Francisco clausura la sesión conclusiva de los ‘Encuentros del Mediterráneo’ Papa: "¿Quién mira con compasión a la otra orilla, para escuchar los gritos de dolor de África y del Medio Oriente?"

Papa, en Marsella
Papa, en Marsella

"Marsella demuestra que la convivencia es posible y fuente de alegría...Marsella es la sonrisa del Mediterráneo"

Mediterráneo de la cultura civil a la tumba de la dignidad...Que vuelva a ser laboratorio de paz

El Papa propone una Conferencia eclesial del Mediterráneo

"Sean un mar de bien, para hacer frente a la pobreza de hoy con una sinergia solidaria; sean un  puerto acogedor, para abrazar a los que buscan un futuro mejor; sean un faro de paz, para quebrantar,  mediante la cultura del encuentro, los oscuros abismos de la violencia y de la guerra"

Es el acto político-religioso más importante de la visita papal a Marsella, para clausurar los ‘Encuentros del Mediterráneo’ y entrevistarse con el presidente de la República. Y el Papa Francisco lo aprovechó a conciencia. Con un discurso potente, bien trabado y profético, en el que denuncia y anuncia, como hacen los buenos profetas. Y con tres figuras (mar, puerto y faro) y ante la mirada atenta de Macron, Francisco

El Papa es recibido a la entrada del Auditorio por el presidente de la República, Emmanuel Macron, su esposa, el cardenal Aveline y el alcalde de Marsella. Dos niños le ofrecen un obsequio.

A la entrada de la sala de la reunión, el Papa es recibido por una intensa ovación de los presentes. Y gritos en español: ‘Ésta es la juventud del Papa’.

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 Asisten a la sesión conclusiva de los ‘Encuentros del Mediterráneo’ los obispos de Francia y de otras diócesis mediterráneas, jóvenes, algunas autoridades políticas y asociaciones. En total, unas 900 personas.

 Saludo de bienvenida del cardenal arzobispo de Marsella

 Marsella: una puerta a la esperanza

Santísimo Padre

Señor Presidente de la República,

Señorías,

Señoras y Señores, queridos amigos,

Es un gran placer acogeros esta mañana en el hermoso anfiteatro del Palacio del Faro para esta sesión de clausura de los Rencontres Méditerranéennes de Marsella. Gracias, señor Presidente de la República, por honrar con su presencia a esta ciudad que usted ama, en este día en que, al recibir al Santo Padre, pero también a los representantes de toda Francia y de todos los países mediterráneos, se encuentra en su vocación más profunda, la de ser puente que une el Norte y el Sur, Europa y el Mediterráneo, puerta de Oriente y puerta de Occidente, o como usted dijo, Santo Padre, durante el Ángelus del domingo pasado, "puerta de la esperanza". Quisiera agradecer especialmente al Alcalde de Marsella su acogida en este prestigioso lugar y el papel tan importante que ha desempeñado la ciudad de Marsella en la organización de esta visita papal.

A su alrededor, Santo Padre, se encuentran los obispos que han venido a participar en estos encuentros procedentes de las cinco orillas del Mediterráneo: África del Norte, Oriente Medio, Mar Negro, Balcanes y Europa Latina. Los debates, desde el miércoles por la tarde, nos han permitido conocernos mejor, tras los encuentros de Bari y Florencia, y afrontar juntos los grandes desafíos de nuestra misión pastoral al servicio de los pueblos del Mediterráneo. Estamos todos muy contentos de que hayáis podido uniros a nosotros para rezar y reflexionar, para animarnos y mostrarnos el camino a seguir. ¡El Mediterráneo se enfrenta a tantos desafíos!

En la asamblea también hay jóvenes, estudiantes y jóvenes profesionales de los mismos países, pero de todas las confesiones y religiones, que han sido invitados a venir a trabajar durante una semana en Marsella, para ayudar a los obispos a afinar su análisis de la situación y examinar las iniciativas concretas que hay que tomar. En dos días, la colaboración entre los jóvenes y los obispos ha sido ya muy fructífera y también ellos, Santo Padre, están muy conmovidos por su preocupación por los pueblos que representan, en la diversidad de sus culturas y religiones. Y esta mañana estamos llenos de compasión por los países que afrontan tragedias muy difíciles, ya sea a causa de guerras o de catástrofes naturales: Marruecos, Túnez, Libia, Irak, Siria, Turquía, Ucrania, Armenia, por citar sólo algunos.

