En el “silencio de la Cruz” se escuchan los gritos de los que día a día mueren injustamente olvidados, abandonados, excluidos, despreciados. En la Cruz de Jesús se des-cubre la esperanza.

En la Cruz de Jesús se des-cubre la esperanza.
En la Cruz de Jesús se des-cubre la esperanza.

"Pero también se nos presenta en este tiempo un sufrimiento profundo por la falta de conciencia de una humanidad que, dominada por el individualismo, se olvida de la necesidad comunitaria, de los descartados de la sociedad"

"La Cruz revela que la fuerza de la vida es el amor y que amar es una opción que trae consecuencias muy duras. Solamente por amor Jesús fue capaz de aceptar su destino. Solo el amor lo movió a demostrar que es el camino firme que lleva a la vida en la Resurrección"

"Y ser tocados por el amor de Jesús nos trae esperanza. Entonces la Cruz tiene sentido. La Cruz es la transformación de lo débil en fortaleza, del dolor-sufrido en amor-donado"

El viernes Santo nos lleva a mirar con coraje y valentía la Cruz de Jesús. En ella está depositada la esperanza firme de salir de esta situación en la que hoy nos encontramos como humanidad. Muchas personas vuelven su mirada hoy al Cristo crucificado para pedirle por los grandes padecimientos que vivimos por causa de la pandemia, pero también por tantos otras situaciones que nos acechan: pobreza, hambre, falta de trabajo, falta de salud, enfermedades varias, muerte por doquier.

Pero también se nos presenta en este tiempo un sufrimiento profundo por la falta de conciencia de una humanidad que, dominada por el individualismo, se olvida de la necesidad comunitaria, de los descartados de la sociedad. La soledad de los ancianos, el abandono de los presos y presas en las cárceles, los niños y niñas sin familia y sin hogar, los enfermos mentales olvidados y muchos otros y otras. Cada vez más sentimos que estamos solos, confinados en nuestras casas -aquellos que podemos pagarla-, y que pocos están dispuestos a ir más allá para donarse a los demás.

Justamente si la Cruz tiene sentido, es porque nos muestra que el Dios todopoderoso en el cual nos han educado, no lo es como tal, no puede hacerlo todo. En el “silencio de la Cruz” se escuchan los gritos de los que día a día mueren injustamente olvidados, abandonados, excluidos, despreciados. Y es allí donde a todos nos surge la pregunta: ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está ese amor predilecto por lo más débiles y oprimidos? ¿Dónde está la redención prometida a partir de su sacrificio en la Cruz?

El miedo de la muerte nos alcanza a todos que queremos luchar por la vida, la propia y las de los demás. Pero en otros la lógica no es la misma: “De la incapacidad para vivir, del egoísmo, de la ambición, del poder y de la injusticia brota un miedo a morir que se traduce con frecuencia en la necesidad de que otros mueran para asegurar los privilegios de la propia vida (Cabestrero, 1976, p. 62). Desde siempre muchos mueren por razones que no son por el Covid, mientras otros se siguen enriqueciendo con sus muertes. Los poderosos de este mundo podrían celebrar la no-omnipotencia de Dios y de la aparente ineficacia del accionar de nosotros, los que creemos en él.

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¿Cómo entender entonces que en la Cruz se nos revela a los cristianos la presencia velada de Dios? ¿Acaso somos tontos o simples ilusos? En esto san Pablo nos instruye: “mientras que nosotros anunciamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos; pero para los llamados, tanto judíos como griegos, un Cristo que es fuerza y sabiduría de Dios” (1Cor 1, 23-24). La Cruz que hoy contemplamos nos ayuda a unificar nuestros sufrimientos con los sufrimientos del Hijo de Dios, que no hizo alarde su condición, sino que optó por atravesar este mundo en la misma condición de cada uno de nosotros, asumiendo en sí la carga del odio y el destrato humano (Cfr. Flp 2, 6-7). En este sentido, en esa Cruz nosotros encontramos la fortaleza y el sentido de nuestra vida, no para sufrir ni para morir igual que él, sino para crecer en compasión y misericordia con todos y todas aquellos que hoy sufren injustamente, para hacernos uno con Cristo en su sufrimiento (Flp 2, 5).

