"Que los heridos de la vida encuentren un puerto seguro en vuestra mirada,  un aliento en vuestro abrazo" El Papa, al clero de Marsella: "Ser hombres y mujeres de compasión"

El Papa y cardenal Aveline
El Papa y cardenal Aveline

"He llegado a Marsella siguiendo a grandes personas: santa Teresa del Niño Jesús, san Carlos de  Foucauld, san Juan Pablo II y tantos otros"

"Desde hace siglos los marselleses —especialmente los que navegan  sobre las olas del Mediterráneo— suben aquí a rezar"

"Ser hombres y mujeres de compasión. Abramos  las puertas de las iglesias y las casas parroquiales, pero sobre todo las del corazón"

"Que los heridos de la vida encuentren un puerto seguro en vuestra mirada,  un aliento en vuestro abrazo, una caricia en vuestras manos, capaces de enjugar lágrimas"

"Queridos amigos, llevemos a los hermanos la mirada de Dios, llevemos a Dios la sed de los  hermanos, difundamos la alegría del Evangelio". Así terminó el Papa Francisco su primera alocución al clero diocesano en la célebre basílica de Nuestra Señora de la Guardia, en una de las colinas más famosas de Marsella. Peregrino en la ciudad-encrucijada francesa, tras las huellas de "santa Teresa del Niño Jesús, san Carlos de  Foucauld, san Juan Pablo II y tantos otros", instó a sus clérigos a desclericalizarse, a ser "hombres y mujeres de compasión"

El Papa quiere que ordenados y consagradas abran "las puertas de las iglesias y las casas parroquiales, pero sobre todo las del corazón", para que "los heridos de la vida encuentren un puerto seguro en vuestra mirada,  un aliento en vuestro abrazo, una caricia en vuestras manos, capaces de enjugar lágrimas".

O dicho con otra imagen: "Hacer sentir a la  gente la mirada de Jesús y, al mismo tiempo, llevar a Jesús la mirada de los hermanos. En el primer caso  somos instrumentos de misericordia, en el segundo instrumentos de intercesión".

A la entrada de la basílica, el Papa es recibido por el cardenal arzobispo de Marsella y el rector, que le entrega la cruz y el agua bendita. A continuación, recorren la nave hasta el altar, mientras el coro entona un canto. El Papa se detiene en oración silenciosa ante la Santísima Virgen María de la Guardia y enciende una vela, se sienta y escucha el saludo de bienvenida del cardenal Aveline, que, al final de su discurso, le entrega un corazón con las oraciones de los marselleses por el Papa.

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Saludo del cardenal Aveline

Bienvenido a Marsella, Santo Padre,
¡Bienvenido a esta ciudad que esperaba recibirte!
El martes pasado, antes de partir, fuiste a encomendar este viaje, como cada vez, a Nuestra Señora, rezando ante el icono de Maria Salus populi romani. Y desde su llegada, Ella ha querido hacer como hacemos aquí, cada vez que surge algo feliz o desgraciado en nuestras vidas: marselleses de todas las confesiones y religiones, subamos a esta colina para encomendarnos a la Virgen María, la Vierge de la Garde, a la que aquí llamamos la Bonne Mère.

Pero no sólo los marselleses suben a la Bonne Mère. Aquí venía a rezar San Carlos de Foucauld cada vez que pasaba por Marsella, antes o después de sus numerosas travesías por el Mediterráneo. Aquí, la pequeña Teresa de Lisieux, en su peregrinación a Roma, vino a confiar a la Virgen el proyecto de pedir al Papa que le permitiera entrar en el Carmelo a pesar de su corta edad. Aquí, la joven Maryam, originaria de Palestina y que trabajaba en Marsella al servicio de una familia libanesa, acudía con regularidad a pedirle a María que la iluminara en el camino de su vocación.

Aquí, el joven sacerdote polaco Karol Wojtyla, mientras estudiaba en Roma, venía a celebrar la Eucaristía poco antes de ir al presbiterio donde vivía Jacques Loew, el dominico que fue el primer sacerdote obrero de Francia, empleado como estibador en el puerto de Marsella.

