La herencia del nacionalcatolicismo sigue intacta en los registros de la propiedad Cincuenta años sin Franco: el expolio del patrimonio que la democracia heredó se mantiene
"Todos los gobiernos, de todos los colores, han preferido mirar hacia otro lado. Se han publicado listados parciales. Se ha remitido a ayuntamientos y particulares a que peleen caso por caso. Se ha hablado de 'errores' o 'confusiones'. Pero nadie ha querido afrontar el problema de fondo: en una democracia aconfesional no puede mantenerse un privilegio de raíz franquista"
"No se discute el derecho al culto ni el uso de estos bienes para el mismo. Lo que se cuestiona es la apropiación privada, mediante un privilegio excepcional, de bienes que han sido financiados, mantenidos y vividos como patrimonio común"
| José María Rosell Tous. Presidente Coordinadora estatal Recuperando
Se cumplen cincuenta años de la muerte de Franco. Medio siglo después, España se reivindica como un Estado social y democrático de Derecho. Pero basta mirar hacia los Registros de la Propiedad para comprobar hasta qué punto la herencia del nacional-catolicismo ha estado intacta.
El caso de las inmatriculaciones de la Iglesia Católica es quizá el ejemplo más sangrante. En 1975, cuando muere el dictador, el escándalo aún no es conocido. El mecanismo está oculto en la normativa hipotecaria: basta la “declaración” de un obispo para inscribir un bien a nombre de la Iglesia. Sin escritura, sin título de dominio, sin prueba alguna de su propiedad. La firma episcopal actúa como llave maestra del Registro.
En 1978, la Constitución proclama la aconfesionalidad del Estado. Ya no hay religión oficial. A partir de ese momento, mantener un privilegio registral reservado a la Iglesia Católica choca frontalmente con el nuevo marco constitucional.
Sin embargo, no se toca. Ni en la Transición ni después. Durante más de cuarenta años, hasta 2015, se sigue admitiendo la “certificación” de un obispo como título suficiente para inmatricular fincas, viviendas, locales, huertos, casas rectorales, ermitas o plazas. Mientras tanto, cualquier ciudadano particular tiene que aportar títulos de propiedad o abrir un expediente de dominio. La Iglesia Católica conserva un atajo de origen franquista que se mantiene plenamente operativo en democracia.
El resultado está hoy a la vista: más de 100.000 bienes inmatriculados a nombre de la Iglesia Católica en todo el país, muchos de ellos en plena etapa constitucional. Propiedades de todo tipo, a menudo vinculadas a usos comunales o al patrimonio público local.
Pero la historia no termina ahí. A finales de los años noventa, el gobierno de José María Aznar decide no sólo mantener ese privilegio, sino ampliarlo. Con su modificación del Reglamento de la Ley Hipotecaria, en 1998, la Iglesia pasa a poder inscribir también lugares de culto: catedrales, iglesias históricas, ermitas, basílicas. Algo que ni siquiera el franquismo había hecho, dado que esos bienes siempre habían tenido un carácter especial y se consideraban “extra commercium”.
Ese cambio abre la puerta a una oleada de inmatriculaciones de bienes históricos y de especial relevancia cultural. Cincuenta años después de la muerte de Franco, la Iglesia aparece como titular registral de cerca del 80 % del patrimonio histórico-cultural del país, incluyendo bienes declarados Patrimonio Mundial por la UNESCO como la Mezquita de Córdoba o el prerrománico asturiano.
En 2015, otra reforma de la Ley Hipotecaria, forzada por una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cierra por fin la vía de la “certificación” eclesiástica. Se elimina el privilegio para el futuro, pero se blindan sus efectos pasados. Se da por bueno todo lo inmatriculado durante décadas al amparo de ese mecanismo excepcional. No hay nulidad de oficio. No hay revisión general. No hay asunción de responsabilidades políticas ni administrativas.
Todos los gobiernos, de todos los colores, han preferido mirar hacia otro lado. Se han publicado listados parciales. Se ha remitido a ayuntamientos y particulares a que peleen caso por caso. Se ha hablado de “errores” o “confusiones”. Pero nadie ha querido afrontar el problema de fondo: en una democracia aconfesional, no puede mantenerse un privilegio de raíz franquista que ha permitido a la Iglesia apropiarse de más de 100.000 bienes sin acreditar su dominio como se exige a cualquier ciudadano.
Se suele decir que es un asunto “muy complejo”. Y sin duda lo es: hay décadas implicadas, y situaciones muy diversas. Pero eso no significa que no pueda y deba ser abordado. Y para empezar a hacerlo, basta con algo con lo que no contamos: voluntad política.
Son necesarias dos cosas:
Primero, abandonar el oscurantismo y la ocultación imperantes. Es necesario que se conozcan con detalle, de manera que puedan ser identificables, todas los bienes inmatriculados al amparo de una mera declaración eclesiástica desde 1946. No es de recibo que a ciudadanos, asociaciones e incluso parlamentarios del Congreso se les esté negando esta información. Es, simplemente, una cuestión de transparencia democrática.
Segundo, acatar nuestra Constitución. Declarar nulas de pleno derecho todas las inmatriculaciones realizadas desde 1978 basadas en estas declaraciones. A partir de ahí, la Iglesia Católica podrá inscribir aquello que pueda demostrar que es suyo, como cualquier otro ciudadano o entidad privada.
No se discute el derecho al culto ni el uso de estos bienes para el mismo. Lo que se cuestiona es la apropiación privada, mediante un privilegio excepcional, de bienes que han sido financiados, mantenidos y vividos como patrimonio común.
Cincuenta años después de la muerte de Franco, el mapa de las inmatriculaciones nos muestra hasta qué punto la democracia española ha tolerado, e incluso consolidado, una herencia jurídica del nacional-catolicismo.