"En el año 1201, el papa Inocencio III afirma la existencia de la pena de daño y la pena de sentido. Es decir: el sufrimiento del infierno" Antoni Ferret: "La creencia en el mito del infierno es la aberración más grande que ha habido en la historia de la humanidad"

El diablo en el infierno
El diablo en el infierno

"Clemente de Alejandría y Orígenes creían en un tipo de 'infierno espiritual'"

"Entre finales del siglo IV y comienzos del siglo V, se produce la perversión: se empieza a hablar de un infierno de fuego, que quema, y a continuación, que es eterno"

"San Agustín, además de afirmar el carácter físico del infierno, y su eternidad, asegura que irán condenados a él todos los paganos, no evangelizados todavía, o sea la gran mayoría de la humanidad"

"En el año 1201, el papa Inocencio III afirma la existencia de la pena de daño y la pena de sentido. Es decir: el sufrimiento del infierno"

En otro lugar he escrito que la creencia en el mito del infierno es la aberración más grande que ha habido en la historia de la humanidad. Hacía mucho tiempo que quería saber cómo la Iglesia había adoptado la creencia de esta barbaridad, cuándo, por culpa de quién. Pero parecía todo un tabú. En mi libro sobre «La Biblia bien contada» queda claro que de la Biblia no se puede sacar aproximación alguna en este sentido, aunque un texto de Cristo «muy mal interpretado» sí daría lugar a ello.

La primera sorpresa es que esta adopción de la herejía no fue en un momento, en una época, sino poco a poco, a lo largo de mil años. (Sí, sí, mil años.) La segunda sorpresa es que no fue, como yo pensaba, por la mala interpretación de las palabras sobre el Juicio final. Pues no. Muy sorprendentemente, el progresivo cultivo de esta teoría se hizo del todo al margen de la Escritura, como si esta no existiera. No lo puedo entender.

Otra característica, esta nada sorprendente, es que la Iglesia oficial reacciona ante el problema de modo influido por las opiniones de los pensadores «cristianos». En los primeros siglos, esos pensadores son los llamados «Padres de la Iglesia».

En el siglo III, tan sólo doscientos años después de la predicación de Cristo (¡sólo doscientos años!!) empezaron las mentiras y las herejías. ¡Pero no de golpe! Al principio todo fue muy suave, incluso parecería aceptable. Así Clemente de Alejandría y Orígenes creían en un tipo de «infierno espiritual»: el alma del pecador, después de la muerte, tendría un fuerte sentimiento de arrepentimiento por los pecados cometidos, que la haría sufrir. Pero sería temporal, y se acabaría. Porque la bondad divina haría que, al final de todo, incluso el demonio se acabaría salvando. Si todo hubiera sido así...

En el siglo IV, con san Ambrosio y Gregorio de Nisa, sigue la misma tónica. Pero, entre finales del siglo IV y comienzos del siglo V, se produce la perversión: se empieza a hablar de un infierno de fuego, que quema, y a continuación, que es eterno. Los precursores de la herejía son, primero, Juan Crisóstomo, y después san Jerónimo. Juan Crisóstomo añade una segunda barbaridad al decir que todos los paganos irán al infierno, porque, al no haber recibido el bautismo, son incapaces de hacer nada que sea bueno.

San Jerónimo flagelado por los ángeles

Pero con san Jerónimo empieza una evolución delirante, que hay que explicar muy bien y que sea bien entendida, porque es de antología. Se desarrolla en tres fases:

1) Jerónimo oscila, a lo largo de su vida, en dos posiciones: un infierno con fuego físico, y su regreso a la versión anterior, espiritual.

2) Finalmente, Jerónimo establece esta teoría: la versión espiritual, del arrepentimiento, es la verdad. Pero no interesa explicarla al pueblo. Este necesita algo que le dé más miedo, para mantenerse más o menos en el bien. Hay que predicar un infierno de fuego, que quema.

3) Conforme entramos en el siglo V, se da un fenómeno psicológico increíble: los sucesivos pensadores, aquella mentira oficial, que era para contarla al pueblo, se la acaban creyendo, todos. Ya no se hablará jamás de un infierno espiritual.

En el siglo V, san Agustín será la culminación de esas concepciones aberrantes y anticristianas. Este superhereje, además de afirmar el carácter físico del infierno, y su eternidad, asegura que irán condenados a él todos los paganos, no evangelizados todavía, o sea la gran mayoría de la humanidad. Serán condenados a él... los niños muertos sin bautizar... (Aseguro que eso lo dice Georges Minois, que nadie imagine que lo digo yo, porque yo no me lo puedo creer. Pero lo dice Minois.) Y, naturalmente, irán todos los cristianos que se obstinen en el pecado. Y a este hombre lo hicieron santo, y no sólo santo, que eso ya se hace corrientemente, sino que se le tiene por una de las mentes más preclaras de la historia del cristianismo. (Pues, vaya que...)

Infierno

Ante ese alud de mentiras y despropósitos, una Iglesia oficial ya notablemente divorciada del Evangelio, cede a la nueva oleada, muy pronto: antes de acabar el siglo IV, incluso antes del mensaje terrorífico de san Agustín. A finales del siglo IV, y bajo la autoridad del papa Damas, se publica un Credo que, entre las cosas mencionadas como creídas (es la función de un credo), ya incluye la terrible frase de «suplicios eternos». Era lo esencial: suplicios y eternos. Sin embargo, todavía se puede decir que, por una parte, era una frase que incluía lo esencial pero no era todavía un documento completo, que describiera «todo» el fenómeno. Y por otra parte, era promovido por un papa, no por un concilio. Media autoridad...

