El contrasentido de Pablo VI Principios vs. intereses (II)

Pablo VI con monseñor Marcelo González, el cardenal Tarancón y monseñor Narciso Jubany
Pablo VI con monseñor Marcelo González, el cardenal Tarancón y monseñor Narciso Jubany

Un aspecto penoso y, hasta cierto punto, causante de vergüenza ajena, ha venido presidiendo las relaciones de Roma con los Estados, democráticos o no

El 21 de junio de 1963 es elegido como sucesor de Pedro el cardenal Montini, arzobispo de Milán (Pablo VI), que había caído en desgracia con Pío XII en 1954 (Ottaviani y Pizzardo)

De acuerdo con su talante intelectual y sus convicciones, Pablo VI dio instrucciones muy precisas a fin de invertir la posición de la Iglesia en España: desvincularse totalmente del régimen político de Franco

El 25 de octubre de 1974, Pablo VI recibió en audiencia a los cardenales españoles Tarancón, González Martín y Jubany a fin de conocer su opinión acerca de la posible renovación del Concordato, buscada por Franco y su gobierno (Santa Olalla)

Tarancón Jubany pensaban que la renovación sería un error y una incoherencia. González Martín, por el contrario, opinaba que había que aprovechar que Franco vivía para garantizar el concordato

Parecía, pues, preocupar el mantenimiento de los privilegios eclesiales que otorgaba el concordato de 1953 (los intereses)

No hace falta insistir demasiado en un aspecto penoso y, hasta cierto punto, causante de vergüenza ajena, que ha venido presidiendo las relaciones de Roma con los Estados, democráticos o no. Uno tendía a creer
lo que se predicaba por las Altas instancias del Vaticano. Sin embargo, la historia, en demasiadas ocasiones, nos ha atestiguado lo contrario. Siempre han primado, dadas las circunstancias concretas que se daban cita en cada caso, los intereses, sin importarle, al parecer, los principios. Se ha asistido a verdaderos contrasentidos, a auténticos contra testimonios, de la política vaticana hacia el exterior. Y, todo ello, por supuesto, respaldado y secundado, salvo contadas excepciones, por los episcopados respectivos.

Por muchos equilibrios que se ensayen, por muchas aparentes buenas intenciones en las personas responsables que se subrayen (todo se ha intentado), no puede negarse que Pío XII otorgó con su política concordataria ‘un punto de prestigio incalculable’ (Küng) a diferentes dictadores, como Hitler, Franco, Salazar, Mussolini. En concreto, por referirnos al caso español, el Concordato de 1953 y los Acuerdos USA “sacaron al régimen de Franco de su aislamiento” (César Vidal). El hecho es innegable, supuso un verdadero contra testimonio, aunque en pago la Iglesia fue regada con numerosos privilegios. ¡Todo, como se habrá advertido, muy evangélico!

A nadie debiera extrañar que, a partir de Juan XXIII (1958), se optara por un cambio de política relacional con los Estados. En cualquier caso, el buen papa Juan, a diferencia del autoritario Pío XII, pensaba que “el ‘magisterio’ no es lo más importante, sino el testimonio cristiano práctico” (Küng). Evidente y lógico en quien puso en marcha una concepción muy diferente del ministerio petrino (el papado) y en quien quería una Iglesia coherente con el Evangelio y acorde con los signos de los tiempos.

El 21 de junio de 1963 es elegido, como sucesor de Pedro, el cardenal Montini, arzobispo de Milán (Pablo VI), que había caído en desgracia con Pío XII en 1954 (Ottaviani y Pizzardo). Para los cardenales más conservadores de la Curia, Montini era tenido como un ‘intelectual’, de cultura francesa, como un ‘progresista’ peligroso por sus posiciones de carácter político y social. A pesar de los innumerables servicios prestados, “la curia no quiere a Montini, este impenetrable simpatizante de la ‘izquierda’” (Küng). ¡El sistema romano de poder!

