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Entrevista al cardenal Cobo

Dos mil Navidades, y el niño no se desilusiona de su pueblo fiel: de nosotros

El magisterio de Francisco sobre la Navidad

"Paciencia, pobreza y ternura: Ojalá el magisterio de Francisco en torno a la Navidad pueda ayudarnos a entender este hecho que ha sido capaz de partir la historia en dos. Se nos ha encargado transmitir la luz…"

Papa Francisco

2025 será un año que no olvidaremos por muchas razones. A nivel eclesial vivimos el relevo de Francisco por León XIV en el timón de la Iglesia. Somos muchos para los que, de alguna forma, el Papa argentino ha marcado un antes y un después en nuestra vida de fe. De igual forma que cuando muere una persona, vamos a vivir la primera Navidad o la primera Pascua sin este hombre sencillo que jamás olvidaremos. Podemos recordarlo, y así tenerlo presente, de dos formas: la primera, a través de sus gestos que nos pueden ayudar a vivir de otra forma para que nos acerque a lo que Jesús de Nazareth afirmó y predicó; la segunda, a partir de sus textos, ya que nos pueden servir para vivir estos días de forma diferente y no caer en lo que él mismo calificaba de mundanidad. No viene mal recordarlo, nos han robado la Navidad porque la que se nos vende a bombo y platillo nada tiene que ver con la Navidad de Belén. Llevar a cabo este ejercicio crítico, junto con el magisterio único y sagaz de Benedicto XVI sobre el nacimiento de Jesús, podremos acercarnos al sentido prístino y único de estas fiestas que nada tiene que ver con lo que intentan vendernos.

Desde una situación ficticia, si alguien de otro mundo nos preguntara qué es el cristianismo tendríamos en Belén la verdadera cátedra explicativa de lo que significa creer en ese niño que aparece en Belén y es asesinado en el Monte Gólgota resucitando a los tres días. A partir de estas líneas me gustaría expresar una tesis arriesgada, de las que muchos huirán, y es que, a pesar de sus silencios y miserias, Francisco y Benedicto XVI han sido dos papas que pueden servirnos para clarificar nuestra fe. El alemán desde una teología fina y profunda, como clarificador, como nadie, del misterio del Dios encarnado y el argentino como puesta en práctica de lo que Ratzinger nos enseñó. Les invito a que cojan un evangelio diario, no es la primera vez que lo digo, y vayan a la explicación que hace Francisco de lo que Jesús nos incita a asumir diariamente. La sencillez de este hombre que nos dejó el primer día de Pascua es única y alentadora en un mundo desnortado por la el poder y la guerra que viola de forma sistemática la dignidad del ser humano. En ambos pontífices palpita una grandeza que deberíamos aprovechar si no queremos ser devorados por una lógica del mundo que aplica una sordina a la posibilidad de toda trascendencia. Para ello, se requiere acudir a sus homilías de Nochebuena y Navidad para que seamos fieles al misterio y a la convulsión de que Dios se haga uno de nosotros en un pobre pesebre de Belén. El magisterio de Francisco sobre la Navidad pivota desde tres reflexiones claras.