A nuestra asamblea asisten no sólo el Presidente de la República Francesa y algunos de sus ministros, sino también políticos locales y nacionales, a los que saludo con gratitud, en particular los presidentes de región, de departamento y de metrópoli, que han contribuido de manera significativa a la preparación de este gran acontecimiento. Muchas gracias. También quisiera destacar la presencia en nuestra asamblea de miembros del cuerpo diplomático, numerosos en Marsella, y de actores de la sociedad civil comprometidos al servicio de las poblaciones del Mediterráneo, en particular en los temas de la malnutrición, la educación, el acceso al agua y muchos otros ámbitos de acción concreta. Quisiera dar las gracias especialmente a los patrocinadores que nos han ayudado a crear no sólo una "Marseille en grand", señor Presidente, sino, para estos días excepcionales, una "Marseille en très grand", a escala mundial.

Desde el lunes, un gran festival cultural, asociativo, espiritual, ecuménico e interreligioso ha reunido a un gran número de personas para participar en conciertos, conferencias, representaciones teatrales dentro de un Village instalado en la plaza de la Catedral. Anoche, el festival estuvo marcado por la organización de un gran banquete solidario que acogió a cerca de 600 personas en situación precaria, en una comida ofrecida por varios restaurantes de la ciudad y servida por voluntarios de numerosas asociaciones.

Por último, la gran mayoría de los obispos franceses estuvieron presentes en la asamblea. Sabemos, Santísimo Padre, que este viaje a Marsella, centrado en el Mediterráneo, no es para usted un viaje oficial a Francia. Pero, como le dije hace poco, Francia, a través de sus obispos y de un buen número de peregrinos, se alegra de venir a rezar con usted, a escucharle y a aprender a mirar con usted al Mediterráneo, tomando conciencia de las tragedias que allí ocurren y reflexionando sobre la responsabilidad de nuestro país hacia esta parte del mundo que forma parte de su historia y de su geografía.

Santo Padre, querido Papa Francisco, ahora veremos con usted un breve vídeo que relata algunos de los momentos más destacados de esta semana, después escucharemos a un obispo y a un joven compartir con usted las conclusiones de nuestros trabajos y, sobre todo, le escucharemos a usted. Una vez más, en nombre de todos, ¡muchas gracias por estar aquí con nosotros!

A continuación, se proyecta una película sobre los momentos más importante de este encuentro del Mediterráneo.

Intervienen después, un obispo albanés emigrante en Italia y una joven italiana.

Obispo albanés
Obispo albanés

 S.E. Mons. Arjan Dodaj, Obispo de Tiranë-Durrës

Santidad, desde el abismo más profundo del Mediterráneo, en tiempos de la dictadura comunista, cuando era un muchacho, Arjan Dodaj, obispo de Tiranë-Durrës, experimenté en mi propia piel la llegada de la esperanza. Nací en 1977 en Albania. Diez años antes de mi nacimiento, mi país se había declarado constitucionalmente ateo y las Iglesias habían sido destruidas, sí, Dios había sido borrado en todos sus signos visibles. Por esta razón, crecí sin ninguna referencia religiosa. Sólo vi a mi abuela rezar el rosario delante de un granero, donde descubrí por primera vez que había una iglesia. Mi abuelo también rezaba siempre en secreto. Mi infancia se caracterizó por mucha pobreza, miseria e ideología.

Junto a ello, para nuestras familias existía el miedo a ser detenidos y llevados a campos de concentración o a cárceles del régimen. Mi tío, hermano de mi madre, fue detenido. Toda Albania era como un campo de concentración al aire libre. Tras la caída del comunismo, yo, que entonces tenía 16 años, como muchos hoy, crucé el mar y emigré a Italia, donde viví durante años.  En mi experiencia de "emigrante", Dios me conquistó con su generosidad, a través de encuentros providenciales, y me hizo redescubrir la fe mediante el Bautismo. Y a través de un camino de fe vivido con los chicos de la Inmaculada, descubrí mi vocación al sacerdocio. Agradezco al Señor y a la Virgen su presencia y apoyo en todas las circunstancias de mi vida, que siempre, e incluso ahora como obispo, siguen otorgando, ¡María es siempre Stella Maris!

También hoy en el Mediterráneo hay tantas personas que viven en situaciones difíciles. Hay también tantas distancias: las que afrontan nuestros hermanos y hermanas emigrantes, las que marcan social y económicamente la vida de nuestros pueblos. Los emigrantes llevan consigo no sólo tantas pruebas, sufrimientos y violencias que han padecido, sino sobre todo la gran esperanza que llevan en el corazón, ¡la que les da el valor para afrontar tantos sacrificios y barreras! También hay distancias positivas relacionadas con la riqueza de la diversidad cultural y espiritual de nuestros pueblos. Durante estos días en Marsella, como Iglesias.

