Roberto Esteban Duque publica en Comares Un enigma para mí mismo. El hombre y Dios en el pensamiento agustiniano

Roberto Esteban Duque
Roberto Esteban Duque

Roberto Esteban Duque (Cuenca, 1963), acaba de publicar un nuevo libro en Comares, titulado Un enigma para mí mismo. El hombre y Dios en el pensamiento agustiniano.

Por otro lado, el autor se pregunta si sería capaz de mantener san Agustín su humanismo en el siglo xxi, en la era de la ciencia y de la técnica, en el advenimiento frenético del transhumanismo

Este texto puede ayudar a cualquiera que desee profundizar en la influencia de san Agustín en el pensamiento contemporáneo, a clarificar su antropología, abundando en sus temas esenciales: Dios, el hombre, el alma, la felicidad 

Existen dos razones por las que la filosofía agustiniana es filosofía cristiana. Agustín alude a la conveniencia de la revelación y de la encarnación. El hombre sólo puede ser salvado por el Verbo de Dios hecho carne. Se trata de la orientación radical por parte del hiponense a explicarlo todo por el misterio de Cristo.

Toda verdadera metafísica cristiana debe ser una metafísica de la Encarnación y, por lo tanto, de la conversión. Esto lo comprendió profundamente Dostoievski. Este es el espíritu joánico del cristianismo de Dostoievski que Berdiáiev subrayó con razón. Pero para ser plenamente joánico también hay que tener en cuenta el Apocalipsis y esto es precisamente lo que Dostoievski hace audazmente. Como bien dice Berdiaev: "Dostoievski (...) pertenecía a una nueva época sensible al cambio y buscó su religión en el Libro del Apocalipsis".

El platonismo, en su más valioso contenido, es decir, la doctrina de las ideas, es un impulso dialéctico que lleva a Cristo como razón ejemplar del mundo y sol eterno en las inteligencias creadas. El mundo inteligible de Platón es para Agustín el Verbo del Padre, la forma de las formas, la luz inteligible con que lucen todas las cosas. Pero el Verbo del Padre no es sólo principio generador, sino principio regenerador del mundo. Una profunda experiencia espiritual, una ahincada contemplación del desorden del mundo, manifestaron a Agustín la necesidad de este principio regenerador, poniéndolo en el umbral del misterio de Cristo, es decir, en las puertas de la fe. Para él, el hombre concreto, el hombre vivo, agitado por una aguda inquietud espiritual, es un clamor angustioso pidiendo el complemento de Cristo, la gracia del Salvador.

Hay otra razón por la que la filosofía agustiniana es filosofía cristiana por antonomasia. La distinción que hace entre la sabiduría como conocimiento intelectual de lo eterno y la ciencia como conocimiento racional de las cosas temporales va a superarse por la reabsorción de una y otra en Cristo. La cultura de Agustín está hecha de sabiduría y de ciencia. Él mismo lo escribe en De Trinitate: “Si a la sabiduría pertenece el conocimiento de las cosas eternas, es propio de la ciencia el conocimiento de las cosas temporales”. El ser mismo de Cristo es el enlace entre ambas. Sabiduría y ciencia están implantadas en Cristo. Por eso se dice de Él que es la suma de la sabiduría y de la ciencia. En Cristo encontramos el Verbo eterno de Dios que se hace hombre en el tiempo.

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El camino de la interioridad

La línea más importante para la comprensión de la vivencia religiosa está en lo que san Agustín denominará como la “vía de la interioridad”. El filósofo Charles Taylor piensa que hay que retrotraerse a San Agustín, ya que difícilmente se exageraría si se afirma que fue quien introdujo la interioridad de la reflexividad radical y quien la transmitió a la tradición del pensamiento occidental.

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Frente al strepitus mundi, el rugido del mundo, la redire ad cor, la vuelta al corazón, a una interioridad que, en el de Hipona, no es una instalación en el propio interior para hacer de él un oasis de paz al margen del mundo y de la vida, sino un proceso insustituible para vivir con profundidad y sentido las exterioridades. La interioridad agustiniana es un proceso de madurez y autenticidad, pues “dentro del corazón soy lo que soy” (Conf., 10, 3, 4).

