Buscar la soledad es una constante en la historia de la espiritualidad Días de desierto

Días de desierto
Días de desierto

"Muchas personas, desde siempre, han hecho examen y han buscado mejorar, y han surgido así los ejercicios espirituales, que así llamaban también los platónicos a ese mirar hacia dentro"

"Más tarde, se convierte en una costumbre cristiana, como también está en las tradiciones orientales"

"En la medida de lo posible, conviene dejar fuera todo lo que supone distracción, y en este sentido es 'hacer desierto', con un silencio exterior que es también recogimiento interior, en diálogo interior. Es ir dejando los problemas en manos de Dios, en confianza absoluta"

"¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Cuál es nuestro origen? ¿Cuál es nuestro fin? ¿De dónde viene y a dónde va todo lo que existe?"

Muchas personas, desde siempre, han hecho examen y han buscado mejorar, y han surgido así los ejercicios espirituales, que así llamaban también los platónicos a ese mirar hacia dentro. Más tarde, se convierte en una costumbre cristiana, como también está en las tradiciones orientales.

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Aunque no los ha inventado nadie, algunos métodos han sido más famosos, como el Exercitatorio espiritual de Cisneros, o los Ejercicios espirituales de S. Ignacio. Para ello, los griegos hablaban de una purificación para poder abrir los ojos a esa mirada interior, y los escritos neotestamentarios nos hablan de una metanoia, conversión de corazón, y poder agradecer el don de Dios, y preguntarnos: ¿en qué puedo mejorar para mejro corresponder a ese don?

En la medida de lo posible, conviene dejar fuera todo lo que supone distracción, y en este sentido es “hacer desierto”, con un silencio exterior que es también recogimiento interior, en diálogo interior. Es ir dejando los problemas en manos de Dios, en confianza absoluta.

Empezar con buen pie

El Salmo1 puede marcanos el camino inicial: “¡Dichoso el hombre que... se complace en la ley de Yahveh, su ley susurra día y noche! Es como un árbol plantado junto a corrientes de agua, que da a su tiempo el fruto, y jamás se amustia su follaje; todo lo que hace sale bien”. Es la promesa de que cuidando esa interioridad, todo marchará bien.

Se ha visto que estar abocados a la exterioridad, al tener (dinero, éxito, fama...) no aporta más felicidad sino pobreza espiritual, fruto de una superficialidad y planteamientos egoístas. Por desgracia, todo esto ha sido usado para manipular las conciencias por parte de muchos religiosos, pero hemos de encontrar la libertad interior, el discernimiento fruto de esa interioridad, que no admite ese tipo de manipulaciones. Cuenta Susanna Tamaro en su obra Donde el corazón te lleve (1994) que es una larga carta de su abuela a su nieta: "cada vez que, al crecer, tengas ganas de cambiar tantas injusticias en justicias, acuérdate que la primera revolución que has de emprender está dentro de ti, la primera y la más importante. Pues luchar por un ideal sin tener una idea de quién es uno mismo, es una de las cosas más peligrosas que puedan darse".

Esto nos recuerda la inscripción del frontal del templo de Delfos, en la Magna Grecia; "Conócete a ti mismo", que era para los filósofos el ideal de la sabiduría. Y la gran encíclica de la moral Juan Pablo II Fides et ratio (donde se ve la mano de Ratzinger) comenzaba con este principio que Sócrates ponía como inicio de la sabiduría, el conocimiento de uno mismo; también es el principio del cambio moral que necesitamos para poder responder a lo que Dios no pide, porque nos hace tomar conciencia de la propia miseria, que está ahí y hace falta sinceridad para reconocerla.

La aguda mirada que tenemos para ver los defectos del prójimo también deberíamos tenerla para ver los propios. Pero nos asusta tener un diálogo íntimo con nosotros mismos, y tenemos miedo de un amargo desvelamiento de los egoísmos secretos, de las pasiones vergonzantes, los intereses rastreros, y tantas miserias más. Cuenta aquel francés: “no sé cómo será el corazón de un criminal, pero me asomé al interior de un hombre de bien y quedé lleno de pavor”. Pero esa dolorosa verdad que se desvela cuando somos sinceros con nosotros mismos, tiene un efecto saludable, nos abre el camino a la humildad, verdad dulce que consuela...