Obispo albanés
Obispo albanés

y creyentes del Mediterráneo, lo hemos experimentado. Aquí, hemos experimentado que la diversidad, como riqueza, produce riqueza, acorta las distancias negativas y alimenta la fraternidad. De estos días, conservo la certeza de que una mirada positiva, alegre y esperanzada sobre la realidad nos convierte en testigos creíbles del estilo de Dios: cercanía fraterna, compasión humana y ternura profética.

La experiencia de los encuentros mediterráneos es profética, porque permitir un encuentro entre obispos y jóvenes suscita esperanza: "los ancianos tendrán sueños y los jóvenes visiones" (Joel 3, 1b). La frescura de las intuiciones de los jóvenes permitió a los obispos expresar sus sueños, y las palabras de los obispos concretaron las visiones de los jóvenes. En este sentido, pensamos que sería oportuno continuar los encuentros mediterráneos, abriéndonos cada vez más a la alteridad y a la diversidad, persiguiendo esa perspectiva sinodal que Usted, Santo Padre, nos ha indicado como el estilo eclesial de nuestro tiempo.

Mariaserena
Mariaserena

 Mariaserena

Me llamo Mariaserena, soy italiana. Desde hace dos años vivo en Grecia, con la Comunidad Papa Juan XXIII, primero en Lesbos y ahora en Atenas.

En Atenas, vivo en una casa de familia: una familia que ha decidido acoger bajo su techo y compartir su vida con los más necesitados. En concreto, ahora vivimos con inmigrantes. No somos profesionales (no somos médicos, psicólogos ni nada por el estilo), así que lo que podemos hacer es simplemente ofrecer al otro lo que somos, con todas nuestras limitaciones. Pero quizá esa sea la clave: tratarnos realmente como hermanos.

Y al estar con los que son pobres, nos damos cuenta de que nosotros también lo somos. Todos tenemos pobreza y todos necesitamos a los demás. Necesitamos compartir lo que somos, sin grandes discursos ni tener necesariamente cualificaciones o habilidades especiales, simplemente acogiéndonos los unos a los otros.

Como usted dijo, Santidad, en su visita a la isla de Lesbos: "Rechazar a los pobres es rechazar la paz. Quien rechaza a los pobres, quien rechaza a sus hermanos, rechaza la paz y, yo diría, cierra puertas y rechaza el Espíritu.

Una cosa hermosa que he experimentado estos días, una frase que llevo dentro, es precisamente ésta: "¡Dejad que fluya el Espíritu!". Cuando rechazamos a los demás, cuando cerramos puertas, levantamos muros y barreras, cerramos puertas no sólo a nuestros hermanos y hermanas, sino también al Espíritu, a Dios. Y, en estos días, he visto realmente que dentro de cada persona está el Espíritu actuando. Aunque todos nosotros, jóvenes y obispos que estamos aquí, procedemos de ambientes muy diferentes, de cada uno he recibido testimonios de personas que tienen esperanza y dejan actuar al Espíritu en ellas, cada una de una manera específica y maravillosa.

Un pequeño milagro se ha visto en estos encuentros: en pocos días, además de trabajar y elaborar propuestas, se ha construido fraternidad. ¡Una fraternidad que toca las cinco orillas del Mediterráneo! Un Mediterráneo que necesita vivir la fraternidad y difundirla por todas partes porque, quiero subrayarlo, el Mediterráneo, ahora, ya no es sólo un cementerio, es un verdadero escenario de crímenes contra la humanidad.  ¡Y debemos gritarlo con fuerza! Gritarlo con fuerza, sin perder la esperanza porque, como he dicho, hay muchos signos de esperanza y esta asamblea es un ejemplo de ello.

Por tanto, ¡no tengamos miedo! ¡Dejemos que fluya el Espíritu! ¡Difundamos la esperanza y ayudémonos mutuamente a hacerlo! Porque sólo si tenéis esperanza os sentiréis impulsados a encontraros, dialogar y comprometeros concretamente.

Papa en Marsella

DISCURSO del Santo Padre

Señor Presidente de la República,  

queridos hermanos obispos,  

distinguidos Alcaldes y Autoridades representantes de las ciudades y territorios bañados por el mar  Mediterráneo,  

¡amigas y amigos todos! 

