Funerales Víctimas Covid-19 ¡El infinito amor que nos redime!

¡El infinito amor que nos redime!
¡El infinito amor que nos redime!

Ante la separación de los que han partido ahora a la casa del Padre, nos consuela, como a los cristianos de todos los tiempos, que nuestro amor les llegue, sintiéndonos unidos con vínculos de cariño más lejos del confín de la muerte

Si el Crucificado se ha convertido en esperanza, podemos tener la certeza de que habrá justicia para las víctimas, porque se reparará el sufrimiento. Por eso, la fe es bálsamo en medio de las convulsiones de este mundo que pasa

Aún peregrinos vulnerables, nos urge el amor de Cristo hacia los hermanos y compañeros de camino

Hermanos y hermanas, que esta celebración eucarística nos ayude a recuperar fuerzas recordando a nuestros difuntos como estrellas que nos guiaron para lograr una vida digna

Mi saludo afectuoso y cordial a quienes habéis sufrido la pérdida de vuestros seres queridos a causa del Covid-19 o por otros motivos en estos meses en los que hemos estado privados de honrar a nuestros difuntos como se merecen. Evocamos hoy algunos nombres.

Ante la separación de los que han partido ahora a la casa del Padre, nos consuela, como a los cristianos de todos los tiempos, que nuestro amor les llegue, sintiéndonos unidos con vínculos de cariño más lejos del confín de la muerte. El amor que acompaña la pena restaña la herida.

Mi saludo igualmente cercano a las personas que hayan experimentado desaliento y falta de alegría, paz, ilusión y ganas de vivir. La Iglesia siente y camina a vuestro paso, os acompaña en nombre de Cristo vivo.

Al hacer hoy memoria de los fallecidos en este tiempo y orar por su eterno descanso, la fe en Jesucristo nos permite recobrar fuerzas, porque la bondad y la misericordia del Señor no se agotan, sino que se renuevan cada mañana, como dice el Libro de las Lamentaciones. El Señor es bueno para quien espera en él, para quien lo busca (Lam 3, 22-23.25).

Necesitamos enjugar las lágrimas en circunstancias más tristes de las que, ya de por sí, envuelven el valle de la muerte con su bruma grisácea. Inclusive, el camino de la última soledad en esta tierra ha sorprendido a muchos lejos de los más cercanos. Debe consolarnos que el Señor Jesús permanece junto a cada persona hasta su último suspiro. El Crucificado ha recorrido esa vereda, ha conocido el reino de la muerte y la ha sometido, dándonos la certeza de que, con Él se encuentra siempre un paso abierto en el desfiladero final de la vida humana.

Conocer que el Señor nos acompaña incluso en la muerte y que con su vara y su cayado nos sosiega (cf. Sal 23, 4), constituye una nueva esperanza que brota para quienes creen en el Hijo y acuden a Él, sabiendo que no les rechazará nunca, como afirma el Evangelio de Juan, porque los ama infinitamente y los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 37-40).

En efecto, el hombre es redimido por el amor que da un nuevo sentido a su existencia (cf. Spe salvi, 26). Amados incondicionalmente por Dios, sabemos que nada podrá apartarnos de Él. Suceda lo que suceda, este amor nos rescata en cada ocasión; desde luego, en esta pandemia inédita, desconcertante y todavía de consecuencias imprevisibles.

En medio de temores e incertidumbres, el encuentro con Jesucristo nos hace vencer los miedos y estar seguros de Dios, que no se ha desentendido de nuestro dolor, porque se ha encarnado y ha probado las amarguras de la existencia humana. La verdadera y gran esperanza del hombre, que supera toda desesperación, es el Dios que nos ha amado dando su vida por nosotros y nos sigue amando hasta el extremo (cf. Spe salvi, 27). El amor de Dios, que experimentamos acogidos por el Hijo, nos abre las puertas de la resurrección que franqueó primero el Crucificado.

En Cristo, el inocente que sufre, contemplamos los rostros de todas las víctimas de esta pandemia y de otras desgracias, vivos y muertos. Si el Crucificado se ha convertido en esperanza, podemos tener la certeza de que habrá justicia para las víctimas, porque se reparará el sufrimiento. Por eso, la fe es bálsamo en medio de las convulsiones de este mundo que pasa.

Aún peregrinos vulnerables, nos urge el amor de Cristo hacia los hermanos y compañeros de camino. Un amor que es ojos, corazón y manos de Dios en acogida, servicio, disponibilidad, cuidados, respeto, agradecimiento y aplauso, sin cansancios, al personal sanitario, a los trabajadores de servicios esenciales, a los cuerpos de seguridad, a los servidores públicos, a los capellanes de hospitales, a los sacerdotes, a los voluntarios de la Pastoral de la Salud, a todas las Cáritas e instituciones solidarias, a las oraciones y al compromiso de la vida consagrada, a quienes no temieron un contagio y dieron su vida o corrieron el riesgo de perderla cerca de los enfermos y fallecidos.

Hermanos y hermanas, que esta celebración eucarística nos ayude a recuperar fuerzas recordando a nuestros difuntos como estrellas que nos guiaron para lograr una vida digna. María, Madre de la Esperanza —como acaba de indicar el Papa que recemos en las letanías—, es nuestra estrella luminosa, nuestra Virgen del Carmen en la tempestad del «coronavirus». Con corazón materno, nos muestra cómo llevar en las entrañas la esperanza del mundo por los mares, montes y valles de la historia (cf. Spe salvi, 50). Ella nos acompaña durante cada Sábado Santo dándonos la serena certeza que conduce a la mañana de Pascua. La Madre de la Esperanza nos transmite la conmovedora alegría de la resurrección, que nos une como nueva familia humana, la del reino de Dios que ya está aquí y continúa avanzando.

Nuestra Señora de los Remedios, de Chamorro, del Carmen, del Mar —simplemente Madre—, enséñanos a creer, esperar y amar como tú y contigo en este tiempo en el que la intensidad de la oscuridad hace brillar más, si cabe, la luz que irradia el infinito amor que nos redime: Jesucristo nuestro Señor. Amén.

In memorian
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