Francisco Brines, entrañable Cervantes de la poesía

Francisco Brines, entrañable Cervantes de la poesía
Francisco Brines, entrañable Cervantes de la poesía

Acaba de obtener el Premio Cervantes el escritor valenciano Francisco Brines. Mi más cordial felicitación a tan importante poeta de la generación de los 50. En portada, una hermosa fotografía del poeta de Oliva en su jardín de Elca, entre naranjas y un anochecer de paz y ensueño. Con enorme placer he bajado al atril de lectura su "POESÍA COMPLETA" (Tusquets 2000), y repasado con emocionado aliento la fecunda galería de sus inquietantes versos. En un rincón del despacho encontré un librito, "Las brasas", su primer trabajo lírico, premio Adonais a sus 27 años.


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Tiene para mí este ejemplar una significación muy especial. Está dedicado por el autor a mi padre "Nicolás de la Carrera" (año de 1960). Lo más valioso para mi corazón es la segunda dedicatoria que le acompaña, también firmada por Brines cuarenta años después. Esta vez está dirigida al otro "Nicolás de la Carrera" que ahora está escribiendo para ustedes. En un encuentro de poesía le acerqué el amarillento poemario. Y, sensible como siempre al paso del tiempo, su obsesión, redactó, con bellos y seguros trazos, el siguiente texto: "A Nicolás de la Carrera junior, este libro que ha persistido en sus manos con la juventud intacta del autor anciano que lo escribió. Con el agradecimiento a sus dos lectores y la amistad de Francisco Brines."

EL CORAZÓN DEL NIÑO AQUEL

Hay dos tiempos esenciales en la vida de Brines. El tiempo mítico de la infancia, en el que no hay percepción de la temporalidad, porque "el niño existe en plenitud divina". Este momento inicial está muy ligado al espacio de Elca, la casa de su niñez en Oliva (Valencia), frente al sol, los naranjos, el mar mediterráneo... Y el tiempo del exilio, con sus sombras, sus noches, su soledad, su muerte...

La crecida de la luz, al alba, para Brines, no es una buena noticia, porque pone al descubierto la trayectoria de degradación de cada ser humano, que progresa inexorable hacia la destrucción total que representa la muerte. Pero en el poema "El regreso del mundo" evoca, como una ensoñación, como una piadosa utopía, un amanecer luminoso y feliz para un corazón de niño.

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Reproducimos seguidamente tres títulos del poemario “La última costa”, publicados nada menos que treinta y cinco años después de la humilde edición de “Las brasas”. El poeta descubre, tras la ventana, en la primera escena, alboroto de aves que celebran la luz, se desperezan, cantan. Y, en gesto trascendente de admiración y gozo, introduce una mano el fervoroso lírico en la bendita pila del mar y se santigua en nombre de la vida... Pero, de pronto, le brota, de muy dentro, un frío y poderoso manantial de oscuridad. Y se siente morir, al filo de la inexistencia...

EL REGRESO DEL MUNDO

Abrir los ojos, después de que la noche
recluyera los astros en su amplia cueva rasa,
y ver, tras del cristal,
ya visibles los pájaros
en el fanal aún pálido del sol,
moviéndose en las ramas.
Y cantos que hacen mía la bóveda del aire.
Y sentir que aún me late en el pecho
el corazón del niño aquel,
y amar, en la mañana, la vida que pasó,
y esta maga sorpresa
de amar aún el mundo en la mañana.
Y en el nombre del mar, que está lejano
y azul, siempre tendido
desde el remoto amanecer del mundo,
persignarme la frente, luego el pecho,
los delicados hombros que ahora rozo,
y besar, con los labios del niño rescatado,
este mundo tan viejo,
que hoy no alcanzo a saber
por qué, si el amor no se ha muerto,
me quiere abandonar.

EN BARCAS JUBILOSAS

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 Veíamos, en los últimos versos, cómo vive el poeta de Oliva la razonada pérdida del Paraíso de su infancia. Se impone la realidad: la religión es para el hombre un feliz engaño. No hay un más allá numinoso, tan sólo el más acá del dolor y la muerte. Pero, en terca meditación, le regresan una y otra vez, regurgitados, sentimientos e imágenes de aquel tiempo de oro. Cuando no estaba, como ahora, solo: compañeros de clase, amigos, creyentes, compartían con él la alegría de la misma fe, de la misma esperanza... Volaron, como naves, a la aventura del encuentro con Dios, y han sido muchos los que, como él, fueron volviendo tristes, desengañados. Pero allá quedaron otros, ardiendo por la luz, en el alto Palacio del Dios Vivo...

EL LARGO VIAJE A ORIENTE

En aquella mañana de luz azul,
en barcas jubilosas, las velas desplegadas, partimos al Oriente.
Y entramos en el bronce del pecho de aquel sol.
El mar quedó desierto tras nosotros, bajo una lluvia de oro.
Así tuvo lugar el único viaje.

A la tarde volvimos, caídas ya las velas,
derramada en las aguas la púrpura extendida
de aquel día cansado.

(Ya sólo miro el mar por la abierta ventana,
y otras velas que parten, matutinas,
regresan a la tarde, sin color,
fatigadas.)

Me han borrado los años con piedad,
y el cuerpo es sólo un bulto. Aún con vida en los ojos
vigilo los navíos de luz, distantes y amarrados,
en el puerto celeste.
Igual que en la niñez los miro ahora.
Son eternos,
y tiemblan sus fanales en lo oscuro. Son el feliz engaño
del mundo que no ha sido.

Y allí, me lo dijeron y nunca les creí,
habita Dios

DEL CUERPO NACIÓ LA SOMBRA

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Podría resultar ilustrativo el siguiente poema, que resume con claridad las estaciones del viaje iniciático hacia la luz, y la fiera estocada del rayo de la exclusión. Late, sin duda, en lo más profundo de su éxodo, la conciencia de reprobación moral que le llega de los guardianes de la ortodoxia. Pero de esto y algunas cosas más resumiremos en próximas entregas.

PÉRDIDA DEL DIOS QUE FUÍ

Fue aquella tarde un tizón,
y después fue violeta
todo el aire. Blancas luces
en el cielo destellaron.
Y yo oscuro.
Larga noche.

Y al llegar la madrugada
del cuerpo nació la sombra.

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