En la citada novela de la Tamaro, sigue la abuela hablando de que el árbol ha de echar raíces, si no al crecer no hace más que acelerar la caída. Si crece para adentro, su crecimiento es seguro. Y, concluye, "cuando ante ti se abran muchos caminos y no sepas cuál tomar, no cojas uno al azar, sino que siéntate y espera. Respira, con la profundidad confiada con que respiraste el día que viniste al mundo, sin distraerte por nada, y espera, espera aún. Estate quieta, en silencio, y escucha tu corazón. Cuando éste te hable, levántate y ve donde él te lleve".

Como dice el sufi Bayazid "de joven yo era revolucionario y mi oración consistía en decir a Dios: 'Señor, dame fuerzas para cambiar el mundo'. A medida que fui haciéndome mayor y caí en la cuenta de que había pasado media vida sin conseguir cambiar a una sola alma, transformé mi oración y comencé a decir: 'Señor, dame la gracia de transformar a cuantos entran en contacto conmigo. Aunque sólo sea mi familia y amigos. Con esto me doy por satisfecho'. Ahora, que soy un viejo y tengo los días contados, he comenzado a comprender lo estúpido que he sido. Mi única oración es la siguiente: ‘Señor, dame la gracia de cambiarme a mí mismo’. Si yo hubiera orado así desde el principio, no habría malgastado mi vida"… no hay que ser tan depresivos, pero escarmentar en cabeza ajena sí que va bien.

No es cuestión de método, sino de interioridad

En una cultura de la posverdad (engaño y mediocridad), caracterizada por la autosuficiencia y el olvido de Dios, podemos fijarnos en una lucha titánica por crecer hacia fuera en los éxitos profesionales, de relaciones humanas, pero lo interesante es descubrir que la labor más importante la tenemos hacia dentro, como en un iceberg aflorará lo que llevemos como sumergido, en nuestra vida interior.

Posverdad

En nuestro mundo del look, la imagen, vemos caer a gigantes por meter la pata en cuestiones variada como la corrupción o escándalos sexuales, por citar algunas. Y es que tarde o temprano aflora lo que llevamos dentro. Además, en ese mundo del “hacer”, lo más interesante no es tanto lo que hagamos nosotros, sino un “dejar hacer” a Dios, alinearnos con los susurros del divino Espíritu; docilidad degún aquello de san Pablo: “los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rom 8,14). Esto nos da una facilidad para descubrir todo lo que nos pasa en la vida como que viene de la mano de Dios para nuestro mejoramiento espiritual, en una comprensión de amor. Ya no hay resignación sino aceptación gozosa, fruto de esa comprensión llena de confianza.

Se trata de ir hacia “lo único necesario” (Lc 10, 42), escoger “la mejor parte”. Para ello, no hay un sistema único, se trata de descubrir nuestra interioridad separándonos un poco del contexto en que nos encontramos de la cultura del bienestar. Jamás el hombre, en toda su historia, soñó con un grado de confort como el que disfruta hoy en los países del primer mundo. Nadie duda de que esto es un gran logro humano. Pero, por otro lado, ¿a quién se le escapa, a estas alturas, que no siempre satisface plenamente al espíritu humano? En un ambiente de consumismo y hedonismo se produce la asfixia de la persona espiritual, cuyos afanes e impulsos espontáneos quedan adormecidos y se van apagando poco a poco o quedan escondidos como el rescoldo entre las cenizas. Además, más se posee más se desea. La insatisfacción, la decepción, son los frutos que se cosechan cuando las aspiraciones más profundas quedan sin satisfacer (Juan Pablo II, Solicitudo Rei Socialis, n.28).

