Adelanto editorial: "Serás Recuerdo, serás Olvido", de Mª Ángeles López (Khaf) "En realidad somos lo que decimos que somos. Y tú aún puedes contar tu historia"

'Serás Recuerdo, serás olvido', de Mª Ángeles López Romero (Ediciones Khaf)
'Serás Recuerdo, serás olvido', de Mª Ángeles López Romero (Ediciones Khaf)

¿Cómo pedir a quienes te quieren que conserven tus recuerdos por ti porque tú no podrás hacerlo? ¿Cómo decirles que no quieres morir dos veces: morir de Alzheimer y de olvido? ¿Que somos lo que recordamos y no somos nadie si no somos memoria?

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A ti, pese a que te marchaste así.

Mi madre tiraba de mí y yo me resistía. Me resultaba imposible no detener la vista en cada escaparate de aquella calle tan bulliciosa y entretenida para la niña de 11 años que era yo entonces. Avanzábamos con dificultad entre la gente y a mamá le impacientaba mi remoloneo. Tenía mucha prisa. Como siempre. Y yo en el fondo disfrutaba retrasándola. «Venga, Dina, que sabes que tengo la paciencia por estrenar», decía.

            Entonces pasó.

            Se oyó primero la carraca de una puerta de garaje. Después un fuerte frenazo al tiempo que un grito atronador partía el velo del cielo en dos. Y cayó sobre todos el silencio más espeso que jamás he percibido.

            Todo el mundo quedó quieto, en un «ay» sostenido. Solo mi madre se movió tirando de mí con todas sus fuerzas, rauda como la lengua de un camaleón que quiere atrapar a un insecto. «¡No mires!», me gritó mirándome a los ojos. «No», me suplicó. Pero yo no le hice caso, claro.

'Serás recuerdo, serás olvido'
'Serás recuerdo, serás olvido'

            Giré la cabeza y otros ojos se clavaron en mí en el mismo instante en que, suspendido entre el camión de reparto al que iba agarrado cuando la tragedia lo alcanzó y la puerta asesina de aquel garaje que se incrustó en su espalda y se la partió en dos, dejó escapar su último aliento de vida y, con él, la pregunta maldita que quedó flotando en el aire de aquella calurosa tarde: «¿por qué a mí?».

            Sus ojos escupieron la pregunta y el resumen acelerado de su breve vida, que yo creí ver reflejado en sus pupilas como en una pantalla de cinemascope.

            Creo que fue en aquel preciso instante cuando decidí almacenar en mi memoria todo lo que alcanzase a saber de otras vidas. Aunque solo años más tarde me lanzaría a contarlas y tejer para ellas un memorial de palabras.

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Las palabras siempre se enredaron en mí como las espigas se te quedan enganchadas en el pelo. Trampantojo, vituperio, quintaesencia, cochambre, calibre, mancuerna, ecléctica, acordeón, cataclismo, aliteración. Sonoras construcciones entrando y saliendo de mi cabeza. Subidas a la parra o descendiendo a los infiernos. Cabalgando a lomos de un titular inquieto o sudando sangre por encontrar un signo de puntuación para descansar en el párrafo infinito de una novela de José Saramago. Me recuerdo desde niña saboreando cada nueva adquisición, lanzándola a los adultos envuelta en retadoras preguntas.

            En el patio del recreo inventaba historias que tenían como protagonistas a mis amigas y a mí, a los chicos que nos gustaban y los sueños que por entonces nos llenaban el alma de ilusiones; y las contaba para entretenernos cuando no jugábamos al elástico o a «matar» con la pelota. Pero no se desean profesiones sofisticadas en las casas sencillas. «No hay tiempo ni dinero para tonterías», que diría mi abuela. Las series americanas de televisión y la inauguración del ascensor social, sin embargo, ampliaron el abanico de los deseos. Si se aplicaban, los chicos de los barrios pobres podían ir a la Universidad. Y así fue como me hice periodista. Trabajar con las palabras, vivir de ellas y con ellas, sería un sueño que tiempo atrás ni siquiera me habría atrevido a soñar.

            Luego, igual que antaño los periódicos servían un día para el noble oficio de informar y al siguiente, para que los pescaderos envolvieran con ellos las rodajas de merluza, el periodismo me traería a mí, como en un extraño plato combinado, grandes amigos y la peor noticia de mi vida. Me enteré de la forma más simple y más estúpida: Me encargaron un reportaje. Uno como otro cualquiera. Y empecé a hilvanarlo como me gusta hacerlo: pespunte a pespunte; tirando de distintos hilos que me llevan a lugares, a veces predecibles, a veces inesperados. Y este lo fue. O quizás no tanto… En realidad había albergado durante un tiempo el miedo a heredar la enfermedad de mi abuela Montesión, a la que llamábamos Yaya Tesi. Pero curiosamente lo había olvidado. Por eso accedí, con tal de dar más realismo al reportaje, a probar en mí un test predictivo aún en fase experimental basado en la detección en sangre de un fragmento de la proteína p-tau217. Y la prueba dejó caer a plomo el diagnóstico atroz: en un futuro, con casi toda probabilidad, desarrollaría mal de Alzheimer.

