La cruz en la cual muere Jesús como instrumento de tortura sigue complicándonos la vida, y no solo a los cristianos. La razonabilidad de la Cruz es el Amor de Dios

La razonabilidad de la Cruz es el Amor de Dios
La razonabilidad de la Cruz es el Amor de Dios

"Nuestra inteligencia intenta investigar de muchas maneras, en los relatos de la Pasión, como buscando alguna prueba que nos convenza de que realmente Jesús murió allí y, a su vez, queremos encontrar alguna pista de lo que luego sigue".

"Otros pensarán que, ante la maldad que cargamos, la cruz nos anestesia pues depositamos en ella nuestra propia maldad. Nosotros decimos “Jesús murió por nuestros pecados, por nuestra maldad”.

"Desde una razón desvalida podemos aceptar juntos que no podemos decir nada sobre si hay vida luego de a muerte y aceptarla con todo lo que ella nos deja". 

            La cruz en la cual muere Jesús como instrumento de tortura sigue complicándonos la vida, y no solo a los cristianos. Los que creemos en Jesucristo y lo aceptamos como Señor de nuestras vidas buscamos en ella un “algo” que no sabemos bien qué es, pero que de alguna forma nos atrapa, nos envuelve y nos contiene. Nuestra inteligencia intenta investigar de muchas maneras, en los relatos de la Pasión, como buscando alguna prueba que nos convenza de que realmente Jesús murió allí y, a su vez, queremos encontrar alguna pista de lo que luego sigue. Pero es la muerte de Jesús lo que más nos cuestiona y nos revela nuestra limitación, por no lograr comprender que el Hijo de Dios murió de tal manera. Pero ¿Acaso no es el Mesías prometido? Para Schillebeeckx “La muerte de Jesús en la cruz transforma el concepto de mesías: Jesús, el crucificado y rechazado, es el mesías. Como Dios, Jesús se identifica a sí mismo preferentemente con los expulsados y rechazados, con lo no santo, de tal modo que, al final, también el mismo es rechazado  el expulsado”[1]. De alguna manera, esto debe llevarnos a revisar lo que aún seguimos entendiendo desde una razón que no da cuenta de tal situación.

            Es distinto el caso de los que no creen en Jesús como el enviado de Dios. De alguna manera, nos miran a los cristianos de forma compasiva por creer en alguien que fue tan maltratado hasta llevarlo a la muerte, del cual tenemos la ilusión de que posee un poder inexplicable para vencerla. Nos ven como ilusos que le creemos a un libro que dice algo acerca de alguien que murió hace muchos años, y que se dice que superó la muerte. Otros pensarán que, ante la maldad que cargamos, la cruz nos anestesia pues depositamos en ella nuestra propia maldad. Nosotros decimos “Jesús murió por nuestros pecados, por nuestra maldad”. Eso levanta comentarios… de nuevo se compadecen de nosotros que nos somos capaces de asumir el mal que reproducimos a diario, presente en la sociedad. Y pensarán muchas otras cosas que nos colocan en el medio de sus conversaciones. Pero más allá de los cristianos, es la misma cruz que sigue siendo signo de contradicción en un mundo tan violento como el nuestro. Como decía san Pablo a los cristianos de Corinto: “Porque el mensaje de la cruz es locura para los que se pierden; pero para los que nos salvaremos es fuerza de Dios” (1Cor 1, 18).

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Seguimos pensando el mundo desde una lógica que quiere comprenderlo todo, controlarlo todo y proyectarlo todo. No podemos comprenderlo porque nuestra naturaleza humanas de limitada, débil, frágil, por más que a muchos les duela aceptarlo. Filósofos, científicos y pensadores en general, seguirán buscando una racionalidad coherente con sus propios sistemas, que den cuenta que, si el resultado es la vida, entonces la muerte no puede ser. “El ser es y el no-ser no es”, decía Parménides, donde pensar y ser eran asumidos como una misma cosa. Esto sirvió a Descartes para afirmar el cogito: “pienso, luego existo”. Por lo tanto que si no pienso –pues he muerto- no existo. O al contrario, si lo único seguro es la muerte, entonces la vida es hasta ese momento, no hay nada más luego de ella. Todo lo que los cristianos y los seguidores de otras religiones digan acerca de la vida después de la muerte, es pura ilusión, vanos sueños o utopías irrealizables. La vida se juega en este mundo, del cual la cruz se presenta como el momento final. Ya no quedas más nada. Lo único que controla nuestra inteligencia es un resultado sabido de antemano y sin posibilidad de proyección futura.

