Un cuento sobre la verdadera presencia de Cristo Apócrifo del Corpus Christi

Corpus
Corpus

En una librería de viejo del viejo Madrid compré hace años un libro editado por una vieja cofradía que lleva por título el de “Milagros del Corpus Christi”. Después de aclarar en una prolija introducción histórica los orígenes y la evolución de la festividad del Corpus, el libro contiene toda una serie de relatos de milagros eucarísticos, unos más sonados que otros; algunos, por así decirlo, canónicos y otros claramente apócrifos o espurios.

Dentro del libro impreso, al resguardo de las guardas posteriores del mamotreto, había unas cuartillas mecanografiadas con el título de “El milagro de Halmar”. Las cuartillas amarillentas estaban unidas por una grapa en el margen izquierdo y los renglones escritos a máquina alternaban con otros trazados a mano. Evidentemente, el relato intruso se cobijó en el libro impreso tiempo después de la publicación del prodigioso volumen.

El viaje de tus sueños, con RD

El relato completo dice así: 

“A mediados de la primera mitad del siglo pasado, siendo don Bonifacio de Soto párroco de la villa de Halmar, una de las parroquias más pingües de una vetusta diócesis castellana, se produjo el milagro que a continuación se detalla. El párroco frisaba ya en los setenta y más que martillo de herejes o director de conciencias al uso tenía cuerpo y alma de apóstol de la caridad bien entendida. Su figura espigada y oronda era tan familiar entre sus feligreses como la torre de la iglesia, el depósito del agua o el reloj del ayuntamiento.

Aquel jueves del Corpus, don Boni se había levantado muy temprano. Tenía que memorizar el sermón, escribir las preces y ensayar los cánticos y oraciones que debían teatralizar los niños y niñas de primera comunión, que ese día volvían a misa y a la procesión trajeados como el jueves de la Ascensión. Pero a media mañana, cuando estaba a punto de rematar el sermón, le trajeron recado de que don Blas, el antiguo alcalde de la localidad, estaba en las últimas y era obligado administrarle los últimos sacramentos. La cuestión era que don Blas vivía en una casa solariega distante unos tres kilómetros del pueblo. Mal le sentó aquel contratiempo al cura, pero no se podía dejar sin los divinos auxilios a aquel bendito hombre de Dios que tanto bien había hecho a la iglesia y a los pobres de la parroquia. Conque no tuvo más remedio que remangarse la sotana, entrar en la cuadra y aparejar a la mula a lomos de la cual solía desplazarse hasta las pedanías o alcairías alejadas del casco urbano. De joven se había apañado con una borrica, pero cuando pasó de los sesenta y entró en carnes tuvo que procurarse un animal de mayor alzada y más robusta complexión. El párroco tuvo que comprar entonces una mula a un tratante de ganado mular y asnal al que todo el mundo conocía como el tío Salomón, razón por la cual el pueblo entero bautizó y aun confirmó a la mula con el bíblico nombre de “Salomona”.

La Salomona parecía dormitar plácidamente aquella mañana y acaso por no estar acostumbrada a trabajar en festivo, y menos en ayunas, expresó su mal humor con un par de moderados rebuznos que luego derivarían en destemplados desplantes cada vez que el bueno del cura le daba espuela acongojado por la prolija liturgia del día que había dejado a medio cocinar. Estaba de Dios que precisamente en fecha tan reluciente su sermón había de quedar algo cojo y la liturgia toda un tanto insulsa

Procesión del Corpus

Pero el cura no se resignaba. Cumplido su sagrado deber para con el moribundo y tras expedir a este su pasaporte para el cielo, de vuelta al pueblo, cada vez más agobiado por la prisa, el bueno de don Boni se montó en la mula a mujeriegas para no deslucir la sotana nueva en día tan brillante y al llegar al pueblo, a la fuente en la que saciaban su sed hombres y animales, al sitio donde las mujeres lavaban la ropa o se desprendían de inmundicias, la Salomona se fue derecha al pilón para hundir el belfo en sus aguas porque el sol estaba ya en todo lo alto y aquel año los rigores de la canícula se anunciaban ya a grandes voces. Mientras la mula se hinchaba de agua, el cura reparó en que al otro lado del pilón, a la sombra que ofrecía el muro del bebedero, había un muchacho que pedía socorro con palabras ininteligibles. 