De acuerdo con su talante intelectual y sus convicciones inequívocamente democráticas (tradición familiar), era previsible que Pablo VI, desde el primer momento, pasase a la ejecución de la nueva política exterior del papa Juan. No obstante el error de no haber cambiado su Curia de gobierno (claramente conservadora), Pablo VI dio instrucciones muy precisas a fin de invertir la posición de la Iglesia en España: Ésta habría de proceder, con cierta rapidez, a desvincularse totalmente del régimen político de Franco, no obstante avanzar inexorablemente hacía su desaparición política, que se hacia coincidir con la muerte física del dictador.

En esta perspectiva, y a pesar de los múltiples incidentes acaecidos con las autoridades de la dictadura, perfectamente previsibles, si bien de gravedad diferente, la decisión de Pablo VI era totalmente coherente con su talante personal y, sobre todo, con los principios que se espera que la Santa Sede salvaguarde en su relación con cualquier Estado. Lo incoherente es lo que se hizo por Pío XII: apoyar de hecho una dictadura de derechas. Un verdadero contrasentido. Difícilmente, por no decir imposible, se puede sostener, ni en aquellos años ni ahora, que Roma apoye dictadura alguna, ni de derechas ni de izquierdas. Ello era algo estrambótico en plena celebración del Concilio Vaticano II. Hasta aquí, por mucho que se puedan criticar ciertas actitudes episcopales y clericales (que se puede), que se dieron cita, se tomaba partido, en esta ocasión y en este concreto aspecto aislado, por la salvaguarda de los principios. ¿Acaso se había renunciado a la praxis tradicional de priorizar los intereses?

Lamentablemente, creo que no. El 25 de octubre de 1974, Pablo VI recibió en audiencia a los cardenales españoles Tarancón, González Martín y Jubany, presentes en Roma con motivo del Sínodo de los obispos (27 septiembre al 26 octubre 1974), a fin de conocer su opinión acerca de la posible renovación del Concordato, buscada por Franco y su gobierno (Santa Olalla). Si hemos de creer al nada sospechoso Tarancón en sus Confesiones, mientras Él y Jubany pensaban que la renovación sería un error y una incoherencia (estaba ya, desde hace tiempo, en marcha la acción de desvinculación de la dictadura), González Martín, por el contrario, opinaba que había que aprovechar que Franco vivía para garantizar el concordato, objetivo que no estaba asegurado para la situación posterior a la muerte del dictador.

Pablo VI y dictador Franco

Parecía, pues, preocupar el mantenimiento de los privilegios eclesiales que otorgaba el concordato de 1953 (los intereses). Es aquí donde se ha de poner en entredicho la actitud global de la Santa Sede (Pablo VI). Lo coherente hubiese sido que, en paralelo, se renunciase a los privilegios que se disfrutaban, precisamente, en virtud de la vinculación con la dictadura, de la que ahora se deseaba marcar claras distancias. Se prosiguió en la acción de desvinculación pero, al mismo tiempo, se siguió -no faltaba más- disfrutando de los numerosos privilegios concedidos por la dictadura. Esta realidad y esta conducta de la Santa Sede y de los obispos en España les puso a todos en entredicho. Fueron señalados con el dedo acusador. ¡Vaya coherencia! ¡Vaya testimonio!

El 27 de septiembre de 1975 se procede por la dictadura a la ejecución de los cinco terroristas (ETA y FRAP), que no habían sido indultados. Nadie mejor que el propio Tarancón para valorar, inicialmente, tan triste episodio: “los medios de comunicación social de todo el mundo realizaron una campaña indigna por su virulencia, injusta por su apasionamiento, que creó un estado de opinión en el mundo y que tuvo la virtud de indignar a los españoles” (Ibidem, 822). Incluso escribiría que “cualquier gesto de clemencia, en esa coyuntura, podría ser interpretado fácilmente como una debilidad ante la presión extranjera y eso sublevaba instintivamente a todos los españoles” (Ibidem, 823). Llegó a decir que “el pueblo sencillo en su inmensa mayoría, horrorizado por el terrorismo, también esperaba y deseaba un castigo ejemplar” (Ibidem, 841).