(El Papa le interrumpe para decir con su típico sentido del humor: 'Aquí vienen los pecheurs -pecadores y pescadores en francés'-)

Sea usted también bienvenido, Santo Padre. Los sacerdotes de la diócesis, los diáconos permanentes y sus consortes, los seminaristas y todos los superiores locales de las comunidades religiosas presentes en Marsella, se alegran de poder rezar un poco con usted. Saludo a los rectores de los santuarios marianos del Mediterráneo aquí presentes y que han querido unirse a nosotros. Saben, sobre todo los sacerdotes, porque es su vocación más profunda, que debemos aprender siempre de María a mirar a Dios con los ojos del pueblo, llevando ante Él las oraciones y súplicas de todos, y también a mirar al pueblo con los ojos de Dios, ojos llenos de bondad, de aliento y de misericordia.

Con usted, Santo Padre, con todos los peregrinos que desde hace más de ochocientos años suben a esta colina para pedir y dar gracias, como atestiguan los numerosos exvotos y las maquetas de embarcaciones esparcidas por el santuario, encomendamos a la Virgen María a todos los habitantes de las costas mediterráneas y a todos aquellos, marineros o emigrantes, que afrontan los peligros del mar.

Querido Papa Francisco: ¡Todos lo hemos constatado! Hemos visto que cada vez que recibe a grupos o personas, cada vez que termina una audiencia, dice: "y no se olviden de rezar por mí". Así que el rector de este santuario ha tenido la idea de pedir a los marselleses que recen por usted. Y poner un rastro escrito de algunas de sus oraciones en un corazón, similar a los que adornan las paredes de esta basílica. Este es el corazón que el Rector les ofrecerá a continuación. Es un regalo de los marselleses para vosotros, como símbolo de su afecto y gratitud.

Como sabéis, la diócesis de Marsella fue la primera del mundo en ser consagrada al Sagrado Corazón, durante la epidemia de peste, el 1 de noviembre de 1720. Hoy, el corazón que os ofrecemos es pequeño, pero, como decía Santa Teresa de Lisieux, vuestra santa predilecta, "nada es pequeño para un gran amor". Gracias, Santo Padre, por venir a rezar con nosotros esta tarde. 

Tras el canto del salmo 44 y la lectura de Sofonías, 3, el Papa inicia su saludo.

Oración mariana con el clero diocesano 

Basílica “Notre Dame de la Garde” 

Saludo del Santo Padre 

Queridos hermanos y hermanas: Bon après-midi! [¡Buenas tardes!] 

Me alegra comenzar mi visita compartiendo con ustedes este momento de oración. Agradezco al  cardenal Jean-Marc Aveline las palabras de bienvenida y saludo a S.E. Mons. Eric de Moulins-Beaufort, a  los hermanos obispos, a los padres rectores y a todos ustedes, sacerdotes, diáconos y seminaristas,  consagradas y consagrados que trabajan en esta arquidiócesis con generosidad y compromiso para construir  una civilización del encuentro con Dios y con el prójimo. ¡Gracias por su presencia y su servicio, y gracias  por sus oraciones! 

He llegado a Marsella siguiendo a grandes personas: santa Teresa del Niño Jesús, san Carlos de  Foucauld, san Juan Pablo II y tantos otros, que han venido aquí como peregrinos para encomendarse a  Notre Dame de la Garde [Nuestra Señora de la Guarda]. Pongamos bajo su manto los frutos de los  Encuentros del Mediterráneo, junto con los anhelos y las esperanzas de vuestros corazones. 

En la lectura bíblica, el profeta Sofonías nos ha exhortado a la alegría y a la confianza, recordando  que el Señor nuestro Dios no está lejos; está aquí, cerca de nosotros, para salvarnos (cf. 3,17). Es un mensaje  que nos remite, en cierto sentido, a la historia de esta basílica y a lo que representa. Ésta, en efecto, no fue  fundada para recordar un milagro o una aparición particular, sino sencillamente porque, desde el siglo XIII,  el santo Pueblo de Dios buscó y encontró aquí, en la colina de La Guarda, la presencia del Señor a través  de los ojos de su Santa Madre. Por eso, desde hace siglos los marselleses —especialmente los que navegan  sobre las olas del Mediterráneo— suben aquí a rezar. El santo pueblo de Dios que, como dice el Concilio, nunca se equivoca 'in credendo'.  

Todavía hoy, para todos, la Bonne Mère [Buena Madre] es protagonista de un tierno “cruce de  miradas”. Por una parte, la de Jesús, a la cual ella siempre nos señala y cuyo amor se refleja en sus ojos.  Por otra, las de tantos hombres y mujeres de toda edad y condición, que ella recoge y lleva a Dios, como  hemos recordado al inicio de esta oración, depositando a sus pies un cirio encendido.