Y durante esta larga fase histórica (Antigüedad) las cosas no fueron más allá. Porque, si bien casi dos siglos más tarde (año 543), el Concilio de Constantinopla condenó la doctrina llamada de la «atenastase» (palabrota que significa: seguridad de una salvación universal, en la cual incluso el demonio, al final, volvería a Dios), condenar esa teoría tan bonita era condenar una cosa buena, pero no era aprobar nada concreto.

Nos quedamos, pues, de momento, con una frase terrible, pero no formando parte todavía de una doctrina plena y coherente, basada en una autoridad fuerte. Y, paradójicamente, esta mala frase era debida a un papa, Damas I, del cual se dice (pero no es del todo seguro) que era catalán, nacido en el pueblo de Argelaguer (Garrotxa). ¡Qué vergüenza para nosotros!!: ¡el primer papa hereje!

A continuación se señala la fase de las reflexiones en el ámbito monástico, a lo largo de la Edad Media. Pero para simplificar no he querido seguirlo, y he saltado a la tercera fase, la de los (considerados) grandes teólogos de los siglos XII y XIII. Y singularmente santo Tomás. Y ya será el desastre definitivo.

Infierno

Esos teólogos no añadieron más penas a la doctrina del infierno, porque ya no podía haber más. Sino que se dedicaron a hacer toda una serie de precisiones, como si dijéramos, dibujar la «cultura del infierno»: Distinguir entre pecado mortal y pecado venial, y que sólo al primero correspondía la condena del infierno. Y la Iglesia, con la confesión, tenía la llave del infierno o del paraíso. Más cosas: Después de la muerte tiene lugar el «juicio particular», que ya decide, de forma que el Juicio final no es más que un tipo de ceremonia oficial de una cosa ya decidida. Y todavía: Los condenados sufren dos penas: la pena de «daño» (no poder ver a Dios) y la pena de «sentido» (la quema del fuego). Este castigo sólo es para quienes mueren en pecado mortal. Los no bautizados, los niños y los paganos no van al infierno, sino al limbo, donde no sufren ningún tipo de tormento físico. (Santo Tomás, a pesar de todo, era mucho más inteligente que san Agustín.)

Pero la característica peor de estos teólogos era que, en sus reflexiones, Dios aparecía siempre como JUEZ, e incluso como juez y parte, porque los pecados eran cometidos contra él. (Sin embargo Cristo nos lo había presentado siempre como «padre»... )

Y.. ahora sí que la Iglesia oficial ya se entregó del todo al enemigo. En el año 1201, el papa Inocencio III afirma la existencia de la pena de daño y la pena de sentido. Es decir: el sufrimiento del infierno. Y, muy pronto, en 1215, el concilio del Laterán afirma la eternidad de las penas. Ya lo teníamos todo (bien estropeado). Pero todavía parecía que lo aprobaran por partes, cual si no quisieran asustar demasiado.

Papa Inocencio III

Pero dos siglos después, en el Concilio de Florencia, de 1439, ahora ya una Iglesia plenamente renacentista, rica, fuerte, muy aficionada al arte, mecenas generosa en este sentido, que tenía todas las condiciones que se pudieran desear, menos la de ser cristiana, aprobó la gran declaración, la que ya no dejaba ningún tipo de duda, que lo decía todo, todo lo malo que se pudiera llegar a decir. La vergonzosa declaración, toda ella herética, sin ni una palabra que dijera la verdad, rezaba así:

«La santa Iglesia romana cree firmemente, confiesa y anuncia que nadie, fuera de la Iglesia católica, ni pagano, ni judío, ni no creyente, ni nadie que esté separado de la unidad, tendrá parte en la vida eterna, y caerá, al contrario, dentro del fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles, si no vuelve a ella antes de morir»

Pero, para acabar la tan triste historia, recordemos que esta Iglesia, esta, es la que, al cabo de cuatro días (unos 80 años), podrida de vicios y escándalos, sería la causa principal de la división de los cristianos/as (que todavía dura).

El infierno en la capilla Sixtina

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Ya saliendo del tema, pero no del todo, he tenido curiosidad por saber algo del «campeón del infierno»: el papa Inocencio III. Como hemos visto, él aprobó, él solo, la doctrina de las penas, y, en concilio, la eternidad de estas. Su crónica alarga media columna de la Enciclopèdia Catalana, y no sabemos quién la firma porque es una sigla, pero, como acostumbra a pasar mucho en estos casos, no dice ni una palabra de esas monstruosas decisiones. Para el cronista, no deben de tener importancia. En cambio, sí menciona todas sus intervenciones políticas, que fueron muchas, y también menciona su otra gran barbaridad: la cruzada contra los cátaros (los cuales ya sabemos que no eran ninguna maravilla, pero sí mucho mejores que la Iglesia de Inocencio).

Según el cronista, no siguiendo su criterio, sino el mío, Inocencio III, en 18 años, sólo hizo una sola cosa buena, que el cronista explica en menos de una línea: «Apoyó a las órdenes mendicantes». Para no iniciados, se refiere a franciscanos y dominicos, que fueron lo único bueno que la Iglesia tuvo en aquellos siglos negros, y que eran, precisamente, una reacción evangélica ante la púrria de Inocencio et alii. Para el cronista... menos de una línea. Todo un ejemplo de papa y todo un ejemplo de cronista.

Dios Padre

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