Los saludo cordialmente, agradecido con cada uno de ustedes por haber aceptado la invitación del  cardenal Aveline para participar en estos encuentros. Gracias por vuestro trabajo y por las valiosas  reflexiones que han compartido. Después de Bari y Florencia, el camino del servicio a los pueblos  mediterráneos avanza: también aquí, responsables eclesiásticos y civiles están juntos no para tratar intereses  recíprocos, sino animados por el deseo del cuidado del hombre; gracias porque lo hacen con los jóvenes,  presente y futuro de la Iglesia y de la sociedad. 

La ciudad de Marsella es muy antigua. Fundada por navegantes griegos procedentes de Asia Menor,  el mito la remonta a la historia de amor entre un marinero emigrado y una princesa del lugar. Desde sus  orígenes, ha tenido un carácter heterogéneo y cosmopolita: acoge las riquezas del mar y da una patria a  quienes ya no la tienen. Marsella nos dice que, a pesar de las dificultades, la convivencia cordial es posible  y es fuente de alegría. En el mapa —entre Niza y Montpellier— casi parece dibujar una sonrisa; y me gusta  considerarla así, como “la sonrisa del Mediterráneo”. Por eso quisiera proponerles algunas reflexiones en  torno a tres realidades que caracterizan a Marsella: el mar, el puerto y el faro. 

1. El mar. Una multitud de pueblos ha hecho de esta ciudad un mosaico de esperanza, con su gran  tradición multiétnica y multicultural, representada por más de 60 consulados presentes en su territorio.  Marsella es a la vez una ciudad plural y singular, ya que su pluralidad, fruto de su encuentro con el mundo,  es lo que hace singular su historia. A menudo oímos decir hoy que la historia mediterránea es un entramado  de conflictos entre civilizaciones, religiones y visiones diferentes. No ignoramos los problemas, pero no 

nos dejemos engañar: los intercambios que han tenido lugar entre los pueblos han hecho del Mediterráneo  una cuna de civilización, un mar rebosante de tesoros, hasta el punto de que, como escribió un gran  historiador francés, «no [es] un paisaje, sino innumerables paisajes. No un mar, sino una sucesión de  mares»; «desde hace milenios todo ha confluido hacia él, enredando, enriqueciendo su historia» (cf. F.  BRAUDEL, La Méditerranée, Paris 1985, 16). El mare nostrum es un espacio de encuentro: entre las  religiones abrahámicas; entre el pensamiento griego, latino y árabe; entre la ciencia, la filosofía y el derecho,  y entre muchas otras realidades. Ha transmitido al mundo el alto valor del ser humano, dotado de libertad,  abierto a la verdad y necesitado de salvación, que ve el mundo como una maravilla por descubrir y un jardín  por habitar, en el signo de un Dios que hace alianzas con los hombres.

Un gran alcalde percibió el Mediterráneo no como una cuestión de conflicto, sino como una  respuesta de paz, es más, como «el principio y el fundamento de la paz entre todas las naciones del mundo»  (cf. G. LA PIRA, Parole a conclusione del primo Colloquio Mediterráneo, 6 de octubre de 1958). En efecto,  dijo: «La respuesta [...] es posible si consideramos la común vocación histórica y, por así decirlo,  permanente que la Providencia ha asignado en el pasado, asigna en el presente y, en cierto sentido, asignará  en el futuro a los pueblos y naciones que viven a orillas de este misterioso lago Tiberíades ampliado que es  el Mediterráneo» (Discurso de apertura del Primer Coloquio Mediterráneo, 3 de octubre de 1958).

Lago  de Tiberíades, o Mar de Galilea, lugar en el que, en tiempos de Cristo, se concentraba una gran variedad  de pueblos, tradiciones y cultos. Justo allí, en la “Galilea de los gentiles” (cf. Mt 4,15) atravesada por la Vía  del mar, se desarrolló la mayor parte de la vida pública de Jesús. Un contexto multiforme y —en muchos  sentidos inestable— fue el lugar de la proclamación universal de las Bienaventuranzas, en nombre de un  Dios Padre de todos, que «hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos»  (Mt 5,45). Era también una invitación a ensanchar las fronteras del corazón, superando las barreras étnicas  y culturales. He aquí, pues, la respuesta que viene del Mediterráneo: este permanente mar de Galilea invita  a oponer a la división de los conflictos la «convivialidad de las diferencias» (cf. T. BELLO, Benedette  inquietudini, Milano 2001, 73).