Así pues, en la  encrucijada de pueblos que es Marsella, es precisamente sobre este cruce de miradas que quisiera  reflexionar con ustedes, porque en él me parece que se expresa bien la dimensión mariana de nuestro  ministerio. En efecto, también nosotros, sacerdotes y consagrados, estamos llamados a hacer sentir a la  gente la mirada de Jesús y, al mismo tiempo, llevar a Jesús la mirada de los hermanos. Un intercambio de miradas. En el primer caso  somos instrumentos de misericordia, en el segundo instrumentos de intercesión. 

La primera mirada es la de Jesús que acaricia al hombre. Es una mirada que va de arriba hacia  abajo, pero no para juzgar, sino para levantar al que está en el suelo. Es una mirada llena de ternura, que se  transparenta en los ojos de María. Y nosotros, llamados a transmitir esta mirada, tenemos que abajarnos,  sentir compasión, hacer nuestra «la paciente y alentadora benevolencia del Buen Pastor, que no reprocha a  la oveja perdida, sino que la carga sobre sus hombros y hace fiesta por su retorno al redil (cf. Lc 15,4-7)»  (CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 41). Dios es cercanía, compasión y ternura. 

Hermanos,  hermanas, aprendamos de esta mirada, no dejemos que pase un día sin hacer memoria del momento en que la hemos recibido sobre nosotros, y hagámosla nuestra, para ser hombres y mujeres de compasión. Abramos las puertas de las iglesias y las casas parroquiales, pero sobre todo las del corazón, para mostrar el rostro de Nuestro Señor a través de nuestra mansedumbre, amabilidad y hospitalidad. Que cualquiera que se les  acerque no encuentre distancias y juicios, sino el testimonio de una humilde alegría, más fructífera que cualquier capacidad ostentosa. Que los heridos de la vida encuentren un puerto seguro en vuestra mirada, un aliento en vuestro abrazo, una caricia en vuestras manos, capaces de enjugar lágrimas.

Aun en las  numerosas ocupaciones de cada día, no dejen, por favor, que decaiga el calor de la mirada paterna y materna  de Dios. En el sacramento de la penitencia, perdonad siempre. Sed generosos, como Dios lo es con nosotros. Con el perdón se abren muchos caminos en la vida. Es hermoso hacerlo concediendo su perdón a los hombres con generosidad, siempre, siempre, para  romper las cadenas del pecado, por medio de la gracia, y liberarlos de bloqueos, remordimientos, rencores  y miedos contra los cuales no pueden vencer solos. Es hermoso redescubrir con admiración, a cualquier  edad, la alegría de iluminar las vidas en los momentos alegres y tristes con los sacramentos, y de transmitir en el nombre de Dios esperanzas inesperadas: su cercanía que consuela, su compasión que cura, su ternura  que conmueve.

Estén cerca de todos, especialmente de los más frágiles y menos afortunados, y que no les  falte nunca a los que sufren vuestra cercanía atenta y discreta. Así crecerán en ellos, pero también en  ustedes, la fe que anima el presente, la esperanza que abre al futuro y la caridad que dura para siempre. Este  es el primer movimiento: llevar a los hermanos la mirada de Jesús. Levantar a la gente y llevarla a Dios.

Marsella

Y después está la segunda mirada, la de los hombres y las mujeres que se dirigen a Jesús. Como  María, que en Caná recogió y llevó ante el Señor las preocupaciones de dos jóvenes esposos (cf. Jn 2,3),  también ustedes están llamados a hacerse, para los demás, voz que intercede (cf. Rm 8,34). Entonces la  recitación del Breviario, la meditación cotidiana de la Palabra, el rosario y cualquier otra oración —les  recomiendo especialmente la de adoración— estarán repletos de los rostros de quienes la Providencia pone  en vuestro camino. Hemos perdido el sentido de la adoración y hay que recuperarlo. Llevarán con ustedes los ojos, las voces, las preguntas de todos ellos a la Mesa  eucarística, frente al Sagrario o en el silencio de vuestra habitación, donde el Padre ve (cf. Mt 6,6). Ustedes  serán su eco fiel, como intercesores, como “ángeles en la tierra”, mensajeros que llevan todo «delante de la  gloria del Señor» (Tb 12,12). 