Meditar, aprender a “ir despacio”

Nunca hemos vivido mejor en cuanto a medios que tenemos a disposición; pero nunca hemos vivido tan agitados: horarios de trabajo excesivos en detrimento de dedicar tiempo a la familia... Enredados en una maraña de obligaciones, a veces nos preguntamos si somos realmente los protagonistas de nuestra vida, o simplemente somos empujados por las circunstancias que, como una corriente demasiado fuerte, nos arrastran sin remedio. El hombre agobiado de quehaceres, en nada se ocupa menos que en vivir (Séneca, Sobre la brevedad de la vida).

Trascendencia

Hay momentos en la vida en que es necesario pararse; épocas en las que hay un nuevo despertar, en las que surgen -con la fuerza de la primera vez-, pasiones e iniciativas, afanes nobles que necesitan un cauce; periodos en que las necesidades espirituales se agudizan, y se mira la vida cara a Dios, y uno se plantea las grandes cuestiones de todos los tiempos: ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Cuál es nuestro origen? ¿Cuál es nuestro fin? ¿De dónde viene y a dónde va todo lo que existe?

Decía san Agustín que la paz es “tranquilidad en el orden”. Cuando estamos en esa calma y desierto, podemos pensar con calma en lo importante, y poner un poco de orden en las ideas. Familia, trabajo, vida cristiana, amistades... ¿Está cada cosa en su sitio? ¿Tengo que redimensionar algún aspecto de mi vida?

El trajín del día a día, en el que no queda demasiado tiempo, amortigua luego esos vagos deseos de cambio. Después de unos días de poner en práctica los propósitos, todo sigue igual que antes, los vamos abandonados. Es la dialéctica de lo urgente y lo importante. Siempre hay algo urgente que nos impide encontrar tiempo para lo importante. Y pasan los años sin que nos demos cuenta, como esas estaciones en las que el tren no para (que decía R. Knox).

Buscar la soledad es una herramienta para ayudarnos a clarificar, es una constante en la historia de la espiritualidad, porque en la soledad acontece con más facilidad el encuentro del alma con Dios: “Siempre empiezo a rezar en silencio, porque es en el silencio del corazón donde habla Dios. Dios es amigo del silencio: necesitamos escuchar a Dios, porque lo que importa no es lo que nosotros le decimos, sino lo que El nos dice y nos transmite” (Teresa de Calcuta, Camino de sencillez). Para oír la voz de Dios se necesita un ambiente apropiado. Un clima de silencio, de recogimiento interior, que facilite el diálogo personal con El. Hablarle y escucharle.

El silencio a veces cuesta. Se nos ocurren mil cosas que hacer, hasta que le encontramos el sentido. Cuesta cerrar por un tiempo la puerta de los sentidos. Ya decía Cicerón: "Nunca estoy menos solo que cuando estoy solo". Buscar la soledad es una constante en la historia de la espiritualidad, porque en la soledad acontece con más facilidad el encuentro del alma con Dios.

El Encuentro

El silencio nos ofrece el susurro de Dios, se nos ocurren ideas de cambio -grandes o pequeños- en algún aspecto de nuestra vida, muchas veces serán divinas inspiraciones. No es fácil, pues es más cómodo poner Tele 5 para indagar vidas ajenas, pero como dice San Agustín “las personas están siempre dispuestas a curiosear y averiguar vidas ajenas, pero les da pereza conocerse a sí mismas y corregir su propia vida.” (Confesiones).

Herramientas para ello pueden ser la Eucaristía, ante el sagrario ha habido muchos encuentros, como el de Moisés, que perseguido por asesinato, huye de su tierra y va al desierto, donde descubre la compañía de Dios. En esa soledad ve “la zarza ardiente”; que es también el título de la novela de S. Undset que muestra la persona vulnerable, sola ante el sagrario: “Paul permaneció postrado ante la barandilla del altar. Notó la voluntad que se cerraba en torno a la suya, desde el Reino de los insondables misterios y desde la real presencia ubicada a unos pocos pasos de distancia (estaba ante el sagrario); que se precipitaba hacia él como una inundación, y se sintió captado por lo que en este mundo está simbolizado por el fuego. Su alma quedó cegada por algo que aquí en la tierra tiene a la luz como representante. Fue como si una zarza ardiente le atrajera hacia sí, le acercara, y le consumiera, sin que por ello dejara de existir... al poco rato, cesó el arrebato, aunque dejó tras él una paralizadora sensación de felicidad.