El mare nostrum, en la encrucijada entre Norte y Sur, Este y Oeste,  concentra los desafíos del mundo entero, como atestiguan sus “cinco costas” sobre las cuales ustedes han  reflexionado: Norte de África, Oriente Próximo, Mar Negro-Egeo, Balcanes y Europa Latina. Es un frente  de retos que atañe a todos: pensemos en el desafío climático, en el que el Mediterráneo representa un hotspot  donde los cambios se dejan sentir con mayor rapidez. ¡Qué importante es cuidar la maquia mediterránea,  tesoro único de biodiversidad! En resumen, este mar, entorno que ofrece un enfoque único de la  complejidad, es un “espejo del mundo” y lleva en sí mismo una vocación global a la fraternidad, único  camino para prevenir y superar los conflictos. 

Hermanos y hermanas, en el actual mar de conflictos, estamos aquí para reconocer el valor de la  contribución del Mediterráneo, y que vuelva a ser un laboratorio de paz. Porque ésta es su vocación, ser  un lugar donde países y realidades diferentes se encuentren sobre la base de la común humanidad que todos  compartimos, y no de ideologías contrapuestas. En efecto, el Mediterráneo no expresa un pensamiento  uniforme e ideológico, sino un pensamiento polifacético y adherido a la realidad; un pensamiento vital,  abierto y conciliador: un pensamiento comunitario. ¡Cuánta necesidad tenemos de él en la coyuntura actual,  en la que nacionalismos anacrónicos y beligerantes quieren acabar con el sueño de la comunidad de  naciones! Pero recordémoslo, con las armas se hace la guerra, no la paz, y con la ambición de poder se  vuelve al pasado, no se construye el futuro. 

¿Por dónde empezar, pues, para que la paz eche raíces? A orillas del mar de Galilea, Jesús comenzó  por dar esperanza a los pobres, proclamándolos bienaventurados: escuchó sus necesidades, curó sus heridas,  les anunció ante todo la buena nueva del Reino. Es desde el grito de los últimos, a menudo silencioso, que  debemos partir de nuevo; no de los primeros de la clase que, aun estando bien, levantan la voz. Comencemos  de nuevo, Iglesia y comunidad civil, de la escucha de los pobres, que «se abrazan, no se cuentan» (cf. P.  MAZZOLARI, La parola ai poveri, Bolonia 2016, 39), porque son rostros, no números. El cambio de tono  en nuestras comunidades radica en tratarlos como hermanos cuyas historias debemos conocer y no como  problemas fastidiosos; radica en acogerlos, no en esconderlos; en integrarlos, no en desalojarlos; en darles  dignidad. Hoy el mar de la convivencia humana está contaminado por la precariedad, que hiere incluso a la  espléndida Marsella. Y donde hay precariedad hay criminalidad: donde hay pobreza material, educativa,  laboral, cultural y religiosa, se allana el terreno de las mafias y de los tráficos ilegales. El compromiso de  las instituciones no es suficiente, se necesita una sacudida de conciencia para decir “no” a la ilegalidad y  “sí” a la solidaridad, que no es una gota en el océano, sino el elemento indispensable para purificar sus  aguas. 

De hecho, el verdadero mal social no estriba tanto en el crecimiento de los problemas, sino en el  declive de la atención. ¿Quién se hace cercano hoy en día de los jóvenes abandonados a su suerte, presa  fácil de la delincuencia y la prostitución? ¿Quién está cerca de las personas esclavizadas por un trabajo que  debería hacerlas más libres? ¿Quién se ocupa de las familias asustadas, temerosas del futuro y de traer  nuevas criaturas al mundo? ¿Quién escucha los gemidos de los ancianos solos que, en lugar de ser valorados, son aparcados, con la perspectiva falsamente digna de una muerte dulce, pero que en realidad es  más salada que las aguas del mar? ¿Quién piensa en los niños no nacidos, rechazados en nombre de un falso derecho al progreso, que es en cambio un retroceso en las necesidades del individuo?

¿Quién mira con  compasión, más allá de sus propios intereses, para escuchar los gritos de dolor que se elevan desde África  del Norte y Oriente Próximo? ¡Cuántas personas viven inmersas en la violencia y sufren situaciones de  injusticia y persecución! Pienso en tantos cristianos, a menudo obligados a abandonar sus tierras o a  habitarlas sin que se les reconozcan sus derechos, sin gozar de plena ciudadanía. Por favor,  comprometámonos para que los que forman parte de la sociedad puedan convertirse en ciudadanos de pleno  derecho. Y luego, hay un grito de dolor que es el que más retumba de todos, y que está convirtiendo el mare  nostrum en mare mortuum, el Mediterráneo de cuna de la civilización en tumba de la dignidad. Es el grito  sofocado de los hermanos y hermanas migrantes, al que quisiera dedicarle atención reflexionando sobre la  segunda imagen que Marsella nos ofrece, la de su puerto. 