Y quisiera resumir esta breve meditación llamando vuestra atención sobre tres imágenes de María  que se veneran en esta basílica. La primera es la gran estatua que se eleva sobre su cima, que la representa  mientras sostiene al Niño Jesús que bendice; por eso, como María llevemos la bendición y la paz de Jesús  a todas partes, a cada familia y a cada corazón. Sembrad paz. Es la mirada de la misericordia.

La segunda imagen se  encuentra debajo de nosotros, en la cripta. Es la Vierge au bouquet [Virgen del ramo], regalo de un laico  generoso. También ella lleva sobre un brazo al Niño Jesús, y nos lo muestra, pero en la otra mano, en lugar  del cetro, sostiene un ramo de flores. Nos hace pensar cómo María, modelo de la Iglesia, mientras nos  presenta a su Hijo, nos presenta también a nosotros ante Él, como un ramo de flores en el que cada persona  es única, hermosa y valiosa a los ojos del Padre. Es la mirada de intercesión. Es muy importante.

Papa, en Marsella

Por último, la tercera imagen  es la que vemos aquí en el centro, sobre el altar, que impacta por el resplandor que irradia. También  nosotros, queridos hermanos y hermanas, somos Evangelio vivo en la medida en que lo damos, saliendo de  nosotros mismos, reflejando su luz y su belleza con una vida humilde, alegre y rica de celo apostólico. Que  en esto nos inspiren los numerosos misioneros que partieron desde esta atalaya para anunciar la buena  noticia de Jesucristo al mundo entero.  

Queridos amigos, llevemos a los hermanos la mirada de Dios, llevemos a Dios la sed de los  hermanos, difundamos la alegría del Evangelio. Esta es nuestra vida y es increíblemente hermosa, a pesar  de las fatigas y las caídas y pecados. Recemos juntos a la Virgen, que nos acompañe y nos proteja. Los bendigo de  corazón. Y ustedes, por favor, recen por mí. Merci! [¡Gracias!]. 

La catedral de Notre-Dame de-la-Garde

Nuestra Señora de la Guardia, conocida como la Bonne Mère (Buena Madre), porque es un símbolo de esperanza y protección para marineros, pescadores marselleses, es uno de los edificios más emblemáticos de Marsella. Situado al sur del Puerto Viejo, sobre un pico de piedra caliza de 162 m de altura, fue construido a instancias del obispo de la ciudad, Monseñor Eugène de Mazenod, según un diseño del arquitecto Henri-Jacques Espérandieu, en el punto más alto de Marsella, donde había una antigua capilla dedicada a la Virgen.

Las obras comenzaron el 11 de septiembre de 1853 y finalizaron el 4 de junio de 1864 con su consagración. El acceso a la basílica, desde la que se disfruta de una magnífica vista sobre la ciudad y el Mediterráneo, se realiza a través de una escalera de 35 metros de largo que conduce a un puente levadizo. El complejo, formado por una iglesia de estilo neobizantino en el nivel superior y una austera cripta de estilo románico en el nivel inferior, cuenta con un suntuoso campanario de 41 m de altura en la parte superior de la torre, desde el que se puede admirar la imponente estatua de la Virgen con el Niño, de 11,20 m de altura y 9.796 kg de peso, realizada en cobre dorado.

Virgen con el Niño de Marsella

La estatua, instalada en 1870, es obra del escultor parisino Eugène-Louis Lequesne. Sobre el crucero, que corta la nave en ángulo recto, dando a la basílica la forma de una cruz latina, se eleva una cúpula de 9 metros de diámetro que domina el coro. El suntuoso interior de la iglesia, destino de peregrinación cada 15 de agosto, en la fiesta de la Asunción, está decorado con más de 1.200 metros cuadrados de mosaicos de estilo bizantino, hermosos mármoles policromados -mármol blanco de Carrara y mármol rojo de Brignoles-, y unos 380 metros cuadrados de mosaicos romanos con diseños geométricos en los suelos.

Las paredes interiores también están cubiertas de numerosos exvotos hechos a la Virgen, especialmente por marineros -modelos de barcos, cuadros y placas-, que componen una colección de unas 2.500 piezas. En el exterior, en la explanada que conduce a la basílica, hay una estatua de Santa Verónica enjugando el rostro de Cristo, en recuerdo de los misioneros que partieron de la catedral en los siglos XIX y XX para proclamar el Evangelio al mundo y rezaron para que su viaje fuera protegido por Nuestra Señora de la Guardia. Por último, justo al lado de la iglesia, desde 2013 se puede visitar un museo que recorre los 800 años de historia del edificio eclesiástico.

Nuestra Señora de la Guardia

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