Pablo VI se implicó de modo muy personal. Condenó, de modo enérgico, el terrorismo y las ejecuciones. Hasta por tres veces pidió clemencia. No fue escuchado, ni siquiera la noche anterior, cuando trató inútilmente de hablar con Franco (1). Lo hizo en la Audiencia general del sábado, día en que tuvieron lugar las ejecuciones, e insistió en la misma condena al día siguiente en el rezo del Ángelus (Confesiones, 823-824). Incluso se hizo eco también de “los llamamientos que de todas partes se han elevado contra aquellas ejecuciones” (Cárcel Ortí, 124). Llamamientos que, como hemos dicho, no fueron valorados muy positivamente por el propio Tarancón (Confesiones, 822).

“Yo estaba en la plaza cuando se las oí –dijo el mismo Tarancón- y me di cuenta de que aquello significaba la ruptura definitiva con el Gobierno … y tuve la impresión de que toda mi obra de mediación se venía abajo” (2). En efecto, como ha reflexionado César Vidal, Tarancón sabía de qué hablaba pues Él había sido, en parte, el artífice de una política de separación de la dictadura lo “suficientemente clara como para resultar útil” y, a la vez, “lo suficientemente sutil como para no despertar resquemores entre los fieles –que, en su mayoría, no se enteraban de lo que estaba sucediendo- y no crear excesivos roces con el régimen que aún gobernaba España” (3). ¡Puro tactismo y equidistancia!

Quedaba claro, en todo caso, que la intervención de Pablo VI, verdadero “gesto ético y no político” (Cárcel Ortí), no abarcaba la totalidad de aspectos implicados. No puso el mismo énfasis, por ejemplo, en la renuncia a los privilegios que venía disfrutando (de hecho, no renunció a ellos) la Iglesia en España. Si se hubiese tenido el coraje de renunciar a los privilegios, su voz tronante contra las ejecuciones habría sido vista, muy probablemente, de otra manera. Si ahora no se quería nada con la dictadura, lo coherente hubiese sido romper relaciones con ella y situarse en un plano superior mediante la renuncia a los privilegios. No se tuvo el coraje necesario y, por desgracia, ‘asomaron la oreja’. Una pena.

Fiel a la estrategia diseñada –aunque no era coherente con los principios exigibles en una organización religiosa-, el cardenal Tarancón temió, con fundamento, a la posible reacción de la dictadura. Veía el riesgo que se estaba corriendo: perder los privilegios que se disfrutaban. Urgía, en consecuencia, reconducir la situación. A tal efecto, el propio Tarancón elaboró un Informe (reproducido en Confesiones, 836 y ss.), destinado al Papa, y entregado a Benelli y Casaroli, sobre “la situación política, que no espiritual, y cómo ésta repercutiría en los intereses de la Iglesia católica” (4).

Merece la pena la lectura del último párrafo del citado Informe: ”El pueblo creyente, en su inmensa mayoría, quedará desconcertado. Estaba atemorizado por el terrorismo e incluso pedía un castigo ejemplar. Se habrá conmovido, sin duda, por las cinco ejecuciones que, además, habrá considerado excesivas. Pero creerá que ahora el Papa se ha enfrentado con el Régimen. No sabrá orientarse, teniendo en cuenta que los medios de comunicación social instrumentalizarán tendenciosamente los hechos” (Confesiones, 837).

Una vez más sale a relucir la inteligencia del cardenal Tarancón y su conocimiento de la situación en España. La Santa Sede se había metido Ella sola en un verdadero lío con la firma del Concordato de 1953. Un verdadero contrasentido y contra testimonio, que no supo (o no pudo) explicar (justificar) al pueblo fiel ni a la ciudadanía española en general. Cuando, con cierta coherencia, quiso desvincularse del apoyo a la dictadura, pero, eso sí, sin perder los privilegios concedidos por ésta, las cosas se complicaron sobremanera. Se evidenció y salió a la luz el plan concebido (falta transparencia), que ya llevaba años ejecutándose, aunque con relativa discreción. ¡Qué tiempos más difíciles y complicados!