Partimos del hecho que lo primero a lo que abrimos nuestros ojos es a la exterioridad. Desde aquí, san Agustín nos invita a realizar el camino interior que consiste en vivir todas las exterioridades desde tu interioridad; no para quedarse en ella, sino para salir a la exterioridad, a nuestras relaciones y compromisos, con una mirada y un corazón nuevo. El hombre solo es bueno en su interior; y si no lo es en su interior no lo es en absoluto (Sermo 15, 6). Se trata de no andarse por las ramas, sino de ir a las raíces de nuestra vida. Es condición para entenderla. “No vagues y te extiendas por muchos lugares. ¿Te preocupa la extensión viciosa de las ramas? Atiende, más bien, a la raíz, y no pienses en la corpulencia del árbol” (En. Ps. 79 ,2).

La inquietud

Existe un doble desfase entre lo que soy, lo que pienso y lo que quiero, así como entre lo que vivo en mi interioridad y lo que soy capaz de exteriorizar. Este hiato o brecha es la condición originaria sobre la que se construye el deseo humano y toda actividad del hombre: quiero ser, pero no siempre sé qué es aquello que quiero ni puedo realizarlo bien del todo. Semejante “inadecuación es primordialmente objetiva, es algo dado, y mi responsabilidad consiste en articular el deseo de lo que quiero con el fin de alcanzar su objeto. Cuando descubro esta situación primordial de inadecuación objetiva, entonces experimento la inquietud fundamental”.

En mi último libro “Un enigma para mí mismo. El hombre y Dios en el pensamiento agustiniano”, he intentado profundizar en la obra y el legado de san Agustín. Para el filósofo africano la inquietud se configura como una experiencia de dependencia y de precariedad por dos razones. La primera de ellas tiene que ver con su objeto: el bien definitivo, último, es escatológico y, en esa medida, sólo puede ser atisbado a tientas, a partir de sus vestigios. Sólo “un fin que no tiene fin alguno” (Tratado sobre el Evangelio de san Juan Cl, 5), puede colmar y saciar la inquietud de felicidad. El objeto de nuestra alegría definitiva debe ser “una cosa permanente y segura, independiente de la suerte, no sujeta a las vicisitudes de la vida. Pues lo pasajero y mortal no podemos poseerlo a nuestro talante, ni al tiempo que nos plazca” (De vita beata 2, 11). Por eso, se debe amar únicamente “lo que no puede perderse contra nuestra voluntad” (De lib. arb. I, 4, 10), y no hay realidad en todo el mundo que no pueda perderse. Agustín desacraliza así la historia y relativiza todo el bien del mundo, pero también toda virtud y todo logro humano.

La segunda razón por la cual la condición originaria del corazón humano es la inquietudo ancla en la condición ontológica de éste. El ser humano ha sido creado de la nada, ex nihilo y, en esa medida, su “forma” es una forma dada, recibida en primera instancia de manera pasiva. El hombre no fue creado similar a sí mismo según su propia especie, “porque no dijiste: ‘Sea hecho el hombre según su género’, sino: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza’, para que nosotros probemos cuál sea tu voluntad” (Conf. XIII, 22, 23).

Conversión de San Agustín - Colección - Museo Nacional del Prado

"Intellectus fidei"

Por otro lado, para el de Hipona, la conversión del maniqueísmo a la Iglesia católica fue una conversión del racionalismo a la fe. Antes tenía una fe ciega en la razón, en la ciencia, y sufría una especie de alergia por cualquier tipo de autoridad, pero después Agustín adquirió plena fe en la autoridad de la Escritura y de la Iglesia.