La Cruz revela que la fuerza de la vida es el amor y que amar es una opción que trae consecuencias muy duras. Solamente por amor Jesús fue capaz de aceptar su destino. Solo el amor lo movió a demostrar que es el camino firme que lleva a la vida en la Resurrección. Y ese amor tiene un precio impagable. El amor no se pude comercializar, no se vende ni se compra, no se encuentra en cualquier lugar. Y

si los cristianos queremos asumir ese compromiso junto con Jesús, no tenemos otro camino que dar la vida por todos aquellos que nos reclaman. Decía von Balthasar: “Cáritas es todo encuentro con el prójimo que puede ser interpretado como encuentro con el amor absoluto, es decir, en el amor divino, tal y como se ha hecho público en Cristo” (1990, p. 102). El amor expreso abiertamente al prójimo que la sociedad sigue descartando y rechazando, es para nosotros el signo de que en la Cruz habita una fuerza que nos mueve a compasión, a la acción solidaria y comprometida con quienes sufren.

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El dolor y el sufrimiento expresado explícitamente en la Cruz, esconde el acto de amor más grande que podamos experimentar. Y es que Jesús nos amó con un amor inconmensurable. Un amor que lo llevó a darlo todo, y todo hasta el fin. Dice el apóstol Juan: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1).

Por esta razón es que la pregunta por Dios y su presencia o no en el mundo se nos vuelve encima y se transforma en otra: ¿dónde estamos los cristianos? (Cabestrero, 1976, p. 63). ¿Donde estamos y qué hacemos nosotros los que creemos en Cristo y que encontramos esa esperanza en la Cruz? ¿Dónde estamos cuando el otro/a nos necesita? Si aún no estamos al lado del que sufre es porque nos falta aún experimentar ese amor de Jesús. Ya que el amar “nos hace crecer, nos devuelve la dignidad y la esperanza: todos los que se acercan a Jesús con corazón sencillo, se ven transformados en su amor” (Cantalamessa, 1997, p. 25).

Y ser tocados por el amor de Jesús nos trae esperanza. Entonces la Cruz tiene sentido. La Cruz es la transformación de lo débil en fortaleza, del dolor-sufrido en amor-donado. Como decía el gran místico Martín Descalzo “ahora que nos sabemos queridos y empezamos a entender que Dios no es Dios por ser omnipotente, sino por haber amado como nadie más” (1975, p.91). ¡Por eso en la Cruz hay esperanza!

Por ser un signo del amor entregado sin medida, por ser amor regalado a todos y todas sin discriminación. Y por ello es un amor que invita a amar, sí, como el, el Hijo de Dios. El amor de Dios nos capacita a amar sin medida y es un amor que grita por justicia ante el sufrimiento infligido a todo inocente. Por eso, si queremos amar como Jesús y si queremos llevar esperanza a nuestro pueblo, debemos estar del lado de los que más sufren. Ese fue el lugar que eligió Jesús.

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Pero si…no negaré: la Cruz sigue siendo una locura. Pero yo prefiero, y deseo ardientemente, morir loco de amor. Amor por un Dios que supo sufrir al modo humano, y por ello nos invita a vivir amando al modo divino. En esa Cruz hay vida, hay esperanza, hay un tiempo nuevo que se recrea a cada momento. Aún en medio de tanta muerte encontramos vida. Como dice Octavio Paz: “Amar es morir y revivir y remorir: es la vivacidad. Te quiero porque yo soy mortal y tú lo eres”. Sí: este Dios humano, demasiado humano, es el que me mueve y mueve a muchos a dar la vida con más ganas. La Cruz entonces no es el fin. Es apenas el comienzo.

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