2. El puerto de Marsella, durante siglos ha sido una puerta abierta de par en par al mar, a Francia y a  Europa. Desde aquí muchos han partido al extranjero en busca de trabajo y de futuro, y desde aquí muchos  han atravesado la puerta del continente con equipajes cargados de esperanza. Marsella tiene un gran puerto  y es una gran puerta que no se puede cerrar. Varios puertos mediterráneos, en cambio, se han cerrado. Y  dos palabras han resonado, alimentando los temores de la gente: “invasión” y “emergencia”. Pero quien  arriesga su vida en el mar no invade, busca acogida. En cuanto a la emergencia, el fenómeno migratorio no  es tanto una urgencia momentánea, siempre oportuna para agitar la propaganda alarmista, sino una realidad  de nuestro tiempo, un proceso que involucra a tres continentes en torno al Mediterráneo y que debe ser  gobernado con sabia clarividencia: con una responsabilidad europea capaz de afrontar las dificultades  objetivas.

El mare nostrum clama justicia, con sus riberas rezumantes de opulencia, consumismo y  despilfarro, por un lado, y de pobreza y precariedad, por otro. También en este caso el Mediterráneo es un  espejo del mundo, con el Sur volviéndose hacia el Norte; con tantos países en vías de desarrollo, afligidos  por la inestabilidad, los regímenes, las guerras y la desertificación, que miran a aquellos acaudalados, en  un mundo globalizado, en el que todos estamos conectados, pero en el que las diferencias nunca habían  sido tan profundas. Sin embargo, esta situación no es una novedad de estos últimos años, ni es este Papa  venido del otro lado del mundo el primero en advertirla con urgencia y preocupación. La Iglesia lleva más  de cincuenta años hablando de ella en tono apremiante. 

Poco tiempo después de la conclusión del Concilio Vaticano II, san Pablo VI, en su Encíclica  Populorum progressio, escribió: «Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los  pueblos opulentos. La Iglesia sufre ante esta crisis de angustia, y llama a todos, para que respondan con  amor al llamamiento de sus hermanos» (n. 3). El Papa Montini enumeró “tres deberes” de las naciones más  desarrolladas, «[que]tienen sus raíces en la fraternidad humana y sobrenatural»: «deber de solidaridad, en  la ayuda que las naciones ricas deben aportar a los países en vías de desarrollo; deber de justicia social,  enderezando las relaciones comerciales defectuosas entre los pueblos fuerte y débiles; deber de caridad  universal, por la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos tengan que dar y recibir,  sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros» (n. 44).

A la luz del  Evangelio y de estas consideraciones, Pablo VI, en 1967, insistió en el «deber de hospitalidad», sobre el  cual, escribió, «no insistiremos nunca demasiado» (n. 67). Quince años antes, Pío XII había animado a ello,  escribiendo que “la Familia de Nazaret desterrada, Jesús, María y José emigrantes a Egipto […] son el  modelo, el ejemplo y el consuelo de los emigrantes y peregrinos de todos los tiempos y lugares, y de todos  los prófugos de cualquier condición que, por miedo a las persecuciones o acuciados por la necesidad, se  ven obligados a abandonar la patria, los parientes queridos […] para dirigirse a tierra extranjera” (Const.  Ap. Exsul Familia, de spirituali emigrantium cura, 1º agosto 1952). 

Por supuesto, las dificultades para acoger, proteger, promover e integrar a las personas no deseadas  están a la vista de todos, pero el criterio principal no puede ser la conservación del propio bienestar, sino la  salvaguardia de la dignidad humana. Quienes se refugian con nosotros no deben ser vistos como una carga  que hay que llevar; si los vemos como hermanos, se nos manifestarán sobre todo como dones. Mañana se  celebrará la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. Dejémonos conmover por la historia de tantos  hermanos y hermanas nuestros en dificultad, que tienen derecho tanto a emigrar como a no emigrar, y no  nos encerremos en la indiferencia. La Historia nos llama a una sacudida de conciencia para evitar un  naufragio de civilización. Ciertamente, el futuro no estará en la cerrazón, que es una vuelta al pasado, un  retroceso en el camino de la historia.

Contra la terrible lacra de la explotación de los seres humanos, la solución no es rechazar, sino garantizar, en la medida de las posibilidades de cada uno, un amplio número  de entradas legales y regulares, sostenibles gracias a una acogida justa por parte del continente europeo, en  el marco de la cooperación con los países de origen. Decir “basta”, por el contrario, es cerrar los ojos;  intentar “salvarse a sí mismos” ahora, se convertirá en una tragedia mañana, cuando las generaciones futuras  nos agradecerán si habremos sido capaces de crear las condiciones para una imprescindible integración,  mientras que nos culparán si sólo habremos fomentado una asimilación infecunda.

