"Ante el pueblo que sufre y ante la injusticia, el Evangelio nos pide alzar la voz" El Papa quiere que los obispos de la RDC sean "profetas" y "servidores del pueblo, no hombres de negocios"

Papa y obispos del Congo
Papa y obispos del Congo

Ha sido hermoso para mí pasar estos días en vuestra tierra, que con su gran selva representa el “corazón verde” de África, un pulmón para el mundo entero

una Iglesia joven, dinámica, alegre, animada por el anhelo misionero, por el anuncio de que Dios nos ama y de que Jesús es el Señor. Vuestra Iglesia está presente en la historia concreta de este pueblo, enraizada de modo capilar en la realidad, protagonista de la caridad

una Iglesia que, como Jesús, quiere también secar las lágrimas del pueblo, comprometiéndose a asumir las heridas materiales y espirituales de la gente, y derramando sobre ella el agua viva y sanadora del costado de Cristo

Que no vaya a suceder que nos creamos autosuficientes, mucho menos que se vea en el episcopado la posibilidad de escalar posiciones sociales y de ejercitar el poder

instrumentos de consuelo y de reconciliación para los demás, para sanar las llagas de los que sufren, mitigar el dolor de los que lloran, alzar a los pobres, liberar a las personas de tantas formas de esclavitud y de opresión

Antes de despedirse del país (en un viaje que le marcará en el alma y que, sin duda, pasará a la historia), el Papa Francisco quiso reunirse con sus "hermanos" en el episcopado y abrirles su corazón de pastor. Para pedirles fundamentalmente dos cosas: que sean profetas y servidores. Como lo fueron monseñor Christophe Munzihirwa o el cardenal Monsengwo Pasinya. Porque, "ante el pueblo que sufre y ante la injusticia, el Evangelio nos pide alzar la voz". Toda una lección de eclesiología ministerial episcopal.

Recibido en la sede de la Conferencial episcopal del Congo (CENCO), el Papa Francisco es saludado por el obispo Marcel Utembi, presidente del episcopado.  “Gracias, por su cercanía a nuestra Iglesia, que conoce momentos de dolor y tribulación”, dijo. Y añadió: “La violencia sigue reinante en nuestro país”, pero “nuestra Iglesia lleva siempre puesta el uniforme de servicio”. “Su presencia nos confirma en la fe y es una bendición para nuestro país”.

Papa y obispos del Congo
Papa y obispos del Congo

Francisco comenzó reconociendo ante sus hermanos en el episcopado que disfrutó de su estancia en tierras congoleñas: "Ha sido hermoso para mí pasar estos días en vuestra tierra, que con su gran selva representa el “corazón verde” de África, un pulmón para el mundo entero". Y aprovechó para cantar las alabanzas de la Iglesia congoleña, una de las instituciones más sólidas y creíbles del país. "Una Iglesia joven, dinámica, alegre, animada por el anhelo misionero, por el anuncio de que Dios nos ama y de que Jesús es el Señor. Vuestra Iglesia está presente en la historia concreta de este pueblo, enraizada de modo capilar en la realidad, protagonista de la caridad".

Una Iglesia, que tiene que pastorear a un pueblo "crucificado y oprimido" pero que no ha perdido la esperanza. Y, para eso, "como Jesús, quiere también secar las lágrimas del pueblo, comprometiéndose a asumir las heridas materiales y espirituales de la gente, y derramando sobre ella el agua viva y sanadora del costado de Cristo".

¿Cómo hacerlo?, se preguntó el Papa. Como el profeta Jeremías, fue su respuesta tajante. Es decir "profetas para el pueblo, capaces de sembrar la Palabra que salva en la historia herida de la propia tierra". O dicho de otra forma: "Instrumentos de consuelo y de reconciliación para los demás, para sanar las llagas de los que sufren, mitigar el dolor de los que lloran, alzar a los pobres, liberar a las personas de tantas formas de esclavitud y de opresión". Y, por supuesto, "que no vaya a suceder que nos creamos autosuficientes, mucho menos que se vea en el episcopado la posibilidad de escalar posiciones sociales y de ejercitar el poder".

Texto íntegro del discurso del Papa a los obispos de la RDCEncuentro con los obispos

Kinsasa, 3 de febrero de 2023

Queridos hermanos obispos, ¡buenos días!

Me alegra encontrarme con ustedes y les agradezco de corazón la calurosa acogida. Gracias a Mons. Utembi Tapa por el saludo que me ha dirigido y por haberles dado voz con sus palabras: les agradezco cómo anuncian con valentía el consuelo del Señor, caminando en medio del pueblo, compartiendo sus fatigas y sus esperanzas.

