Entre la fe y el poder: el dilema del Vaticano ante la dictadura Ortega-Murillo
Análisis desde Roma sobre el papel y el enfoque del papa León XIV ante la persecución sistemática del régimen OrtegaMurillo contra la Iglesia católica en Nicaragua
Uiūs regiō, eius religiō es una frase latina que significa que la confesión religiosa del príncipe se impone a todos los ciudadanos de su territorio.
Dilema del Vaticano: ¿restablecer relaciones con la dictadura OrtegaMurillo o esperar su final?
Análisis desde Roma sobre el papel y el enfoque del papa León XIV ante la persecución sistemática del régimen OrtegaMurillo contra la Iglesia católica en Nicaragua
La insurrección de la conciencia crítica, manifestada en las marchas multitudinarias de 2018, y la brutal represión del régimen contra una población indefensa desembocaron en masacres perpetradas por la Policía al servicio de la dictadura familiar OrtegaMurillo. Estos hechos no solo marcaron un punto de inflexión en la historia reciente del país, sino que despertaron una profunda toma de conciencia en agentes de pastoral, sacerdotes, obispos y laicos comprometidos con la misión de la Iglesia.
Ese cambio se expresó, en primer lugar, en la apertura de los templos para acoger a ciudadanos perseguidos y amenazados por las fuerzas represivas, y, en segundo lugar, en el progresivo distanciamiento —y en muchos casos la ruptura— de las relaciones previamente armónicas entre el clero y el gobierno. Dicha armonía había sido promovida durante años por los líderes del poder sandinista. A partir de entonces, la Iglesia comenzó a abordar de manera explícita en sus predicaciones temas como la defensa de los derechos humanos, la libertad de expresión y el derecho a la manifestación pacífica, convergiendo así con las demandas de los manifestantes.
Esta postura provocó una reacción airada de la pareja presidencial, traducida en ataques verbales contra la Iglesia católica, persecución directa a sus líderes más visibles y un asedio sistemático a la comunidad católica en general. Lejos de atenuarse, esta estrategia represiva se ha intensificado de manera sostenida a lo largo de los últimos siete años.
Un análisis de los discursos presidenciales permite identificar con claridad el pensamiento que el régimen pretende imponer a la sociedad. Tanto Daniel Ortega como Rosario Murillo han manifestado una oposición frontal a la presencia y al liderazgo de la Iglesia católica, especialmente en sus figuras más representativas: el Papa, los cardenales y los obispos, y, en un nivel inferior, sacerdotes y laicos comprometidos con la pastoral.
El régimen justifica esta oposición afirmando que la Santa Sede, como representante de la Iglesia universal, ha legitimado históricamente el poder imperial, en particular durante la conquista y dominación española, imponiendo —bajo el pretexto de la evangelización— un dominio ideológico que difundió la cultura occidental cristiana en detrimento de las cosmovisiones, tradiciones y manifestaciones culturales de los pueblos originarios. Según esta narrativa, dicha imposición cultural fue avasalladora y marginó sistemáticamente a las identidades indígenas; por ello, sostienen, debe ser superada y erradicada.
Desde esta lógica, la pareja OrtegaMurillo promueve dos estrategias complementarias. La primera consiste en controlar el liderazgo de la Iglesia católica —desde el Papa hasta los obispos y sacerdotes—, sometiéndolo a los principios ideológicos del régimen o neutralizando a quienes se resisten.
La Iglesia, especialmente desde la renovación conciliar de hace más de sesenta años, ha promovido a través de su pastoral social la defensa de los derechos humanos, el Estado social de derecho y la democracia. Estos principios, identificados por el régimen con la cultura política de Occidente —Estados Unidos y Europa—, son percibidos como una amenaza. En coherencia con la ruptura de relaciones con organismos que encarnan esos valores, como la OEA, el régimen considera al Vaticano como una institución clave en la difusión de una cultura que cuestiona su modelo autoritario.
En consecuencia, Managua intenta negociar con la Santa Sede acuerdos que le permitan avanzar hacia una suerte de “independencia religiosa”, proponiendo el nombramiento de obispos afines a su ideología y la promoción de sacerdotes cercanos al régimen, con el objetivo último de controlar el pensamiento y el liderazgo eclesial y, a través de ello, impulsar una transformación cultural subordinada al poder político.
El régimen ya ha dado pasos concretos en esta dirección. Ha prohibido las manifestaciones religiosas fuera de los templos —como las procesiones de La Purísima o de San Jerónimo en Masaya— salvo cuando están coordinadas por agentes gubernamentales, como ocurre con Santo Domingo en Managua o La Merced en León. Paralelamente, mientras restringe las expresiones públicas de fe en las parroquias, promueve altares y celebraciones organizadas por instituciones del Estado, ampliamente difundidas por los medios oficiales.
La Santa Sede enfrenta así una decisión incómoda y riesgosa: reabrir relaciones diplomáticas con una dictadura que ha perseguido sistemáticamente a la Iglesia o mantener un silencio crítico que acompañe prudentemente a un clero perseguido y diezmado. El Vaticano, con una larga tradición diplomática, ha optado hasta ahora por una estrategia de cautela, encabezada por el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado. Esta línea ha impuesto un silencio casi absoluto a obispos y sacerdotes en el exilio, no solo por temor a represalias contra quienes permanecen en el país o contra sus familias, sino como parte de una táctica orientada a reabrir la nunciatura apostólica cerrada en 2022 y restablecer canales de diálogo.
Sin embargo, el régimen parece aspirar a algo más profundo: la conformación de una iglesia nacional subordinada al poder político, desvinculada del liderazgo del Papa y de la tradición universal de la Iglesia, para así controlar su pensamiento y neutralizar su influencia cultural.
La segunda gran estrategia del régimen es la instrumentalización de la religiosidad popular. Conviene distinguir entre la piedad católica —centrada en prácticas como el rezo del rosario— y la religiosidad popular, en la que se expresa un fuerte sincretismo entre tradiciones indígenas y elementos del catolicismo. Celebraciones como la de Santo Domingo en Managua, con profundas raíces prehispánicas, ilustran esta dinámica, donde predominan expresiones culturales y rituales ajenos a la devoción católica propiamente dicha.
Rosario Murillo, además, exhibe una visión marcadamente esotérica de la religión. Los llamados “árboles de la vida” y otras expresiones simbólicas promovidas por el régimen reflejan esta cosmovisión, que busca rescatar y resignificar elementos culturales ancestrales para construir una identidad nacional alternativa a la herencia colonial y cristiana occidental. Para ello, el régimen ha intentado cooptar fiestas patronales y cofradías tradicionales, infiltrando en ellas cuadros sandinistas y desplazando progresivamente el papel del clero.
Finalmente, otra práctica recurrente ha sido la cooptación económica de sacerdotes y obispos, mediante el ofrecimiento de recursos para actividades pastorales o incluso para uso personal. Esta estrategia ha generado divisiones internas y ha forzado al exilio a quienes se negaron a someter su ministerio a intereses materiales.
Ante este escenario, el dilema del Vaticano persiste: pactar con un régimen que busca someter la fe al poder político o esperar —con una paciencia casi monástica— a que el agotamiento biológico y político de un dictador octogenario abra, finalmente, una posibilidad real de cambio para Nicaragua.
Pedro Lanzas es el seudónimo de un religioso nicaragüense que por temor a la persecución no brinda su nombre propio.
