Minimizar y magnificar (verbos Covid-19) Antonio Aradillas: "En la Iglesia todo es grande, magnífico y sublime. Lo de 'mínimo' no va con ella"

San Francisco de Padua, fundador de la Orden de los Mínimos, se escandalizó de las riquezas de Roma
San Francisco de Padua, fundador de la Orden de los Mínimos, se escandalizó de las riquezas de Roma

A la política, a la religión y a las relaciones humanas les faltan gestos y palabras de veracidad, de humildad, de humanidad, de profesionalidad y de vocación y les sobran toneladas de magnificaciones

Baste decir que se calificó de tropiezo el hecho de que al Jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil se le ocurrió proclamar llanamente que “las personas por personas, habrían de estar y prevalecer siempre sobre la política"

"Mi añorado recuerdo para san Francisco de Paula quien, tras peregrinar a Roma a finales del siglo XV, "escandalizado por los lujos de los altos dignatarios eclesiásticos" decidió fundar la 'Orden Religiosa de los Mínimos'"

En la asilvestrada vocinglería que hoy se cultiva, sobre todo en la política y alrededores, surgen palabras –a veces “palabros” – a las que difícilmente el diccionario llegará a acunar en su seno. Entre otras razones, porque lo que coyunturalmente pretendieron y pretenden sus “inventores”, es equivocar las raíces de la convivencia entre los humanos, haciéndola ininteligible e impracticable, aunque siempre en provecho propio y de sus intereses tanto personales como colectivos. Pero el caso es que, de vez en cuando y con todos los requisitos académicos y gramaticales, campea algún término que con las bendiciones y predicamentos correspondientes, torna viables y hasta ennoblecen, su registro y existencia. El caso al que me refiero y que es eje de estas reflexiones, puede aproximadamente explicarlo.

Se trata de la palabra “minimizar”, que hasta el presente se encontraba aterida de frío, escondida entre los pliegues de los párrafos de los tratados humildes y humillados de la política, de la Iglesia, de la sociedad y de la vida en general, por lo de “mínimo” –“reducir o quitar importancia” o “superlativo irregular de pequeño”-, sin que a nadie pudiera serle de utilidad, provecho y superación la “cruel” precedencia de su etimología.

Pero recientemente a un “buen hombre”, que en su “currículum vitae” cuenta con hazañas de extraordinario relieve en servicio del prójimo, -en la actualidad Jefe del Estado Mayor, de la “Benemérita Guardia Civil,- delante de todos los medios de comunicación social habidos y por haber, se le ocurrió proclamar lisa y llanamente que “las personas por personas, habrían de estar y prevalecer siempre sobre la política”, con la discreta alusión a que tal convicción habría de primar en el ideario de la profesión- vocación a la que él se debía…

No. No fue un “lapsus”, descuido verbal, o “patinazo”. El texto lo llevaba escrito, y lo deletreó con soltura y sin entorpecimiento alguno. Quienes alegan que se trató de un tropiezo, es posible que no hablen por sí mismos, sino al dictado de otros, equivalente al rudo dicho popular de lo de “por la boca de ganso”.

Y es que a la política, a la religión y a las relaciones humanas en general, les faltan gestos y palabras de veracidad, de humildad, de humanidad, de profesionalidad y de vocación. Les sobran mentiras, en proporciones idénticas a como les sobran toneladas de magnificaciones, dando la infeliz impresión de que ellos –sus protagonistas- están y sirven solo o fundamentalmente para eso: para ser alabados y magnificados hasta por los mismos miembros de la oposición.

Pero lo mío, aquí y ahora es reseñar que a la Iglesia, en términos generales, con inclusión también de los tiempos “coronavíricus”, y en sus recintos religiosos, le sobra conjugar el verbo magnificar, como si este fuera posesivo de la institución. Lo de “mínimo” no va con ella. En la Iglesia todo es grande, magnífico y sublime. Ella –la Iglesia- es y está sobre todo y sobre todos. Hay adjetivos referentes a “espectaculares” y “eternos” –“non prevalebunt”-, que acapararon sus representantes en la tierra, o les fueron generosamente cedidos por el pueblo fiel y por sus “legítimas” autoridades “en el nombre de Dios”, y desde el “reverendo” título de los curas de a pié, al de “Su Santidad” del Romano Pontífice, el camino oficial, canónico y litúrgico, ha de ser recorrido con magnificencia, satisfacción, y religiosidad, por cardenales, patriarcas, metropolitanos, obispos, arzobispos, canónigos, arciprestes, doctores, santos y santas, con proliferación de atributos, especialidades y altares….

El “Magnificat”, en el primero de sus versículos, -que no en los del resto-, es el canto- epinício propio de los “profesionales” burócratas de la Iglesia. De la virtud de la humildad –minimizar- tal vez por aquello de que también es del género femenino, no suelen ser devotos ni partidarios la mayoría de los miembros de la jerarquía eclesiástica. Basta y sobra, para comprobarlo, con consultárselo a los liturgos, y con comprobar los feudales comportamientos dentro y fuera de los templos, tanto en los actos y ceremonias “religiosas”, como en las sociales, cívicas y además y sobre todo, palaciegas.

Desde aquí, mi añorado recuerdo para san Francisco de Paula, calabrés por más señas, quien, después de peregrinar a Roma a finales del siglo XV, “escandalizado por los lujos de los altos dignatarios eclesiásticos”·, tal y como narran sus hagiógrafos, decidió fundar la “Orden Religiosa de los Mínimos”, incluyendo en sus Constituciones la originalidad de un cuarto voto… Además de castidad, pobreza y obediencia, habrían de prometer sus frailes considerarse “mínimos” –“últimos entre los demás”- condición que caracterizó a aquellos “hombres buenos”, como fueron conocidos, reconocidos y tratados por el pueblo….

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