Ha sido hermoso para mí pasar estos días en vuestra tierra, que con su gran selva representa el “corazón verde” de África, un pulmón para el mundo entero. La importancia de este patrimonio ecológico nos recuerda que estamos llamados a conservar la belleza de la creación y a defenderla de las heridas causadas por el egoísmo rapaz. Pero esta inmensa extensión verde que es vuestra selva, es también una imagen que habla a nuestra vida cristiana. Como Iglesia necesitamos respirar el aire puro del Evangelio, expulsar el aire contaminado de la mundanidad y custodiar el corazón joven de la fe. Así imagino a la Iglesia africana y así veo a esta Iglesia congoleña, una Iglesia joven, dinámica, alegre, animada por el anhelo misionero, por el anuncio de que Dios nos ama y de que Jesús es el Señor. Vuestra Iglesia está presente en la historia concreta de este pueblo, enraizada de modo capilar en la realidad, protagonista de la caridad; una comunidad capaz de atraer y contagiar con su entusiasmo y, por tanto, al igual que vuestras selvas, con mucho “oxígeno”. ¡Gracias por ser un pulmón que da aliento a la Iglesia universal!

Por desgracia, sé bien que la comunidad cristiana de esta tierra tiene también otra fisonomía. En efecto, vuestro rostro joven, luminoso y hermoso está surcado por el dolor y la fatiga, marcado a veces por el miedo y el desaliento. Es el rostro de una Iglesia que sufre por su pueblo, es un corazón en el que palpita intensamente la vida de la gente con sus alegrías y tribulaciones. Es una Iglesia signo visible de Cristo que, aún hoy, es rechazado, condenado y despreciado en tantos crucificados del mundo, y llora nuestras mismas lágrimas. Es una Iglesia que, como Jesús, quiere también secar las lágrimas del pueblo, comprometiéndose a asumir las heridas materiales y espirituales de la gente, y derramando sobre ella el agua viva y sanadora del costado de Cristo.

Con ustedes, hermanos, veo a Jesús que sufre en la historia de este pueblo crucificado y oprimido, devastado por una violencia que no perdona, marcado por el dolor inocente, obligado a convivir con las aguas turbias de la corrupción y la injusticia que contaminan la sociedad; y que sufre la pobreza en tantos de sus hijos. Pero veo al mismo tiempo a un pueblo que no ha perdido la esperanza, que abraza con entusiasmo la fe y mira a sus Pastores, que sabe volver al Señor y confiar en sus manos, porque la paz que anhela, sofocada por la explotación, por egoísmos de grupos, por el veneno de los conflictos y las verdades manipuladas, pueda finalmente llegar como un don de lo alto.

Cabe preguntarse, ¿cómo ejercer el ministerio en esta situación? Pensando en ustedes, pastores del Pueblo santo de Dios, me vino a la mente la historia de Jeremías, un profeta llamado a vivir su misión en un momento dramático de la historia de Israel, en medio de injusticias, abominaciones y sufrimientos. Él gastó su vida para anunciar que Dios nunca abandona a su pueblo y lleva adelante proyectos de paz incluso en las situaciones que parecen perdidas e irrecuperables. Pero este anuncio consolador de fe, Jeremías lo vivió ante todo en su persona, él fue el primero en experimentar la cercanía de Dios. Sólo así pudo llevar a los demás una valiente profecía de esperanza. También vuestro ministerio episcopal vive entre estas dos dimensiones, de las que quisiera hablarles: la cercanía de Dios y la profecía para el pueblo.

Ante todo, quisiera invitarlos a que se dejen abrazar y consolar por la cercanía de Dios. La primera palabra que el Señor dirige a Jeremías es esta: «Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía» (Jr 1,5). Es una declaración de amor que Dios esculpe en el corazón de cada uno de nosotros, que nadie puede borrar y que, en medio de las tormentas de la vida, es una fuente de consuelo. Para nosotros, que hemos recibido la llamada a ser pastores del Pueblo de Dios, es importante estar cimentados en esta cercanía del Señor, “estructurarnos en la oración”, estando horas delante de Él. Sólo así se acerca al Buen Pastor el pueblo que nos ha encomendado y sólo así nos convertiremos verdaderamente en pastores, pues nosotros, sin Él, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Que no vaya a suceder que nos creamos autosuficientes, mucho menos que se vea en el episcopado la posibilidad de escalar posiciones sociales y de ejercitar el poder. El espíritu malvado del carrerismo. Y, sobre todo, que no entre el espíritu de la mundanidad, que nos hace interpretar el ministerio según criterios de beneficio personal, que nos vuelven fríos y alejados de la administración de cuanto nos ha sido confiado, que nos lleva a servirnos del rol antes que a servir a los demás, y a no cuidar más esa relación indispensable, la de la oración humilde y cotidiana.