Don Boni se tiró de la mula, que siguió bebiendo ahora a sus anchas, y corrió hasta llegar al sitio donde el joven yacía. Tenía una cruz tatuada en la frente y llagas en rostro, pies y manos. Imposible saber si era tullido, leproso, mendigo o borracho sin más, y menos aquella mañana tan ajetreada. Por más que le preguntó, el cura no logró sonsacarle ni una palabra que revelara su procedencia, estado o condición. Aunque aquella mañana la prisa le carcomía, el párroco de Halmar no pudo dejar de acordarse de la parábola del buen samaritano y de la del juicio final. Mas como allí los medios para socorrer al pordiosero eran pocos, y la prisa le seguía quemando sus sacerdotales y paternales entrañas, le dijo al mendigo con queda voz que se pasara por la casa rectoral después de la procesión para ver qué se podía hacer por él y que no obstante mandaría recado al médico para que viniera a reconocerle. 

Cuando la mula se hartó de beber tuvo hambre y, al ver al mendigo en brazos de su amo, barruntando que aquello iba para largo, esbozó un conato de respingo y salió corriendo hasta que llegó a la puerta de la cuadra sita en la trasera de la casa rectoral, reclamando, además del pienso mañanero que se le había hurtado por mor de don Blas, el de mediodía. Pero el bueno del cura, acongojado por el desplante de la acémila, se olvidó del mendigo y salió tras ella resoplando como fuelle de fragua. No le faltaba más que se le extraviara la mula que tanto trabajo le había costado domeñar. 

Cuando llegó a su casa, cada vez más angustiado por la prisa, se olvidó del mendigo y del médico, así como de despojar a la bestia de sus ocasionales aparejos y de echarle su bien merecido pienso. Apenas tuvo tiempo de sentarse un rato para tomar huelgo y abanicarse un poco con la teja mientras la Salomona, privada de desayuno y almuerzo, protestaba amargamente en la cuadra con sonoros rebuznos. 

Cuando el párroco llegó por fin a la iglesia, el suelo de esta estaba ya alfombrado con ramilletes de tomillo y romero; los feligreses hacía ya rato que le estaban esperando, unos fuera del templo y otros ya acomodados dentro de él; los niños y niñas que días antes habían tomado la primera comunión estaban en lugar preferente con cestitas de dulces y frutas que luego habían de subastarse a beneficio de la cofradía, mientras el muñidor, cansado ya de convocar a los cofrades, hacía sonar y resonar su esquila tratando en vano de acallar el murmullo reinante en el templo y fuera de él. 

Una vez revestido con el sagrado atuendo y disimulado un poco el sofoco, el sacerdote comenzó la misa con la unción que le caracterizaba, aunque el sermón resultó algo deslucido por no haber podido rematarlo a causa del último viaje de don Blas. 

Terminada la santa misa, el sacerdote se despojó de la casulla, se puso sobre el alba la capa pluvial y se sobrepuso el humeral para recibir en sus manos la custodia con la hostia bendita alojada ya en el viril. A la puerta de la iglesia le estaban esperando los portadores del palio, las autoridades municipales, los portaestandartes de las cofradías, la banda de música y los monaguillos con los ciriales y la manga procesional. Pero cuando estaba a punto de salir del templo clavó sus ojos en la custodia y vio que la hostia santa había desaparecido del viril; quizá el mecanismo de apertura y cierre estaba roto y la sagrada forma se había caído al suelo. Mas estando como estaba el santo suelo cubierto de cantueso y romero, ¡a ver quién la encontraba ahora! El párroco estuvo un buen rato escudriñando el suelo de la iglesia con sus ojos de miope patológico, al alimón con los de los dos linces que oficiaban de acólitos, uno de los cuales portaba a dos manos el incensario y el otro la naveta con el incienso y el acetre para sahumar y rociar con agua bendita los altares levantados en las calles por las que pasaba la procesión. Pero la hostia no aparecía.

