SEIS POEMAS de Viernes Santo para el hombre de hoy

Nido de poesía: Nicolás de la Carrera
28 mar 2013 - 09:27

Torrijas, procesiones, playa, tele, ordenador... Si nos descuidamos, nos pasamos estos días en el coche, o en la calle, o curioseando por la pantalla ceremonias litúrgicas, espectáculos de religiosidad popular de alto valor turístico, films de temática cristiana, etc.

Por si ayudan a plantearse personalmente algunas reflexiones sobre la fe, algún compromiso con el Señor, os acerco seis hermosos poemas en los que el poeta, de alguna manera, se implica emocionalmente con el hondo misterio que celebramos.

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Un camarín tenebroso.

¡Dos ramitos de azahar

–tela y talco– te acompañan,

Virgen de la Soledad!

Una luz de mariposa

pone un horrible fulgor

en las cejas y la boca

de la imagen del dolor.

Una imagen con un manto

de velludo funeral,

¡ay! una imagen que llora

gotas de limpio cristal,

y tiene oblicuas las cejas,

estirada la nariz,

desencajada la boca,

y contrahecho el perfil,

y siete enormes puñales

perforando el corazón,

hincados por aquel mismo

pueblo de la compasión.

Celebra José Moreno Villa la generosidad de la Madre, al entregarnos a su Hijo, a pesar de nuestras traiciones. Y adivina en el Hijo Ramón de Garciasol la generosa entrega al Padre. Y, con humilde devoción, confía alcanzar sabiduría y gozo, cariño y ternura, de las entrañas del Amor crucificado...

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CANCIONCILLA DEL MENDIGO

Vengo a pedirte alegría

a Ti, que estás en la Cruz.

A que me consueles Tú.

A que me tiendas la mano

Tú, que las tienes clavadas

y sangras.

Dame limosna de luz,

Jesús:

¡habla!

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Jesús tiene sed. Sed de agua, sed de hombres. Los hombres, como la Samaritana, tenemos sed de agua, tenemos sed de Dios. Aunque a veces no llegamos a descubrirlo en nuestras vidas. Así lo sugiere Antonio Carvajal en un extraño soneto:

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TENGO SED

Desde lejos escucho unas voces clamando.

No sé qué dicen. Tengo mi corazón vacío.

Desde lejos los miro. Sé que me están mirando.

No sé qué miran. Tengo mi corazón vacío.

Desde la cima estoy sangrando, estoy clamando

y sé que no me escuchas, que me dejas, Dios mío.

Y sé que tú me miras. Sé que me estás mirando.

Pero no sé qué miras al mirarme, Dios mío.

Y tengo sed. Y tengo la boca como llaga,

la boca como tierra por la lluvia negada,

el alma como llaga de la tierra sedienta.

Y es mi cuerpo sin lágrimas una boca, una llaga,

una tierra reseca por la lluvia negada,

y es un alma sin Dios, pero de Dios sedienta.

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Emocionados versos de José Jiménez Lozano un mes de primavera evocando, en buena compañía, remotos tiempos de fe y devoción, de alegría y fervor:

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EL RECUERDO

Noche, casi abril,

glicinas presentidas, lilas,

las mismas flores blancas del almendro,

ausencia todavía,

oscuridad, la luna

tan alta y tan helada.

Las «boites» llenas, y los cines,

los «dancings», ni gallos ya,

pero una camarera,

con su blanco delantal y cofia,

recordó súbitamente: «Por ahora

debió Él de morir, por primavera.

¿Usted se acuerda?»

Y me miró tímidamente,

ojos tan glaucos, mas ¿me acordaba

yo? La noche

estaba fría y húmeda,

nos alzamos los cuellos y anduvimos.

«¡Era tan niño, cuando le amaba tanto!», dije;

y ella aseguró que aún le amaba,

y rió como una niña.

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¿Quién no recuerda, casi de memoria, estos sugerentes versos de León Felipe? Los dos palos de la cruz, dos direcciones, hacia Dios, hacia la tierra, polo norte, polo sur de nuestra bitácora existencial:

MÁS SENCILLA

Más sencilla, más sencilla.

Sin barroquismo,

sin añadidos ni ornamentos,

que se vean desnudos

los maderos,

desnudos

y decididamente rectos.

Los brazos en abrazo hacia la Tierra,

el ástil disparándose a los cielos.

Que no haya un solo adorno

que distraiga este gesto,

este equilibrio humano

de los dos mandamientos.

Más sencilla, más sencilla;

haz una cruz sencilla, carpintero.

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Cerraremos página con un inquietante poema de María Elvira Lacaci, que, un Viernes Santo como hoy, rodeada de inocentes chiquillos, escucha por ellos una voz misteriosa, conocida e íntima que la está llamando:

VIERNES SANTO

Tu madero

me llegaba, Señor, desdibujado.

Eludía contornos.

Cualquier forma concreta me arañaba el espíritu.

Pero, a pesar de ello, tu madero, Señor, se perfilaba

en el cordial ambiente de la tarde.

Aquel niño que al viento

lanzaba su molino

de papel y colores

lo acercaba a mis ojos. Los hería de pronto.

Aquellos seres mínimos y tuyos,

que estrenaban vestidos

para festejarte,

me traían tu voz.

Aligeraba el paso (oh Señor, caminar en distancia

sin sonidos hirientes

por lo azul de mis venas),

pero tu voz seguía

persiguiéndome

por el asfalto sin circulación.

Tus palabras,

tus últimas palabras del Calvario,

eran el aire que me circundaba.

No respiraba apenas.

Me dolía tragarlas. Unirlas a mi sangre miserable.

Acaso,

una sola vibró

en el aliento turbio. Suspendida.

Cuando tuviste sed

dijiste: ELVIRA.

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