Queridos hermanos obispos, cuidemos la cercanía con el Señor para ser sus testigos creíbles y portavoces de su amor ante el pueblo. Él quiere ungirlo a través de nosotros con el aceite de la consolación y de la esperanza. Son ustedes la voz con la que Dios quiere decir a los congoleses: «Tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios» (Dt 7,6). El anuncio del Evangelio, la animación de la vida pastoral y la guía del pueblo no pueden resolverse con principios distantes de la realidad de la vida cotidiana, sino que deben tocar las heridas y comunicar la cercanía divina, para que las personas descubran su dignidad de hijos de Dios y aprendan a caminar con la frente en alto, sin agachar la cabeza ante las humillaciones y las opresiones. Por medio de ustedes este pueblo tiene la gracia de sentir dirigidas a él palabras similares a las que el Señor dijo a Jeremías: «Eres un pueblo bendito, antes de formarte yo ya te había pensado, conocido, amado». Si cultivamos la cercanía con Dios, nos sentimos impulsados hacia el pueblo y sentiremos siempre compasión por aquellos que nos son confiados. Animados y fortalecidos por el Señor, nos hacemos, a su vez, instrumentos de consuelo y de reconciliación para los demás, para sanar las llagas de los que sufren, mitigar el dolor de los que lloran, alzar a los pobres, liberar a las personas de tantas formas de esclavitud y de opresión. De manera que la cercanía con Dios da profetas para el pueblo, capaces de sembrar la Palabra que salva en la historia herida de la propia tierra. 

Para adentrarnos en este segundo punto, la profecía para el pueblo, miremos de nuevo la experiencia de Jeremías. Después de haber recibido la Palabra amorosa y consoladora de Dios, está llamado a ser «profeta para las naciones» (Jr 1,5), enviado para llevar luz en la oscuridad, para dar testimonio en un contexto de violencia y corrupción. Y Jeremías, que devora la Palabra del Señor, pues es para él gozo y alegría del corazón (cf. Jr 15,16), confiesa que esa misma Palabra siembra en él una inquietud imposible de suprimir, y lo conduce a encontrarse con otros para que sean abrazados por la presencia de Dios. «Pero había en mi corazón —escribe— como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía» (Jr 20,9). No podemos retener sólo para nosotros la Palabra de Dios, no podemos contener su fuerza; es un fuego que quema nuestra apatía y enciende en nosotros el deseo de iluminar a quien está en la oscuridad. La Palabra de Dios es un fuego que quema por dentro y que nos empuja a salir. Esta es nuestra identidad episcopal: encendidos por el fuego de la Palabra de Dios, en salida hacia el Pueblo de Dios, con celo apostólico.

Pero —podríamos preguntarnos—, ¿en qué consiste este anuncio profético de la Palabra? Al profeta Jeremías el Señor le dice: «Yo pongo mis palabras en tu boca. Yo te establezco en este día sobre las naciones y sobre los reinos, para arrancar y derribar, para perder y demoler, para edificar y plantar» (Jr 1,9-10). Son verbos fuertes: primero arrancar y derribar, para luego poder edificar y plantar. Se trata de colaborar en favor de una historia nueva que Dios desea construir en un mundo de perversión e injusticia. Así que también ustedes están llamados a seguir alzando su voz profética, para que las conciencias se sientan interpeladas y cada uno pueda ser protagonista y responsable de un futuro diferente. Por tanto, es necesario arrancar las plantas venenosas del odio y el egoísmo, del rencor y la violencia; derribar los altares consagrados al dinero y a la corrupción; edificar una convivencia fundada en la justicia, la verdad y la paz; y finalmente, plantar semillas de renovación, para que el Congo del mañana sea verdaderamente el que el Señor sueña, una tierra bendecida y feliz, ya no más maltratada, oprimida ni ensangrentada.