La integración es  laboriosa, pero de amplias miras: prepara el futuro, que, nos guste o no, será juntos o no lo será. La  asimilación que no tiene en cuenta las diferencias y permanece rígida en sus propios paradigmas, deja, en  cambio, que la idea prevalezca sobre la realidad y compromete el futuro, aumentando las distancias y  provocando la formación de guetos, que provoca hostilidad e intolerancia. Necesitamos la fraternidad como  el pan. La propia palabra “hermano”, en su derivación indoeuropea, revela una raíz relacionada con la  nutrición y la subsistencia. Nos sostendremos a nosotros mismos sólo alimentando de esperanza a los más  débiles, acogiéndolos como hermanos. «No se olviden de practicar la hospitalidad» (Hb 13,2), nos recuerda  la Escritura. 

En este sentido, el puerto de Marsella es también una “puerta de la fe”. Según la tradición, los santos  Marta, María y Lázaro desembarcaron aquí y sembraron el Evangelio en estas tierras. La fe viene del mar,  como evoca la sugestiva tradición marsellesa de la Candelaria con su procesión marítima. Lázaro, en el  Evangelio, es el amigo de Jesús, pero también es el nombre del protagonista de una parábola suya muy  actual, que nos abre los ojos ante desigualdad que corroe la fraternidad y nos habla de la predilección del  Señor por los pobres.

Pues bien, nosotros, cristianos, que creemos en el Dios hecho hombre, en el Hombre  único e inimitable que a orillas del Mediterráneo se presentó como camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6), ¡no  podemos aceptar que se cierren los caminos del encuentro, que la verdad del dios dinero prevalezca sobre  la dignidad humana, que la vida se convierta en muerte! La Iglesia, confesando que Dios en Jesucristo «se  ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22), cree, con san Juan Pablo II, que su  camino es el hombre (cf. Carta enc. Redemptor hominis, 14). Adora a Dios y sirve a los más frágiles, que  son su tesoro. Adorar a Dios y servir al prójimo, eso es lo que cuenta: ¡no la relevancia social o la  importancia numérica, sino la fidelidad al Señor y al hombre! 

Este es el testimonio cristiano que muchas veces es incluso heroico; pienso, por ejemplo, en san  Charles de Foucauld, el “hermano universal”, en los mártires de Argelia, pero también en tantos operadores  de caridad de hoy. En esta forma de vida escandalosamente evangélica, la Iglesia encuentra el puerto seguro  en el cual atracar y del cual partir para forjar vínculos con la gente de todos los pueblos, buscando en todas  partes las huellas del Espíritu y ofreciendo lo que ha recibido por gracia. He aquí la realidad más pura de la  Iglesia, he aquí ―escribió Bernanos― «la Iglesia de los santos», añadiendo que «todo este gran aparato de  sabiduría, de fuerza, de disciplina elástica, de magnificencia y majestad, no es nada en sí mismo, si la  caridad no lo anima» (Juana, relapsa y santa, Granada, 2019).

Me gusta ensalzar esta perspicacia francesa,  genio creyente y creador, que ha afirmado estas verdades a través de multitud de gestos y escritos. San  Cesáreo de Arlés decía: «Si tienes caridad, tienes a Dios; y si tienes a Dios, ¿qué te falta?» (cf. Sermo 22,2).  Pascal reconocía que «el único objeto de la Escritura es la caridad» (Pensamientos, n. 583) y que «la verdad  sin la caridad no es Dios, y es su imagen y un ídolo al que no hay que amar ni adorar» (Pensamientos, n.  597). Y san Juan Casiano, que murió aquí, escribió que «todo, incluso lo que se estima útil y necesario,  vale menos que aquel bien que es la paz y la caridad» (cf. Conferenze spirituali XVI, 6). 

Por eso es bueno que los cristianos no seamos los segundos para ninguno en cuanto a la caridad; y  que el Evangelio de la caridad sea la magna charta de la pastoral. No estamos llamados a añorar los tiempos  pasados ni a redefinir una relevancia eclesial, estamos llamados a dar testimonio: no a bordar el Evangelio  con palabras, sino a darle carne; no a cuantificar la visibilidad, sino a gastarnos en gratuidad, creyendo que  «la medida de Jesús es el amor sin medida» (Homilía, 23 de febrero de 2020). San Pablo, el Apóstol de los  gentiles, que pasó buena parte de su vida en las rutas del Mediterráneo, de un puerto a otro, enseñó que,  para cumplir la ley de Cristo, debemos llevar las cargas los unos de los otros (cf. Ga 6,2).

