Corpus Christi: El «amor de los amores» No despidáis a nadie

Amar es compartir
Amar es compartir

En este admirable Sacramento se manifiesta el amor “más grande”, aquel que impulsa a “dar la vida por los propios amigos” (cf. Jn 15,13)». El que nos permite dar de comer, acoger, proteger, promover, integrar, enseñar, consolar, corregir, perdonar… Es decir, adorar a Dios en cada ser humano que encontramos, preferentemente en los «heridos por la vida»

La Comisión de Pastoral Social de la Conferencia Episcopal, de la que depende Cáritas, nos invitan en su mensaje del Día de Caridad en esta Solemnidad a «hacer de nuestra vida una entrega creíble en todo momento a los “heridos por la vida”»

La celebración del Corpus Christi presenta ante nuestros ojos la belleza y la salvación de Dios que estamos llamados a descubrir tras las alfombras y adornos florales que preparamos, las custodias que procesionamos y las genuflexiones que hacemos como magníficas muestras de honra, respeto y amor al Señor.

Para ayudarnos a mirar más allá, los obispos de la Comisión de Pastoral Social de la Conferencia Episcopal, de la que depende Cáritas, nos invitan en su mensaje del Día de Caridad en esta Solemnidad a «hacer de nuestra vida una entrega creíble en todo momento a los “heridos por la vida”».

Sobre esta sublime entrega afirma Benedicto XVI en su exhortación Sacrametum caritatis: «Sacramento de la caridad, la Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. En este admirable Sacramento se manifiesta el amor “más grande”, aquel que impulsa a “dar la vida por los propios amigos” (cf. Jn 15,13)». Y dice también más adelante: «En verdad, la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo».

El «amor de los amores» debe fundamentar y fortalecer nuestra vida, abriéndonos los ojos para ir entendiendo su infinitud. En este admirable Sacramento se nos da a conocer el amor más grande, el que impulsa a dar la vida sin reservas, de modo creíble. El que nos otorga el poder de amar sin exclusión, sin descarte. El que nos permite dar de comer, acoger, proteger, promover, integrar, enseñar, consolar, corregir, perdonar… Es decir, adorar a Dios en cada ser humano que encontramos, preferentemente en los «heridos por la vida».

Sin embargo, nos acecha la tentación de despedir a nuestros semejantes, también a los heridos, de buscar egoístamente tiempo para nosotros mismos, de cuidarnos, como decimos ahora frecuentemente, o incluso de adorar a Dios sin amar a los hermanos. Y hasta puede asaltarnos el pensamiento de que el Señor nos lo recomienda, lo cual es tanto como incitarle a que sea Él mismo quien despedida a la gente, como hacen sus discípulos en este texto de Lucas. Más aún, puede acecharnos la sombra de querer que Dios se fije solamente en nosotros y en los nuestros, y nunca en nuestros prójimos.

Nos vemos necesitados de descanso, en ocasiones ciertamente merecido. Pero el Maestro nos señala nuestra vocación de pan partido y repartido para la vida del mundo, cuando hay tanto «herido» que precisa nuestra entrega, nuestra escucha, nuestro acompañamiento... Tantos que Él mismo nos dice: «dadles vosotros de comer». Lo que ciertamente es mucho más que decir «no les despidáis» y expresa una gran confianza de Jesús en sus discípulos; también en nosotros, discípulos misioneros en estos tiempos.

Mirar hacia el prójimo

En las excusas no somos muy originales con respecto a los apóstoles. Ofrecemos las mismas resistencias que los primeros seguidores de Jesús, que probaban su paciencia: «Ellos replicaron: “No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío”. Porque eran unos cinco mil hombres» (Lc 9,13). Nos parece que la misión encomendada es muy difícil, que requiere mucho esfuerzo y un alto coste y que no nos deja tiempo para nosotros… Hablando en plata, queremos convencer al Señor de que es imposible lo que pide, cuando sabemos, porque Él nos lo ha prometido, que nada hay imposible para quien está a su lado y se fía de su palabra.

Jesús no pierde el tiempo rebatiendo nimiedades e indica a los discípulos que inviten a la gente a prepararse con generosidad para aquello que les parecía tan complicado, casi imposible. Que se sienten en grupos, sin individualismos. Que esperen unidos el alimento y la sanación que necesitan y que confíen en el amor providente de Dios que no abandona a su Pueblo. Justo en ese momento, cuando los discípulos se han dispuesto a entregarse como Él, el Señor hace el milagro de bendecir, partir y repartir. Milagro de bendición, entrega y solidaridad que estamos llamados a derramar en este mundo como Cristo lo hace en el sacramento del amor.

El infinito amor que Dios nos tiene a cada uno, a todo su Pueblo, el amor que Él siembra y madura en nuestros corazones, nos impulsa a partirnos y repartirnos, junto con Jesús, para que nuestros hermanos, especialmente los más débiles y necesitados, los «heridos», se alimenten, se curen y tengan vida, dándoles nosotros de comer sin despedir nunca a nadie. Esta es la belleza y la alegría que brilla hoy en nuestras calles alfombradas, que adoramos en custodias enjoyadas y que celebramos en el banquete eucarístico del amor fraterno, el amor de Cristo que engendra vida abundante.

Corpus Christi, amor infinito

Volver arriba