Permaneció inmóvil, sintiendo que se había sosegado hasta el mismísimo fundamento de su ser. Algo se había derrumbado en su interior dejando profundas oquedades en lo más íntimo de su ser, donde reinaría para siempre aquella quietud, aun cuando todo lo que su conciencia llegara a sentir fuera de tumulto mental”.

Cuando se da esa experiencia íntima de Dios ya no habrá más momentos de soledad. Entonces todo es gracia, crecimiento, se aprende tanto de los golpes como de los dulces, todo hace profundizar en una realidad más auténtica, despojados del "cartón repintando" que adorna el teatro del mundo, ese teatro de feria, se adquiere una libertad de espíritu de no depender de honras ni honores, la persona no tiene respetos humanos y se siente responsable sólo ante Dios, a quien ve en su conciencia, y no se dejar afectar más por nada ni nadie... pero sin cerrarse, que sería la respuesta neurótica de huída del mundo y de los demás: es necesario confiar en los amigos, escuchar a quienes merezcan la pena.

Zarza ardiente

Quizá recordamos cuando no sabíamos nadar y no hacíamos pie, en aguas profundas: los pulmones se disparan, perdemos el aliento ante la sorpresa… así nos sentimos a veces, desconcertados por situaciones que no nos esperábamos, que nos parecen injustas, y ese desconcierto impiden pensar, nos hace sumir en un pozo en el que se hace de pronto la luz. En aquella dificultad hay concertado un encuentro con Dios, que al mismo tiempo prepara para otras pruebas posteriores: un desgarramiento interior –sacrificio- suele ser un preludio del éxtasis, en la sinfonía de la vida, y al mismo tiempo es eso un camino para reforzarse para lo que vendrá… Desnudez del alma que se une a Dios, fortaleza que ya nada tiene de humano, santuario donde se da el encuentro…

De entre las herramientas útiles para llenar de contenido ese desierto, las lecturas de autores espirituales son muy útiles, especialmente los Padres de la Iglesia y sobre todo la Biblia. La lectio divina es una lectura digiriéndola, después de “masticarla” en un proceso parecido a lo que llamamos rumiar. También aprovecha a muchos asistir a conferencias y meditaciones dirigidas. Saboreando la Palabra de Dios, como dice el salmista: “gustad y ved qué bueno es el Señor”, y con asombro ante la Palabra viva que es la Eucaristía. Lo fundamental en ese encuentro con Dios en esos días, consiste esencialmente en una sincera y profunda apertura del alma a ese Maestro interior. Se trata de un encuentro experiencial, que no se ve por los sentidos ni por la razón. Es más, a veces parece que Dios está ausente y que no es razonablo lo que pasa, por eso muchos dicen: "Dios no existe, y si hay Dios no se ocupa de nosotros, no queremos ocuparnos de El"; pero algo nos dice que a pesar de ese escándalo del mal en el mundo, podemos decir con san Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”, sólo Jesús llena esa inquietud interior que tenemos, de conocer la verdad, el sentido de nuestra existencia.

No nos bastan las falsas mentiras del mundo, que sin Dios va hacia el fracaso, pues abocado al consumismo no encuentra la felicidad, el sentido de la vida. ¡Hay verdad, y queremos conocerla! Nos vemos como el ciego aquel, Bartimeo, que va pidiendo al Señor ver, y le sigue por el camino luego que ha visto la luz. El mundo necesita la verdad, y necesita esta verdad para ser libres. Hemos de ser portadores de la verdad, el futuro de la Iglesia, recordaba Ratzinger en La sal de la tierra, está en manos de quienes tengan vida interior intensa, que se desborde en un apostolado, constituyan la sal de la tierra, la que la preserve de la corrupción. A esto vamos los hijos de Dios. Y en la encíclica de Benedicto XVI sobre el amor, nos dice: “La experiencia de la inmensa necesidad puede, por un lado, inclinarnos hacia la ideología que pretende realizar ahora lo que, según parece, no consigue el gobierno de Dios sobre el mundo: la solución universal de todos los problemas. Por otro, puede convertirse en una tentación a la inercia ante la impresión de que, en cualquier caso, no se puede hacer nada. En esta situación, el contacto vivo con Cristo es la ayuda decisiva para continuar en el camino recto: ni caer en una soberbia que desprecia al hombre y en realidad nada construye, sino que más bien destruye, ni ceder a la resignación, la cual impediría dejarse guiar por el amor y así servir al hombre.