Queridos  hermanos obispos, no agobiemos a las personas con cargas, sino aligeremos sus fatigas en nombre del  Evangelio de la misericordia, para distribuir con alegría el consuelo de Jesús a una humanidad cansada y  herida. Que la Iglesia sea un puerto de esperanza para los desalentados. Que sea un puerto de consuelo,  donde la gente se sienta animada a navegar por la vida con la fuerza incomparable de la alegría de Cristo. 

3. Esto me lleva a la última imagen, la del faro. Éste ilumina el mar y permite ver el puerto. ¿Cuáles  estelas de luz pueden orientar el rumbo de las Iglesias mediterráneas? Pensando en el mar, que une a tantas  comunidades creyentes diferentes, creo que podemos reflexionar sobre rutas más sinérgicas, quizás incluso  considerando la oportunidad de una Conferencia de Obispos Mediterráneos, que permita más posibilidades  de intercambio y que dé mayor representatividad eclesial a la región. Pensando también en la cuestión  portuaria y migratoria, podría ser fructífero trabajar por una pastoral específica aún más coordinada, de  manera que las diócesis más expuestas puedan asegurar una mejor asistencia espiritual y humana a las  hermanas y hermanos que llegan necesitados. 

El faro, en este prestigioso edificio que lleva su nombre, me hace finalmente pensar, sobre todo, en  los jóvenes: ellos son la luz que señala el rumbo futuro. Marsella es una gran ciudad universitaria, que  alberga cuatro campus. De los aproximadamente 35.000 estudiantes que acuden a ellos, 5.000 son  extranjeros. ¿Qué mejor lugar para empezar a construir relaciones entre culturas que la universidad? Allí,  los jóvenes no se dejan cautivar por las seducciones del poder, sino por el sueño de construir el porvenir.  Que las universidades mediterráneas sean laboratorios de sueños y astilleros del futuro, donde los jóvenes  maduren encontrándose, conociéndose y descubriendo culturas y contextos cercanos y diferentes al mismo  tiempo. Así se rompen prejuicios, se curan heridas y se evitan retóricas fundamentalistas.

Jóvenes bien  formados y orientados para confraternizar podrán abrir puertas inesperadas de diálogo. Si queremos que se  dediquen al Evangelio y al alto servicio de la política, es necesario, ante todo, que seamos creíbles:  olvidándonos de nosotros mismos, libres de la autoreferencialidad, dedicados a gastarnos sin descanso por  los demás. Pero el reto primordial de la educación concierne a todas las edades formativas: ya desde niños,  al “mezclarse” con los demás, se pueden superar muchas barreras y prejuicios, desarrollando la propia  identidad en un contexto de enriquecimiento mutuo. La Iglesia bien puede contribuir a ello poniendo sus  redes de formación al servicio y animando una “creatividad de la fraternidad”. 

El desafío es también el de una teología mediterránea, que desarrolle un pensamiento adherido a la  realidad, “casa” de lo humano y no sólo del dato técnico, capaz de unir a las generaciones vinculando  memoria con futuro, y de promover con originalidad el camino ecuménico entre cristianos, así como el  diálogo entre creyentes de distintas religiones. Es bueno aventurarse en una investigación filosófica y  teológica que, recurriendo a las fuentes culturales mediterráneas, restituya la esperanza al hombre, misterio  de libertad que está necesitado de Dios y del otro para dar sentido a su existencia. Y también es necesario  reflexionar sobre el misterio de Dios, que nadie puede pretender poseer ni dominar, y que, de hecho, debe  sustraerse a todo uso violento e instrumental, conscientes de que la confesión de su grandeza presupone en  nosotros la humildad del que busca. 

Queridos hermanos y hermanas, les agradezco su paciente escucha y su compromiso. ¡Sigan  adelante! Sean un mar de bien, para hacer frente a la pobreza de hoy con una sinergia solidaria; sean un  puerto acogedor, para abrazar a los que buscan un futuro mejor; sean un faro de paz, para quebrantar,  mediante la cultura del encuentro, los oscuros abismos de la violencia y de la guerra. Gracias. 

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El acto termina con la acción de gracias del presidente del episcopado francés, el canto del Ave María en siriaco y el Papa saludando a los obispos presentes, para salir de inmediato a reunirse con el presidente Macron. 

El Papa, en Marsella

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