¿Quién cuida a quién?
"Nunca imaginé que pasaría la mayor parte de mis jornadas cuidando a sacerdotes… hasta que descubrí que, en realidad, muchas veces son ellos quienes me cuidan a mí"
"Son personas que surcan el invierno de sus vidas de un modo diferente y que, sin proponérselo, devuelven más de lo que reciben. ¿Quién cuida a quién? "
Como nos muestra y demuestra el transcurrir del tiempo, la sabiduría de nuestros mayores viene dada por la experiencia de muchos años. He tenido la suerte de constatarlo no sólo en mi historia como nieto e hijo, sino en mi labor diaria. Nunca imaginé que pasaría la mayor parte de mis jornadas cuidando a sacerdotes… hasta que descubrí que, en realidad, muchas veces son ellos quienes me cuidan a mí. Son personas que surcan el invierno de sus vidas de un modo diferente y que, sin proponérselo, devuelven más de lo que reciben. ¿Quién cuida a quién?
Un sacerdote no es un soltero, ni un casado, ni un monje. Es un hombre que vive su vocación en soledad acompañada, en misión permanente, construyendo la Iglesia y la iglesia —con minúscula—, la de cada día: la parroquia, el pueblo, el barrio. En sus últimos años, el sentido religioso y espiritual de la vida y de la muerte adquiere un tono esencial. Han pasado muchas horas junto a los demás. No son psicólogos ni sociólogos, pero las relaciones humanas y el tú a tú les han enseñado a empatizar con quien tienen delante. Al mismo tiempo, se han acostumbrado a sacarse las castañas del fuego: celebrar, acompañar, organizar, economizar, representar a la Iglesia… y sostener tejados de ermitas centenarias. Pero también cocinar, lavar, comprar, ir de un sitio a otro. Han sido, y siguen siendo, hombres independientes, habituados a una sobria fortaleza.
Saber escuchar y compartir conversaciones suele ser algo común en los curas. Aquellos que han pasado gran parte de su existencia en distintas parroquias, pueblos, países y misiones forman una mezcolanza humana que provoca un aprendizaje continuo. Las diferentes culturas, idiomas, costumbres y edades son un pozo de sabiduría. Y nuestros curas mayores han protagonizado toda aquella época en la que las parroquias eran cine de barrio, centro cultural, epicentro de coros, rondallas, campamentos... Ellos presidían comunidades cristianas y escuelas de vida y de fe. Hoy, muchos aún avivan las brasas de la fe en pequeños pueblos, celebrando las misas dominicales con más de 80 o 90 años, aunque apenas les respondan los pies. Viéndolo es inevitable recordar: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”.
Al alcanzar cierta edad, cuando fallece alguien de la misma década, despierta la pregunta: ¿seré yo el siguiente? ¿Estoy preparado? ¿Qué pasará conmigo? ¿Cómo se formulan estas preguntas quienes han dado tantas veces la unción o han celebrado funerales? Tal vez esperamos que los sacerdotes no flaqueen, pero son más humanos cuando se les ve con su fragilidad: dudas, temores, angustia ante lo desconocido. En lo escondido de su alma puede que necesiten agarrarse fuerte a la esperanza en Dios. “La muerte es la puerta abierta a la eternidad”, me dijo uno de ellos poco antes de fallecer. Y tiempo atrás encontré al amanecer, sobre su lecho, a otro sacerdote que había expirado con el rosario en la mano y el rostro apacible, mirando a la Virgen del pueblo que lo vio nacer.
Tampoco deja de impresionarme que quienes han acompañado momentos cruciales — bautizos, comuniones, bodas…— tengan que celebrar el funeral de sus propios padres o hermanos. La voz siempre tiembla. Y cuando les llega a ellos la hora, qué importante es la cercanía de su propia familia: ese abrazo, esa presencia, esa palabra sencilla que cura más que muchos tratamientos médicos. Ellos, que tanto han cuidado, también necesitan ser cuidados. Recuerdo especialmente a un sacerdote muy activo que falleció tras un día de huerta y de mus, dejando sobre la mesa un billete preparado para un viaje largamente deseado en el que iba a ver a su familia.
"Por favor, no me enterréis con un pijama blanco de esos. Hace muy feo. Vestidme con un alba, por favor"
Y sí, esos hombres a los que en ocasiones algunas personas perciben con la gravedad de quien tiene autoridad espiritual, también necesitan su dosis de humor. A veces les cuento el viejo chiste: “¿De qué mueren los sacerdotes? De risa. Por la gracia de Dios”. Pero uno de ellos lo superó cuando, al encontrarlo fallecido, vimos que había dejado un papel preparado hacía meses con sus últimas voluntades: “Si me encontráis sin vida, por favor, no me enterréis con un pijama blanco de esos. Hace muy feo. Vestidme con un alba, por favor”. Su forma de sonreír hasta el final. Como la de aquel poeta incansable con quien charlaba y disfrutaba especialmente de sus cómicas rimas. En sus peores momentos sacaba su mayor ingenio. Estando despeinado, desdentado y apoyado sobre su cama, se agarró a un andador, se levantó y llegó hasta el baño. Al ver su imagen reflejada frente al espejo gritó imitando al Quijote: ¡Sal de ahí, impostor!
"Cada vez que veo las manos de esos curas mayores, es inevitable pensar en lo divino y en lo humano. Sobre todo, en lo más humano"
Llegados a este punto, ¿qué hay distinto en la última etapa de un cura? Antes de responder, habría que aclarar que un cura no es un concepto, sino una persona. Cada uno con su historia, su carácter, su fragilidad, su humor, su forma de querer. Y, sin embargo, comparten un denominador común. Un día, mientras le lavaba los pies a uno antes de una visita médica, me dijo: “Estás haciendo una labor evangélica, como Jesús hizo con sus apóstoles”. Entonces entendí: “Conmigo lo hicisteis”. En el caso de un sacerdote también podemos ver que, al cuidarlo, cuidamos a Cristo mismo. Porque aquello eran los pies, pero cada vez que veo las manos de esos curas mayores, es inevitable pensar en lo divino y en lo humano. Sobre todo, en lo más humano. ¿Son sus manos las que consagran, perdonan, bendicen, ungen? No. Es Dios quien a través de su cuerpo incluso vulnerable lleva la ternura al mundo.
Y en medio de todo, permanece para mí la memoria de aquel sacerdote con demencia avanzada que no había olvidado unos hermosos versos de Gaspar Núñez de Arce que recitaba con emoción:
Una noche, una de aquellas
noches que alegran la vida
en que el corazón olvida
sus dudas y sus querellas
en que lucen las estrellas
cual lámparas de un altar
en que convidando a orar
la luna como Hostia santa
lentamente se levanta
sobre las olas del mar.
Cada luna llena repito esos versos y doy gracias a Dios por lo que me enseñó. Su memoria fallaba, pero su corazón seguía sembrando sabiduría y buena Nueva.
Ojalá estas líneas aporten un rayo de luz sobre el regalo que son los curas mayores. Al final del día, yo solo me hago una pregunta que cada vez me responde más claramente la experiencia: ¿Quién cuida a quién?