"El incompetente es peligroso no solo porque es incompetente, sino sobre todo porque es inconsciente" Ahora, hágase a un lado, señor Mazón
    
            La incompetencia puede ir acompañada de arrogancia, ya que los incompetentes tienen una confianza exagerada en sus propias capacidades, no perciben sus límites, no admiten sus errores, no reconocen y pueden incluso llegar a despreciar la competencia de los demás
            El ultratécnico tiene una tendencia natural a sobrevalorarse, a no admitir errores, a no aceptar críticas, a considerar ignorantes a los demás; con la variable muy peligrosa del competente que se revela incompetente
    
En los últimos tiempos, se ha avivado el debate sobre la (real o supuesta) incompetencia de algunos titulares de cargos públicos, incluso en niveles especialmente altos (cada uno puede pensar en los ejemplos que se le ocurran). El Sr. Carlos Mazón Guixot es uno de ellos. Hoy ha presentado su dimisión como Presidente de la Generalitat Valenciana.
Se suele citar el efecto Dunning Kruger (del nombre de los autores, dos investigadores estadounidenses): un peligroso cortocircuito mental que condena al incompetente a no darse cuenta de su propia incompetencia.
No es que sea una novedad: ya Sócrates advertía que «solo es sabio quien sabe que no sabe, no quien se engaña a sí mismo creyendo que sabe y, por lo tanto, ignora incluso su propia ignorancia».
En resumen: ¡el incompetente es peligroso no solo porque es incompetente, sino sobre todo porque es inconsciente!
La novedad de los estudios de Dunning y Kruger es la experimentación de la propensión de los incompetentes a sobrevalorarse.
            El resultado de este experimento es interesante: el incompetente sobrevalora sus propias capacidades y subestima las de su grupo de referencia.
Por lo tanto, la incompetencia puede ir acompañada de arrogancia, ya que los incompetentes tienen una confianza exagerada en sus propias capacidades, no perciben sus límites, no admiten sus errores, no reconocen y pueden incluso llegar a despreciar la competencia de los demás.
Hay una esperanza: que el incompetente, con la experiencia (a menudo adquirida, por desgracia, a costa de otros), se vuelva menos incompetente.
O bien —lo que, por desgracia, es más difícil— que el incompetente tome conciencia (como Sócrates) de su ignorancia y la transforme en un valor positivo. O bien, llegado el caso, que dimita del cargo que ostenta.
            La incompetencia es ciertamente un riesgo para los asuntos públicos.
Pero ¿el competente es inmune a los defectos? ¿Es realmente la competencia la mejor garantía para una gestión prudente de nuestros intereses como ciudadanos? ¿Basta con poner en cada cargo público a un profesional absoluto del sector?
No es así.
El llamado técnico (tampoco aquí faltan ejemplos) corre el riesgo de compartir algunos defectos con el incompetente.
En primer lugar, la arrogancia, cuando no la presunción: el ultratécnico tiene una tendencia natural a sobrevalorarse, a no admitir errores, a no aceptar críticas, a considerar ignorantes a los demás; con la variable muy peligrosa del competente que se revela incompetente.
            Pero, sobre todo, la competencia técnica no es garantía de buen gobierno si no va acompañada de sensibilidad política, de la capacidad de identificarse con las necesidades del ciudadano de a pie: la justicia no es solo asunto de abogados o magistrados, la sanidad solo de médicos, la educación solo de profesores.
Por lo tanto, incluso la competencia, cuando se convierte en tecnicismo, conduce a una mala gestión.
Pero siempre es mejor contar con personas competentes que con incompetentes, ya que estos últimos tienen una tendencia universal al error.
¿Y entonces?
En primer lugar, quienes administran, a cualquier nivel, deben estar dotados de sentido común individual y aquí la responsabilidad (pesada) recae en quienes eligen, ya sea el votante individual (cada uno de nosotros) con su voto o el líder «político» de una coalición de gobierno de cualquier nivel.
Una vez elegidos, los administradores deben adquirir una cualidad fundamental: la de saber escuchar.
Además, son útiles las escuelas de administración y política: no se inventa a los administradores públicos sin una preparación, es decir, sin estudiar.
Por último, y fundamentalmente, en una época en la que se corre demasiado, hay que reevaluar el papel de una cualidad que parece olvidada, la experiencia, que es diferente de la competencia: cada trayectoria se compone de gradualidad, de adquisiciones sucesivas.
            La experiencia significa sí conocimiento, pero también resiliencia, visión estratégica, mesura, modestia.
Como decía Cicerón, «los sabios se instruyen con la razón, las mentes comunes con la experiencia, los estúpidos con la necesidad y los brutos con el instinto».
A lo dicho, pues. Muchas gracias por sus servicios y, ahora, hágase a un lado, Sr. Mazón.