. Una Iglesia alejada del Evangelio. Víctima de su propia doctrina, ideología pura, al servicio de su poder: sumisión y obediencia. Cambiar esta realidad y convertir el cristianismo en religión de vida, de experiencia, se me antoja, hoy por hoy, imposible. Francisco sabe y anhela este cambio. Abre procesos al respecto. Conoce perfectamente, mira no sin cierta sana envidia, al movimiento pentecostal, tan activo en Hispanoamérica y que tantos adeptos le viene arrebatando a la Iglesia católica.

Gregorio Delgado del Río

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