Fundamento último de la teología es por ello la fe y la autoridad. Pero la fe sola, aún basada en la autoridad, no constituye todavía teología. Sólo el intellectus fidei, la inteligencia, la comprensión de lo que ha sido escuchado por autoridad, realiza la ciencia teológica. Contra las pretensiones de los gnósticos de hacer de la salvación un privilegio de pocos iniciados, san Agustín repite esta verdad: es siempre mejor una ignorancia (fidelis ignorantia), que adhiere humildemente a la fe, que una ciencia presuntuosa y temeraria. Ahora bien, el primado absoluto de la fe no excluye el trabajo de la inteligencia, sino que lo reclama al menos en las personas cultas. Para este trabajo es necesario otro principio además de la fe, de la autoridad y de la Escritura. Este segundo principio es la ratio en toda su dimensión noética.

El método practicado por san Agustín para realizar el intellectus fidei es necesariamente un método “desde arriba”, tal como exige una ciencia como la teología, que recibe sus principios de una ciencia superior, la ciencia divina, que se complace en revelarse a la humanidad en el curso de la historia de la salvación. Pero, el método de Agustín no es un método deductivo sino introspectivo, interiorístico, lo que significa que el misterio no es tratado como una realidad en sí sino como una realidad que toca profundamente a la propia persona. Agustín trata así de realizar el programa noverim me, noverim te. Estudiándose a la luz del misterio, se comprende mejor a sí mismo, y viceversa, viendo el misterio en el espejo de sí mismo, entiende algo más del misterio, aun cuando se trata siempre de una visión “especular”, que es mucho más imperfecta que una visión directa.

Libertad ontológica vs. posmodernidad o advenimiento del nihilismo

Cuando en el hombre resuena la pregunta por el sentido de su propia vida, lo que en realidad está resonando es la constatación patente de su propia libertad. La libertad es inherente al hombre, es un dato fundamental originario de la existencia humana. Agustín ve la necesidad de distinguir entre libertas (libertad primigenia) y libero arbitrio (capacidad de elegir bien). El hombre, en su estado actual, perdió la perfección originaria; no tiene libertas, pero tiene liberum arbitrium, es por esto que él sólo no puede ser completamente sabio y bueno, pues se deja dominar por la concupiscencia. La capacidad de autodeterminación que posee la voluntad es lo que San Agustín define como libero arbitrio: la posibilidad de querer o no querer un bien. La libertas que el hombre poseía en su estado primigenio fue debilitada por él mismo. El verdadero sentido de la libertad no se reduce a aquél que mira hacia fuera y capacita para decidir, construir o dominar lo que a uno le rodea, sino que es también y sobre todo la disposición de uno mismo para encontrarse con la verdad y orientarse hacia su propio fin. La verdadera libertad, que para san Agustín es una libertad participada (puesto que es Dios mismo el que participa a sus criaturas de su libertad), sólo se alcanza a través de una vida ética, y ésta impulsa al hombre a su fin que es Dios.

Posmodernidad y antropología simbólica - Enpoli

La forma en que san Agustín entiende la condición libre del ser humano desmiente el individualismo actual. El de Hipona concibe al hombre en el marco de su relación con Dios, lo cual significa que la criatura no escoge su ser, sino que le viene dado. Desde este contexto, la condición libre del hombre se vivifica en la aceptación del don, la aceptación de sí mismo y de todo lo recibido. La vida se acerca a la bondad y a la felicidad cuando finalmente somos capaces de decir sí a nuestra realidad y a nuestras circunstancias.

San Agustín se diferencia también de la posmodernidad al reconocer en esa imperfección y finitud humana la posibilidad de alcanzar el bien y la felicidad, mientras que para el pesimismo de las corrientes contemporáneas supone un mal insalvable. Se da aquí una “feliz paradoja”: la condición de mutabilidad e imperfección de las criaturas, no sólo deja abierta la posibilidad de que en ellas no se complete la perfección o esta disminuya, es decir, de que haya mal, sino que esta misma condición manifiesta que las criaturas son un bien que tiende a la perfección.