Pero tengamos cuidado, pues no se trata de una acción política. La profecía cristiana se encarna en muchas acciones políticas y sociales, pero la tarea de los obispos y de los pastores en general no es esta. Es más bien la del anuncio de la Palabra para despertar las conciencias, para denunciar el mal, para alentar a los que están abatidos y sin esperanza. Consolad, consolad a mi pueblo. Es la invitación del Señor. Es un anuncio hecho no sólo con palabras, sino con cercanía y testimonio: cercanía, ante todo, con los sacerdotes (el prójimo de un obispo), escucha de los agentes pastorales, apoyo al espíritu sinodal para trabajar juntos. Y testimonio, porque los pastores, primero y en todo, deben ser creíbles, y en particular al cultivar la comunión, en la vida moral y en la administración de los bienes. En este sentido, es esencial saber construir armonía, sin subirse a pedestales, sin asperezas, sino dando buen ejemplo con el sostén y perdón mutuos, trabajando juntos, como modelos de fraternidad, de paz y de sencillez evangélica. Que nunca suceda que, mientras el pueblo sufre de hambre, se diga de ustedes: “a aquellos no les importa y se va uno a su campo, otro a su negocio” (cf. Mt 22,5). No, por favor, los negocios dejémoslos fuera de la viña del Señor. Seamos pastores y servidores del pueblo, no hombres de negocios. Sin ser negociantes. Delante, en medio y detrás del pueblo.

Queridos hermanos obispos, he compartido con ustedes lo que sentía en mi corazón, es decir, cultivar la cercanía con el Señor para ser signos proféticos de su compasión por el pueblo. Les ruego que no descuiden el diálogo con Dios y no dejen que el fuego de la profecía se extinga por cálculos o ambigüedades con el poder, ni tampoco por la vida tranquila o por la rutina. Ante el pueblo que sufre y ante la injusticia, el Evangelio nos pide alzar la voz. Y si levantamos la voz, nos arriesgamos. Un hermano de ustedes lo hizo, el siervo de Dios Mons. Christophe Munzihirwa, pastor valiente y voz profética, que protegió a su pueblo ofreciendo su vida. El día antes de morir envió un mensaje a todos, diciendo: “En estos días, ¿qué más podemos hacer? Permanezcamos firmes en la fe. Confiemos en que Dios no nos abandonará y que de alguna parte surgirá para nosotros un pequeño destello de esperanza. Dios no nos abandonará si nos comprometemos a respetar la vida de nuestros vecinos, sea cual sea la etnia a la que pertenecen”. El día después fue asesinado en una plaza de la ciudad, pero su semilla, plantada en esta tierra, junto a la de muchos otros, dará fruto. Es bueno recordar, con gratitud, a los grandes pastores que marcaron la historia de vuestro país y de vuestra Iglesia; que los evangelizaron y precedieron en la fe. Ellos son vuestras raíces, que los robustecen en el ardor evangélico. Pienso también en el bien que me ha hecho conocer al cardenal Laurent Monsengwo Pasinya.

Estimados hermanos, no tengan miedo de ser profetas de esperanza para el pueblo, voces armónicas de la consolación del Señor, testigos y anunciadores gozosos del Evangelio, apóstoles de la justicia, samaritanos de la solidaridad; testigos de misericordia y reconciliación en medio de la violencia desencadenada no sólo por la explotación de los recursos y por los conflictos étnicos y tribales, sino también y sobre todo, por la fuerza oscura del maligno, enemigo de Dios y del hombre. Pero no se desanimen nunca, el Crucificado ha resucitado, Jesús vence, es más, ya ha vencido al mundo (cf. Jn 16,33) y desea resplandecer en ustedes, en vuestra valiosa labor, en vuestra semilla fecunda de paz. Quiero agradecerles, hermanos, vuestro servicio, vuestro celo pastoral y vuestro testimonio.

Llegando ya al final de este viaje, quisiera expresarles mi agradecimiento a todos ustedes y a cuantos lo han preparado. Tuvieron que trabajar el doble, porque la primera vez la visita fue cancelada, pero yo sé que son misericordiosos con el Papa. De verdad, gracias. El próximo mes de junio van a celebrar en Lubumbashi el Congreso Eucarístico Nacional. Jesús está verdaderamente presente y operante en la Eucaristía; ahí da paz y restaura, consuela y une, ilumina y transforma; ahí inspira, sostiene y hace eficaz su ministerio. Que la presencia de Jesús, pastor manso y humilde de corazón, vencedor del mal y de la muerte, transforme este gran país y sea siempre vuestra alegría y vuestra esperanza. Añadir una sola cosa: Sed misericordiosos. Perdonad siempre. El corazón del pastor va más allá del Código. Por el perdón arriesgaros. Y así, sembraréis perdón en toda la sociedad. Los bendigo de corazón. Y, por favor, sigan rezando por mí. Porque este ofico es un poco difícil. Gracias.

Te regalamos ‘Joseph Ratzinger / Benedicto XVI. Quince miradas’
Volver arriba