"Si es culpable, que se hunda con su pecado; Cádiz y la Iglesia no merecen más sombras" El adiós del obispo malquerido, que sumió a Cádiz en el miedo y la rigidez
"Roma echa al obispo que rigió su diócesis con mano de hierro y corazón de piedra"
"Es la caída de un obispo-señor que deja a Cádiz echa unos zorros, con una diócesis resentida y dividida, con heridas que solo el tiempo podrá (quizá) empezar a curar"
"Su régimen rompió con la tradición luminosa y social de sus predecesores, esa saga de obispos como Añoveros, Dorado, Ceballos, que supieron ser luz y sal para la diócesis, trabajando desde el compromiso con los pobres y la justicia social, justamente lo que Cádiz realmente necesita"
"Su régimen rompió con la tradición luminosa y social de sus predecesores, esa saga de obispos como Añoveros, Dorado, Ceballos, que supieron ser luz y sal para la diócesis, trabajando desde el compromiso con los pobres y la justicia social, justamente lo que Cádiz realmente necesita"
Por fin se ha ido (mejor, le han ido) Rafael Zornoza, el obispo que convirtió la diócesis de Cádiz en un reino de miedo, autoritarismo y sospecha. Su mandato, marcado por el “ordeno y mando” y un trato despótico hacia clérigos y fieles, ha dejado una herida profunda en la tierra gaditana, que ahora busca sanar tras la caída del obispo-señor, malquerido y envuelto en sombra de abuso.
Roma echa (tarde y a regañadientes) al obispo que rigió su diócesis con mano de hierro y corazón de piedra. Porque la aceptación de su renuncia no va a significar para él (como suele pasar con la mayoría de los prelados eméritos) un retiro que llegue con honores. Es la caída de un obispo-señor que deja a Cádiz echa unos zorros, con una diócesis resentida y dividida, con heridas que solo el tiempo podrá (quizá) empezar a curar. Una caída que, de paso, salpica a sus amigos y siempre acérrimos defensores: CyL, el cardenal Rouco o el arzobispo emérito de Sevilla, monseñor Asenjo.
Zornoza, un obispo chapado a la antigua, un hombre del poder y del ordeno y mando, se convirtió a una diócesis que necesitaba cercanía y pastoral social en una especie de empresa personal. Gobernó desde la sospecha y la desconfianza, rodeándose de un puñado de amiguetes, muchos de ellos foráneos, porque dejó claro desde el principio que los curas “indígenas” (gaditanos) no eran de fiar. Casi como si Cádiz no perteneciera a la Iglesia, sino a su cortijo privado. Y esto, lógicamente, generó enemistad con fieles y clérigos, hasta el punto que su liderazgo se convirtió en una carga insoportable, una mala palabra que nadie quiere recordar sin una mueca de desencanto.
Su régimen rompió con la tradición luminosa y social de sus predecesores, esa saga de obispos como Añoveros, Dorado, Ceballos, que supieron ser luz y sal para la diócesis, trabajando desde el compromiso con los pobres y la justicia social, justamente lo que Cádiz realmente necesita. Su legado es el del miedo, la desconfianza y el enfrentamiento, un contrapunto para una Iglesia que busca renovarse y acercarse a las heridas del mundo, no mirar hacia otro lado.
Pero lo peor de todo estaría por llegar. Si se confirma que, además de esa gestión autoritaria, fue un abusador, entonces su caída no será solo administrativa sino moral y espiritual. Porque ese pecado contra el Espíritu Santo, la traición traumática y profunda que representa el abuso, especialmente a menores y bajo el manto de la fe, es el único que no se perdona. A Zornoza más le valdría, entonces, colgarse una piedra al cuello y lanzarse al mar, como dice el Evangelio, no solo por el daño causado, sino porque esa mancha arrastra y mancha para siempre la memoria de una Iglesia que intenta levantarse de sus ruinas.
Se va el obispo señor y malquerido, el verdadero tsunami de Cádiz, el símbolo máximo de una época oscura y alejada del Evangelio. Se va, y deja una diócesis que exige y merece una purificación profunda, una reforma de raíz, un renacer que solo será posible ignorando para siempre su sombra. Porque a veces, para que algo vivo crezca, primero hay que cortar de raíz lo que está podrido. Y con Zornoza, la herida era mucho más profunda que un simple desencuentro pastoral.
La marcha de Zornoza no es solo el final de un ciclo de poder y rigidez, sino una alerta para una Iglesia que debe abrir ventanas y limpiar sus rincones más oscuros. Y volver a la tolerancia cero de Francisco. Aunque los cometa un obispo. Y Cádiz merece un pastor, no un tirano; una Iglesia libre de miedo y de abuso.
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