Se trata del péndulo con el que en numerosas ocasiones se ha descrito la historia del pensamiento universal. La modernidad y la posmodernidad se mueven en esos dos extremos: el de proyectar el cielo en la tierra y al ser humano como un dios, o ante la evidencia de la imposibilidad de dominar la realidad y a nosotros mismos, entender el mundo como un caos sin valor alguno. Dos posturas coincidentes en una misma raíz: el deseo de elegir la realidad de recrear lo real, el deseo de ser dioses de la historia y del mundo. Desengañados de la perfección que se había proyectado en la sociedad ilustrada, la postmodernidad vive lo que Nietzsche había anunciado un siglo anterior, el advenimiento del nihilismo.

En efecto, el nihilismo sustituyó a la metafísica, y resulta pertinente hacerla resurgir para abrir meramente la posibilidad de reconocer la verdad de nuestro ser y el bien que nos es propio realizar. De lo contrario, el no saber uno de dónde procede, cuál es su fin, impide el ejercicio de la libertad, porque el pleno ejercicio de la libertad supone un encuentro real con uno mismo y con el fundamento de mi ser, que es Dios.

Para la forma agustiniana, consiste en volverse hacia el fundamento y origen de la existencia del hombre y del mundo; esa es la marca en la que el filósofo de Hipona habla de libertad. Se tratará de una libertad ontológica y, por tanto, inherente a la persona; ninguna circunstancia puede arrebatársela puesto que consiste en una libertad fundamental. Esta libertad no se conquista mediante la lucha, porque no se tiene libertad, sino que el ser humano es un ser libre, de un modo originario. Se podrá al hombre despojar de su libertad exterior, coartando la misma en algún aspecto de su vida, pero nunca se le podrá quitar la libertad interior.

El concepto fundamental sobre la libertad para San Agustín es el de fin, porque la libertad no es un valor absoluto sino un medio “para” alcanzar el fin propio del hombre que es el Bien Supremo (Dios). El hombre libre es aquel que persigue su fin propio: volver a Dios. El fin del hombre no puede separarse de la verdad de su ser. Si Dios es el fin último al que se ordena la vida, los bienes en la tierra son relativos y mudables, incapaces de satisfacer el alma que anhela la verdadera felicidad. Por tanto, la libertad es una realidad análoga, pues es Dios mismo el que participa a sus criaturas de su libertad. En Dios, la creatura es plena. Para descubrir cuál es el elemento esencial de la libertad, san Agustín parte de Dios, pues Él es libre. Dios participa de su libertad a sus criaturas que buscan el bien, por ello les participa de su libertad.

La enseñanza de Agustín al hombre contemporáneo - Vatican News

Este texto, editado por Comares, puede ayudar a cualquiera que desee profundizar en la influencia de san Agustín en el pensamiento contemporáneo, a clarificar su antropología, abundando en sus temas esenciales: Dios, el hombre, el alma, la felicidad. Un humanismo actual debe integrar la ciencia y la libertad, es decir, una perspectiva abierta a las ciencias positivas (la razón instrumental), y a una interioridad objetiva que haga posible el acceso al valor absoluto de las personas y a Dios. Se necesita un “humanismo integrador”, fundado en la dimensión exterior o corpórea e interior o espiritual de las personas, y que remite a Dios creador como fundamento y fin último del hombre. El humanismo de las Confesiones de Agustín estaría en la actualidad en sintonía con ese “humanismo integrador”.

El autor

Roberto Esteban Duque (Cuenca, 1963) es sacerdote, licenciado en Teología, especialidad matrimonio y familia, por la Universidad Lateranense de Roma y doctor en Teología Moral por la Universidad San Dámaso de Madrid. Ha sido profesor de Etica y Bioética en la Universidad Francisco de Vitoria, de Madrid, y de Teología Moral Especial en el Seminario Mayor San Julián, de Cuenca. Autor de numerosas obras académicas, en la actualidad ejerce su ministerio como párroco en la localidad de Villar de Olalla, en Cuenca, diócesis donde se encuentra incardinado desde 1991.

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