"No naturalicemos más este espanto aberrante de que la Iglesia tiene dueños humanos" Cristo, la Iglesia, el Papa y Tucho
"La Teología, la ciencia sagrada, está para descubrir y acercar el siempre sorprendente Amor de Dios. Esa es su primera finalidad. Y así lo entiende y ejerce Tucho. Lo aprendió de chico"
| Alberto Roselli, diácono y periodista
En nombre de “mantener la buena fama y honor” de la Iglesia como institución, corremos el riesgo de olvidar al fundamento, a Aquel que la creó, le dio sentido y que dejó al Espíritu Santo para que enderece lo que los seres humanos torcemos cuando nos apropiamos de ella.
La Iglesia no se entiende sin Cristo.
Y Cristo no se entiende sin el Amor del Padre que en su Hijo se hizo servidor de todos.
O nuestra fe es reflejo en el servicio concreto del Amor del Padre en Quien es imagen visible de Dios invisible, o nos equivocamos de camino.
Estas claves son tan antiguas como el Evangelio, solo que parecería como si no pudiésemos resistirnos al espacio de confort que falsamente nos da el pertenecer a la Iglesia; sobre todo a los consagrados.
Si Cristo, el Servidor por antonomasia, dejó en la Iglesia un instrumento de servicio, cada miembro deberíamos realizarnos en el servicio al prójimo, cada quien en su estado, circunstancia y modo. Más concreto, imposible.
Y no es que haya gerentes que mandan y peones que obedecen. O somos todos servidores que vamos descubriendo el camino del hoy y del ahora caminando juntos, o convertiremos a la Iglesia en una especie de coto de caza, donde los que se la dan de ilustrados imponen cargas en los demás que ellos no tocan ni con un dedo.
Así, desde el Papa a toda persona que renovada por el bautismo forma parte de la Iglesia, está llamada a anunciar al Único Servidor como ejemplo de vida, que llama a renovarse a todo quien adentro o afuera de la Iglesia pretenda ser feliz y darle sentido de verdad a su vida.
Porque no hay nadie que pueda ser salvado por fuera de Jesucristo, muerto y resucitado.
Pero no primero desde la doctrina, sino desde el servicio concreto; que implica respeto, apertura, manos abiertas y alegría de quien lucha a diario para permitir que habite en sí mismo ese Amor inexplicable, misterioso y plenificante de Dios.
Hace tantos siglos que ocurre que nos parece normal que los burócratas de turno de la Iglesia, que ocupan espacios de poder sobre todo en el Vaticano, impongan sus fueros y brillanteces intelectuales diciendo quién sí y quién no; quién es apto y quién jamás podrá salvarse “si no cumple las reglas de pertenencia a la doctrina de la Santa Iglesia” a la que nombran como si fueran sus custodios y guardianes, siendo que, como se dijo, es ni más ni menos que el Espíritu Santo quien la inspira, cuida y guía.
No naturalicemos más este espanto aberrante de que la Iglesia tiene dueños humanos, que exigen ser respetados por sus títulos, nominativos y parafernálicos trajes más cercanos al ridículo que a la vida real.
Esa fauna anticristiana no duda en citar al mismísimo Cristo para imponer con gesto adusto y judicial, sus supuestos inamovibles principios.
El Vaticano II, Juan XXIII, Pablo VI, Francisco, ahora el papa León y muchos más se encargaron de recordarnos que hay que perderle el miedo a que el Espíritu sople y vuele todos los papeles ordenados sobre la mesa.
Que no hay que temer a (incluso) equivocarse como Iglesia, abriendo puertas, tocando carnes heridas, lastimándose por servir en nombre de quien se desangró por todos y cada uno, por la creación y en especial por los pobres, vulnerados y los indefensos.
Ese grupete, que parece ir pasándose el testigo generación tras generación, sigue reclamando al Papa León, la cabeza de quien consideran la mano de obra del “hereje Francisco”, me refiero al actual Prefecto de Doctrina de la Fe, el cardenal Víctor Fernández; o, como odian escuchar, simplemente Tucho, como si con eso exorcizaran al mismísimo diablo de la Iglesia.
Tucho, de quien se conoce muy bien su brillantez intelectual (aunque intenten negarla) y su reflejo pastoral, es de un pueblo del interior de la provincia de Córdoba, en la Argentina.
Alcira Gigena, se llama. Allí compartimos con él no sólo lugar de nacimiento sino parte de la infancia, adolescencia y juventud; escuelas y parroquia; eventos y campamentos, entre muchas otras cosas.
No tengo la capacidad para analizar de Tucho su camino ministerial, intelectual y personal, que son deslumbrantes; pero sí su mirada de Iglesia y hasta de la misma teología.
Por ejemplo, acerca de la Vírgen, por lo que cuestionan el último documento de su Dicasterio, invito a que le pregunten por la Capilla de Tegua, custodiada por la Virgen del Rosario de Tegua; o por la Virgen del Tránsito de Alpa Corral; o por la Gruta de la Virgen de Lourdes, entre otros lugares, donde aprendió a amar y hacer amar a la Madre de Cristo, presente en esos rincones nunca multitudinarios y siempre convocantes de la sencillez y el cariño de la gente que llamaríamos “común”.
Pero, así como a Tucho se lo conoce sin rimbombantes títulos -ya el mundo entero sabe quién es-, ¿por qué no se menciona a los trogloditas impedidores de turno? ¿Por qué no se menciona al cardenal Müller, autodenominado custodio de la ortodoxia? ¿O al ya fallecido cardenal Sodano, protector de movimientos de Iglesia lleno de abusadores y de los que lucraba? ¿O al tristemente célebre Secretario de Estado cardenal Bertone? ¿O al tan celebérrimo como ridículo cardenal Burke? ¿O a tantos otros a lo largo y ancho del mundo que vomitan veneno por ver jaqueado su poder detrás de la supuesta Tradición extemporánea y de los títulos de teología y filosofía que poseen, otorgados por encumbradas universidades?
A propósito, ya enseñaron varios Papas, entre ellos Francisco y también León, que la Teología no está por sobre el Evangelio y las personas; que no existe sólo para explicar el misterio y mucho menos para poner condiciones de pertenencia.
La Teología, la ciencia sagrada, está para descubrir y acercar el siempre sorprendente Amor de Dios. Esa es su primera finalidad. Y así lo entiende y ejerce Tucho. Lo aprendió de chico.
Por eso hoy está adonde está; por eso lo permite el Espíritu Santo; por eso el Papa y la Iglesia hoy lo necesitan.
La Teología es una cuestión, primero, de Amor; no de conceptos puros.
Porque Dios es Amor; porque estamos llamados a reflejarlo en nuestra vida a través del servicio, el de verdad, el que nos hace parte de un Pueblo amado, y nunca seleccionadores de moral hipócrita y vacía. No quedaríamos ninguno.
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