 Cansado ya de buscar y rebuscar, el párroco, sudando como un pollo, abrió el sagrario y cogió la hostia grande que tenía de reserva para la exposición del Santísimo de los jueves. Metió luego aquella hostia en el viril, le cerró con respeto reverencial y salió corriendo con la custodia en ristre para dar por fin comienzo a la procesión. 

Mas al salir a la calle, el cura puso de nuevo sus ojos en el ostensorio y advirtió harto contrariado que también la segunda hostia había desaparecido. Aquello parecía ya broma pesada y el bueno del párroco no sabía qué hacer, si entrar otra vez en la iglesia, soltar aquella custodia averiada o embrujada, abrir otra vez el sagrario y coger el sufrido copón con las hostias menudas para hacerlo procesionar en lugar del ostensorio. Y entonces tuvo una especie de corazonada que de momento no fue a más. 

Pero cuando se acercó a los del palio vio venir hacia él al joven mendigo del pilón con un aspecto muy distinto del de antes. Le reconoció por la cruz de la frente. Estaba como transfigurado: ya no tenía llagas ni parecía borracho ni mendigo ni tullido. Los moratones habían desaparecido del todo y lucía ahora una melena bien peinada. Hasta se habría atrevido a decir que olía bien, si no fuera porque aquel día el olor a tomillo y romero sahumado por el incienso lo perfumaba todo. Su tez más clara que morena, su cabeza más larga que ancha, su nariz prominente y algo aguileña, amén de los ojos y cabellos negros como el azabache, eran trazas todas de la raza semita. El cura ahora dio rienda suelta a su corazonada antes reprimida. Pero qué pintaba allí un joven de raza semita en día y momento tan señalados. Don Boni reparó entonces en que las dos hostias fugitivas estaban alojadas en la pechera del semita y empezaron a revolotear bajo el palio como dos mariposas emparejadas. Al poco, las dos formas se fundieron en una sola que volaba unas veces del pecho del joven judío a la custodia y otras de esta a la pechera del joven cristificado, hasta que por fin se posó en su espacio canónico, o sea, en la custodia, para descanso del párroco y de los circunstantes.

Algunas mujeres que enseguida se dieron cuenta del prodigio se postraron de rodillas y empezaron a cantar el Tantum ergo, que en buen romance empieza así: Veneremos, pues, postrados tan augusto sacramento; los antiguos sacrificios cedan ante el rito nuevo. 

 –El rito nuevo es la presencia real de Cristo en la eucaristía a la vez que su real presencia también en el prójimo necesitado. Lo otro son antiguallas –dijo para sus adentros el cuitado sacerdote.

El mendigo cristificado se acercó entonces al párroco y le susurró al oído:

–¡Viva Jesús sacramentado y encarnado en el prójimo necesitado!

–¡Viva y de todos sea amado! –le respondió el cura todavía más desazonado que sereno.

El joven mendigo entonces esbozó una sonrisa y obsequió al bueno de don Boni con un beso en su arrugado entrecejo, desapareciendo luego del lugar y del pueblo sin que nadie supiera dar razón de él. El rubor producido por aquel ósculo sagrado y el sudor frío que empezaba a destilar todo su cuerpo despertaron al sacerdote. Y el canto del gallo que dormía en la cuadra con la mula le convenció de que todo había sido un bendito mal sueño. El párroco entonces se serenó y ahora ya sin prisa cayó otra vez en brazos de Morfeo”. 

Dicen los más viejos del lugar que por aquel entonces don Bonifacio patentó la costumbre de hacer desfilar bajo palio el día del Corpus a un pobre de solemnidad de la parroquia o de los pueblos circunvecinos junto a la custodia portada por él. Pero cuando falleció aquel venerable sacerdote la costumbre declinó porque el cura entrante consideró que aquello era un rito innecesario y porque son pocos los cristianos a los que no les da vergüenza parecer pobres.

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