Mª Ángeles López Romero
Mª Ángeles López Romero

            Hasta ese momento no había calculado la verdadera carga letal que pueden ocultar las palabras. Solo nueve letras arrastran una tonelada de miedos, dudas y malos augurios que te sepultan y asfixian adhiriéndose a ti como un sudario.

            Durante tres días me encerré en mi casa, electrocutada por la noticia, sin poder mantener a raya mis nervios, que me hacían moverme sin control de un lado a otro; incapaz de parar, de serenarme y pensar con algo de claridad.

            Cuando me metía en la cama para intentar dormir era aún peor: el corazón golpeaba mis sienes como una maza contra el bombo de una banda de música. Lo hacía sin compasión, con un ritmo desordenado que no casaba con el compás de mi respiración. Cuando por fin parecía rendirme al sueño, una corriente eléctrica sacudía mis piernas o me despertaba aterrorizada por tener la sensación de que, al dormirme, mi cuerpo se olvidaba de respirar y mi pecho se aplastaba y aplastaba contra la columna vertebral volviéndome lisa e insignificante como una hoja de papel. Entonces, aterrada, inspiraba con todas mis fuerzas para seguir llenando de aire mis pulmones y de contenido las páginas de mi vida; para agarrarme a esa vida, a mi vida conocida y amada pese a sus imperfecciones, un minuto más.

            Pero el tiempo no se detiene para ti cuando lo necesitas. Cuando hube, si no digerido, apenas tragado el fatídico diagnóstico, hablé primero con Edu, mi pareja, y reuní a mis tres amigas del alma para contárselo como había hecho siempre con las cosas importantes que me ocurrían. Lo hice con serenidad, soportando con entereza sus caras de desconcierto y conmoción. Bromeando, como siempre he hecho para lidiar con las desgracias, aunque no pude engañar a ninguno de ellos.

—Ya veis,  tendréis que empezar a poneros las pilas.

            —¿Las pilas?

            —Quiere decir que alguien tendrá que coger el relevo de historiadora de este grupo… —saltó Rut siempre perspicaz y honesta— y a mí no me miréis. Yo reseteo el disco cada dos por tres. No me acuerdo ni siquiera de la ropa que me puse ayer, como para recordar lo que pasó hace 25 años…

Serás recuerdo, serás olvido
Serás recuerdo, serás olvido

Los detalles son la clave de cualquier vida humana. No, el currículum ni los datos personales. No, los títulos ni las palabras grandilocuentes con las que a alguna gente le gusta vestir su trayectoria vital: el primero de su clase, un alto cargo de Iberdrola, muy reconocido por los compañeros, pudo haber jugado en el Madrid… No. No somos nada de eso ni pasaremos a la historia por ello. Si algo queda de nosotros será uno de esos detalles aparentemente triviales que se conservan en la memoria familiar o en el álbum de la amistad, y se traspasan de unos a otros como un legado que merece la pena heredar. Nada de fincas, ni escudos o blasones, sino querencias. Entre la gente corriente se hereda ser del Betis o que te den dentera las aceitunas de mesa.

            Bastará un «¿Te acuerdas?», una frase tan simple y tan corta como el abrecartas que desvela la plica de un importante testamento, y se desparramarán los recuerdos. Triviales como el color del vestido que llevaste a tu primera fiesta de Fin de Año, o la tajada que pillaste en aquel viaje a Granada. Dulces como el perdón que concediste por aquel desliz de juventud que te hizo tanto daño. Locos, muy locos, saltando de un coche en marcha, huyendo de la guardia civil en la playa, colándonos, ya bien mayorcitas, en aquel concierto de pirados. Los ojos humedecidos por la emoción de ver por primera vez la carita recién estrenada de Manuela, la hija de Ester, o la risa desatada aquella tarde de disfraces ochenteros y pacharán en una casa rural. Recuerdos y más recuerdos que se deben cuidar, ordenar y disponer para ser repescados en cualquier momento y que puedan dar sentido a todo lo demás.

            ¿Cómo pedir a quienes te quieren que conserven tus recuerdos por ti porque tú no podrás hacerlo? ¿Cómo decirles que no quieres morir dos veces: morir de Alzheimer y de olvido? ¿Que somos lo que recordamos y no somos nadie si no somos memoria?

—La memoria a veces se pierde, a veces se truca, a veces se oculta, a veces se retuerce. En realidad somos lo que decimos que somos —dijo Ester—. Y tú aún puedes contar tu historia.

            —Mira lo que te digo, Dina —continuó Rut—: si hay que llorar un ratito contigo lo vamos a hacer —las lágrimas mojaban ya el rostro dulce, suave y moreno de Noemí, enmarcado en una rizada melena negra—. Pero luego te vas a tener que poner las pilas, como has hecho toda la vida. ¿Vas a acabar el reportaje que empezaste?

            —Voy a acabarlo, por supuesto —contesté con rotundidad.

            —Pues acaba ese puñetero reportaje y busca la manera de contar tu historia. Así no tendrás que esperar que la conservemos por ti.

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