La oración se convierte en estos momentos en una exigencia muy concreta, como medio para recibir constantemente fuerzas de Cristo. Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo haga pensar en una situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción. La piedad no escatima la lucha contra la pobreza o la miseria del prójimo. Teresa de Calcuta es un ejemplo evidente de que el tiempo dedicado a Dios en la oración no sólo deja de ser un obstáculo para la eficacia y la dedicación al amor al prójimo, sino que es en realidad una fuente inagotable para ello” (n. 36). Sin ese encuentro con Dios, se puede caer en el secularismo, el activismo.

Por tanto, el modo de vivir aquel punto de partida de filosofía: "Conócete a ti mismo"... es ese encuentro como fuente del conocimiento: para conocerme necesito conocer mi "tipo" o modelo del que soy imagen, Jesús. Vamos a decirle: "ante ti, Jesús, pondré todo, como en un espejo me pongo. Quiero aprender de ti (Lc 5, 27).
En el Evangelio vemos la mirada de Jesús sobre Leví (el cuadro de Caravaggio que se conserva en la iglesia de San Luis de los Franceses es muy ilustrativo). También el joven rico acoge la mirada de Jesús, y aunque no resonde en un primer momento, luego se animaría. Yo también quiero sentirme mirado por Jesús. Quizá me veo indigno, como el leproso, para decir con él: "Señor, si quieres puedes limpiarme", tú que no has venido a por los sanos sino a llamar a los pecadores...

“Conócete a ti mismo…”, también a esto nos anima el Señor, que conociéndole a Él, nuestro tipo, nos conozcamos a nosotros. Nos dice: métete dentro de ti… como si fuéramos a hacer la revisión de un coche, vamos a meternos en el taller, es necesario que nos metamos en Cristo. Y si un coche lo cuidamos, cuánto más el alma… No hagamos como quien nunca revisa el coche hasta que le deja tirado por el camino...

Hemos de pedir luz, es necesario que yo lo haga, para descubrir mi situación, planes y proyectos. Es necesario el silencio, para considerar la Presencia, no la ausencia. Y esta actividad interior, ¿qué es? ¿Pensar? Mejor aún: hablar con Dios, meditar, contemplar… y así oír a Dios en mí. Una chica de Barcelona me dijo que se iba al Tíbet, a un monasterio, a meditar… volvió a los pocos días, y me dijo que había visto que lo mismo que hacía allí, lo podía hacer aquí… no se trata de buscar una isla desierta, sino de hacer un oasis en nuestro corazón. Para tener así esa paz. Para ello, hemos de apartarnos de lo habitual, evitar ruidos, pero sobre todo evitar los ruidos del alma, si soy sincero, si me atrevo…, y adquirir sin miedo la conquista del espacio interior. Reflexión, examinarse…, para transformarse. Mirar a Jesús y mirarnos a nosotros, y ver cómo hemos de corresponder.

Podemos pedir al Espíritu Santo con el salmo: "envíame tu luz y tu verdad", pues «ningún manjar es más sabroso para el alma que el conocimiento de la verdad» (Lactancio PL VI,c.709). -IV-62). Evitando el monólogo interior, la dispersión en la memoria e imaginación... y avanzar en ese modo personal, íntimo, pues “caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Cada caminante siga su camino. Como decía el profeta, es un actuar divino con el alma: “La llevaré a la soledad y allí le hablaré a su corazón” (Oseas 2, 14).

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