Al decir de Tarancón, la actuación de Pablo VI desagradó a Casaroli (Confesiones, 847) y algunos obispos tuvieron sus reservas (Confesiones, 843). Era lógico. Una vez más el cardenal Tarancón tuvo que reconocer que “en amplios sectores de la sociedad española ha extrañado que el Santo Padre haya puesto un acento más grave en la petición de clemencia que en la condenación del terrorismo en España” (Confesiones, 738). ¡Casi nada! Grave error, grave contradicción, que retrataba nada menos que al propio Papa.

Nos dice César Vidal (5) que, “esa misma conducta sería la seguida ya sin titubeos por la Santa Sede en los tiempos venideros”. En efecto, cuando solo habían transcurrido cuatro días desde las ejecuciones, el 1 de octubre de 1975, fueron asesinados cuatro policías, que custodiaban una entidad bancaria. Mira por donde el destino quiso poner a Pablo VI a prueba. ¿Cómo reaccionaría ahora? El propio cardenal Tarancón (Confesiones, 849) da fe de que “no pocos católicos esperaron que el papa elevara una oración y manifestara públicamente su condolencia por los asesinatos”. Esperanza vana. El silencio de Pablo VI fue más que elocuente a este respecto. Nos cuenta el cardenal Tarancón (Confesiones, 845) que Benelli le había hecho saber a él mismo que “el papa estaba molesto con Franco porque no le había concedido nada de lo que le había pedido” (6). Evidente acusación injusta.

Atentado

Es obvio que la actitud de Pablo VI, sin entrar en las motivaciones personales ni en su estado de ánimo por lo ocurrido, no encuentra fácil explicación para el fiel y, menos aún, justificación racional. De hecho, Pablo VI acreditó, en este caso, que estaba molesto por lo ocurrido y, desde ese estado de ánimo, actuó de modo un tanto discriminatorio. Ello provocó, sin duda, la creación de un cierto escándalo. En todo caso, Pablo VI, respetando las encendidas defensas recibidas de su actitud (que las tuvo), protagonizó un episodio del que no creo que se sintiese satisfecho ni feliz. No dudo, personalmente, que actuó según el dictado de su conciencia. Pero su silencio, ante los cuatro asesinatos de servidores públicos, no es calificable de acción pastoral positiva.

Al final, a la muerte del dictador (20.11. 1975), una cosa parecía cierta: la Santa Sede no había sabido salvaguardar los principios ni tampoco tuvo el coraje de situarse en otra dimensión diferente mediante la renuncia simultánea a los intereses en juego (privilegios). El eterno problema: principios frente a intereses, que nunca debía volver a repetirse.

El colofón, a tan penosa gestión de la situación originada con Pío XII, fue la homilía del cardenal Tarancón en la Misa de coronación de Juan Carlos. No tuvo empacho alguno, en el mejor estilo medieval, en “marcar al nuevo monarca las líneas por las que habría de discurrir su recién inaugurado reinado” (7). Una verdadera, aunque, a mi entender, impropia tutela.

1. Las palabras de Pablo VI pueden hallarse en Cárcel Ortí, V., Pablo VI y España. Ed. BAC, Madrid 1997, págs. 124 -125). Cfr. L’Osservatore romano, edición española, 5 de octubre de 1975, donde se reproducen ‘las palabras terribles’ de Pablo VI.
2. Palabras reproducidas en Cárcel Ortí, V., Pablo VI … cit., págs. 124-125.
3. Vidal, C., La Historia secreta de la Iglesia católica en España, Ediciones B, Barcelona 2014, pág. 784.
4. Ibidem, págs. 784-785.
5. ¡Lo que falataba! pág. 786.
6. Ibidem, págs.. 786-787.7. Ibidem, pág. 788

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