Josep Miquel Bausset San Pelayo y Montserrat

Josep Miquel Bausset
Josep Miquel Bausset

El silencio no es mutismo ni ausencia de ruido, sino aquella actitud que nos muestra lo que hay en nuestro interior y que nos ayuda a descubrir a Dios en los otros y en la creación

Los monasterios benedictinos de monjes y de monjas, en nuestro  camino en la búsqueda de Dios, compartimos la fraternidad, que es siempre signo de comunión.

Los monjes y las monjas somos hombres y mujeres dedicados a la oración, al trabajo y a la acogida de los huéspedes y de los peregrinos. Estos tres elementos hacen de cada monasterio un espacio abierto a todos aquellos que quieren hacer una experiencia de silencio, para así encontrarse con Dios, con los otros y consigo mismo.

Entre el monasterio de Montserrat y el de San Pelayo de Oviedo siempre ha habido una relación fraterna muy estrecha, debido a que, hace ya muchos años, los monjes montserratinos ayudaron a las monjas en el proceso de “aggiornamento”, fruto del Concilio.

Lazos de unión entre monjes y monjas

Los encuentros fraternos de monjes y de monjas, siempre han creado lazos de comunión y de oración entre nosotros. Pero en el inicio de esta Cuaresma, esos vínculos entre Montserrat y San Pelayo se han hecho más visibles todavía, ya que la abadesa benedictina de Oviedo nos ha acompañado, del miércoles de Ceniza al sábado siguiente, en los ejercicios espirituales. Era la primera vez que en Montserrat esas reflexiones las dirigía una monja y hay que decir que ha sido un regalo de Dios. La palabra de la madre Rosario del Camino, dulce y profunda, sencilla y muy humana, llena de aquella sabiduría que nos viene del Espíritu, nos ha ayudado a avanzar en este camino que nos conducirá a la Pascua. La abadesa de San Pelayo ha renovado de nuevo en nosotros, “el deseo de volver a la fuente que es Cristo, que cambia y transforma el corazón de las personas”. Las palabras de la madre Rosario han iluminado nuestro camino de búsqueda de Dios, un camino de purificación en el cual “descubrimos el amor y la ternura del Padre, que transforma nuestro interior”. Como nos decía la abadesa Rosario, “En una sociedad líquida”, la fe que “convive con nuestros miedos, dudas e inseguridades”) nos anima a “aceptar los riesgos”, ya que solo esa fe “es la confianza en Dios”. Sus palabras sobre la esperanza “en los otros y con los otros”, nos han invitado a hacer realidad “una experiencia de comunión”. Por lo que respecta al amor, la madre Rosario nos ha abierto un nuevo horizonte, ya que nos ha hecho ver que “amar es tener un especial cuidado del otro, del que tiene necesidad de ser cuidado”. Como ha recalcado la abadesa de San Pelayo, “cuidar al otro es una manera de vivir el amor”. Por eso el amor nos invita a “estar atentos a la vida del hermano”. Así, si las comunidades monásticas somos capaces de vivir el mandamiento del amor, “generaremos nueva vida”, como nos ha recordado la madre Rosario.

Por lo que respecta al perdón, la abadesa de San Pelayo nos ha animado a perdonar i a pedir perdón, ya que “es necesario reparar cada día los daños”, pues “el pecado es nuestro “compañero” de camino”. Por eso “el perdón es el amor renovado hacia aquel que nos hiere” y así, como en la parábola del hijo pródigo, podremos descubrir que el perdón es “motivo de fiesta”.

El silencio y el pozo de agua

Cuentan de un peregrino que preguntó a un monje que estaba sacando  agua del pozo: ¿Qué aprendes en tu vida de silencio? El monje le respondió: Mira al fondo del pozo. ¿Qué ves? El caminante miró dentro del pozo y contestó: Solo veo un poco de agua.

El monje volvió a decirle al peregrino: Contempla el silencio del cielo y de las montañas que hay alrededor del monasterio.

Después de eso el monje le dijo: Ahora vuelve a mirar dentro del pozo y dime qué ves.Ahora veo mi rostro reflejado en la superficie del agua, respondió el hombre.

Y el monje le dijo: Eso es, hermano mío, lo que yo aprendo en mi vida de silencio. Comencé reconociendo mi rostro reflejado en el fondo del pozo siempre que venía a sacar agua. Después, poco a poco, fui descubriendo aquello que hay más abajo de la superficie del agua, hasta  ver las algas que crecen en el fondo del pozo. Y en los días en que la luz del sol lo permite y el agua es especialmente cristalina, llego a ver también las piedrecitas del fondo y hasta los restos de un cántaro roto y olvidado, que cayó hace muchos años. ¿Me preguntabas, continuó el monje, qué aprendo del silencio? Esta es mi respuesta: Quiero descubrir la profundidad de mi alma, el rincón más hondo de mi corazón y de mi propia vida.

Vine al monasterio buscando a Dios, porque sabía que él me envolvía con su presencia. Y cada día veo con más claridad, que Dios también esté en lo más profundo del pozo, como alguien que da sentido, luz y vida a todos los que miran el interior del propio pozo, con el deseo de buscarlo”.

Con sus reflexiones, la abadesa de San Pelayo nos ha hecho redescubrir el fondo de nuestro propio pozo, para que de esta manera renazca, se fortalezca y se renueve nuestra búsqueda de Dios.

En un mundo caracterizado por las prisas, el silencio nos acerca a Dios, a los otros y a uno mismo. Porque el silencio no es mutismo ni ausencia de ruido, sino aquella actitud que nos muestra lo que hay en nuestro interior y que nos ayuda a descubrir a Dios en los otros y en la creación. Es así como los monjes y las monjas, en el silencio, la oración y el servicio, en la acogida de los huéspedes y en el trabajo, hacemos del monasterio una familia, “una escuela de comunión fraterna”, como ha dicho el P. Abad Josep Mª Soler, donde el amor es el centro de nuestras relaciones.

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