            Es que pensar la cruz y su eficacia –si es que cabe pensarla- solo puede ser a partir de una razón otra, denominada por el filósofo francés Joan-Carles Mèlich: “razón desvalida”. En un mundo tecnológico como el nuestro, donde el lenguaje simbólico es utilizado para cosificar a las personas, intentando controlarlas bajo el ojo del “Gran Hermano”, pensarse hoy como saliendo de esta esclavitud implica hacerlo desde otro lugar, desde otra razón, no perfecta ni exacta, sino conscientemente limitada y frágil. “Una razón desvalida se sabe desvalida porque no puede dar respuestas absolutas, o apriorísticas, para hacer frente a algunos estados de ánimo que en ocasiones irrumpen y desestructuran la percepción del mundo”[2]. Y quizá sea ella la que logre unificar a cristianos y ateos, o religiosos y los que afirman no creer en un ser divino. Desde una razón desvalida podemos aceptar juntos que no podemos decir nada sobre si hay vida luego de a muerte y aceptarla con todo lo que ella nos deja. Mèlich habla de esos estados llamándolos la angustia, la melancolía y el pánico, lo provocado por saber que vamos a morir y sin saber que habrá después.

Cuando ya no tenías fuerzas Y se apagaba la luz, Era más fácil que te fueras Pero te subiste a la Cruz. Cargando con los dolores Y las llagas en tu cuerpo Anhelando viejos amores Y el perfume de aquel h

            Pero aun así, partiendo y aceptando una razón desvalida –que sigue siendo más coherente-, esta hace necesaria un salto cualitativo a otra potencia que el ser humano puede pedir a Dios y que puede desarrollar: la fe. La fe es la fuerza que sostiene la voluntad del ser humano al creer en una promesa dicha, es confiar. Por tanto la fe nace en una palabra que es dada y esa misma palabra cuando es escuchada y asumida. Cuando escuchamos las palabras de Jesús que nos dice “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (Mt 16, 25), y vivimos convencidos que entregar nuestra vida por causa de Jesús, nos hará salvarla, es solamente una cuestión de confianza, una cuestión de fe. Le creemos a Jesús porque creemos que él es el Hijo de Dios y que tiene el poder para salvarnos. Pero ello no podemos demostrarlo, no podemos razonablemente convencer a nadie. “Objetivamente Dios es indemostrable; asimismo lo son su obrar y su revelar. Pero Dios se muestra al “sí mismo” que cree. Esta no es una demostración de la existencia de Dios, sino una demostración de Dios por el existir humano en autenticidad”[3]. Lo que hace la diferencia para el creyente, es su obrar en autenticidad y esto lo sabe solamente él mismo y Dios.

            Desde lo dicho, para intentar comprender el valor salvífico de la cruz, aún con una razón más consciente de su poco alcance, nos hace falta la fe. Es la fe la que nos abre a la posibilidad que, aún en un mundo de maltrato, opresión y muerte, sigamos apostando al amor, el servicio y la vida. Es la fe la que logra hacernos entender que en la cruz no hay racionalidad posible que la comprenda, pero sí una razonabilidad que la acepta, y la acepta sin cuestionamientos. Cuando en nuestra inteligencia nos abundan los “¿por qué?” o los “¿cómo puede ser?”, en lo que Dios nos ha revelado, encontramos el para qué de Jesús: “para que tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10, 10). La cruz revela que, para que el ser humano siga apostando por el bien, la justicia y la libertad, Jesús se entrega por puro amor, convirtiéndose éste en el gran sentido de la vida de Dios y la vida del hombre. Desde entonces y hasta hoy “Parece que los hombres no pueden formarse la idea de que hay una generosidad sin doblez ni trasfondos y, por otra parte, que el bien y el mal no están en el mismo nivel”[4]. Hay una verdad que no es inteligible sino que es experimentada en el acto mismo de la donación  de amor sin claras razones. Y ese amor, al ser recibido, trae aparejado la fe, y la fe la esperanza. La cruz es razonablemente, el gran sentido de la vida de Jesús y desde ella se conforma el sentido de la vida cristiana porque asume el precio del sufrimiento de todo ser humano.

[1] Schillebeeckx, Edward, Los hombres relato de Dios, Salamanca: Sígueme, 1994, p.196.

[2] Melich, Joan-Carles, La fragilidad del mundo, Barcelona: Tusquets, 2021, p. 75.

[3] Moltmann,  Jürgen, Teología de la esperanza, Salamanca: Sígueme, 2006, p. 78.

[4] Schillebeeckx, Op. Cit., p.197.

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