Benedicto y Francisco

Dios con nosotros o la paciencia de Dios

Publicaciones claretianas recopiló hace unos años un conjunto de homilías de Bergoglio sobre la Navidad que pronunció como Obispo de Buenos Aires, ¡Déjate encontrar con por Él! Reflexiones y homilías de Navidad. En 1999 centró sus palabras en una idea interesante a partir del significado de Emanuel, Dios con nosotros, calificándole del apellido de Jesús. Precisamente, estamos aquí ante uno de los núcleos significativos de la Navidad porque Dios viene a nuestra historia, se hace como tú y como yo. Resulta extraordinario que Dios que todo lo puede decida abajarse hasta la máxima dependencia respecto a la persona humana que es creación de Él mismo. El niño que va a nacer lo hace igual que cualquier otra persona sin distinciones. ¿Había alternativa a este hecho? ¿Existe una forma más humana, profunda y sencilla de manifestarse y de iniciar su relación con la humanidad? Dice Francisco: “Dos mil Navidades han pasado. Setecientos años antes Isaías había profetizado que nacería un niño que se llamaría Emmanuel, ‘Dios con nosotros’. Un Dios-con-nosotros que, desde siempre, anda queriendo ser un Dios-con-todos. Dos mil Navidades, y el niño no se desilusiona de su pueblo fiel: de nosotros. Se sigue poniendo confiado en nuestras manos, en este gesto de entrega que es la Eucaristía: ‘Yo soy Dios-con-Ustedes’, como si se repitiera en su silencio con gusto a pan. ‘Dios-con-nosotros’ es un hermoso nombre de Dios. Es como su apellido. Su nombre propio es Jesús, o Padre, o Espíritu… pero su apellido es ‘Dios-con-nosotros’”. La Navidad es la celebración de la cercanía y el encuentro, de esa fidelidad absoluta a la persona donde se establece y se consolida el vínculo con todos nosotros a través del amor. Esta pertenencia se completará en el sacrificio hasta el final en la cruz. ¿Qué seríamos sin esta confianza renovada? 

José y María, la Sagrada Familia, muestran con su sencillez que sólo en el cuidado, en la atención, en el servicio puede encontrarse la verdadera felicidad. De ahí que los pobres sean los destinatarios privilegiados del nacimiento de Jesús. Los poderosos y los que tenían un techo, un cobijo, desatendieron el acontecimiento de la Navidad. El llanto del niño no llegó en medio del calor y bienestar de los techos y de la lumbre. Sólo se percataron los que pasaban la noche al raso, a la intemperie, porque compartían las mismas condiciones que el niño Jesús. Por ello en el tiempo de Adviento se nos invita desde el primer domingo a estar vigilantes para que seamos partícipes y testigos de lo verdaderamente importante. La cuestión a dirimir es que dicho Dios-con-nosotros no se cansa de esperarnos, porque a pesar de todos los pesares, de nuestros olvidos, de nuestras negaciones, errores y vendettas personales, Dios nos sigue acogiendo porque se ha adentrado en nuestra historia. Podría habernos abandonado, pero nos espera, te espera, porque confía en ti, de ahí que el Dios de Jesús encarnado, su Navidad implique un reconocimiento absoluto de nuestra libertad. Su poder no se nos impone, nos quiere tanto que nos regala el poder decidir hacia dónde queremos encaminarnos. Su verdadero poder está en que nos espera para que lo acojamos: 

“Dios es Padre y no se decepciona nunca. Las tinieblas del pecado y de la corrupción de siglos no le bastan para decepcionarlo. Aquí está el anuncio de esta noche: Dios tiene corazón de Padre y no reniega de sus ilusiones para con sus hijos. Nuestro Dios no decepciona, no se lo permite. No conoce el desplante ni la impaciencia; simplemente espera, espera siempre como el padre de la parábola (Lc 15,20) porque a cada momento sube a la terraza de la historia para vislumbrar lejos el regreso de los hijos”. 

La Navidad es la fiesta de la espera. Siglos de odios y guerras intestinas no han hecho mella en ese niño que vuelve a nacer en todos los corazones de hombres y mujeres porque confía en que hagamos una elección clara: o luz o tinieblas. En medio de la oscuridad de Belén, emerge la luz desde la emisión del primer llanto del niño. ¿Cuántas veces queremos tirarlo todo por la borda porque nos hemos cansado de esperar? ¿Cuántas veces, por el contrario, aparece un pequeño destello de luz cuando no nos lo esperábamos? Dios está asomado al balcón de la historia y nos espera, incluso cuando lo insultamos y negamos renovando nuestro vínculo a través del perdón. Estamos aquí ante una de las características principales del cristianismo. En La infancia de Jesús Benedicto XVI dirá: “Que Jesús es capaz de perdonar los pecados lo muestra ahora mandando al enfermo, ya curado, que tome su camilla y eche a andar. No obstante, de esta manera queda a salvo la prioridad del perdón de los pecados como fundamento de toda verdadera curación del hombre”. ¿Qué sería de nosotros sin la presencia del perdón en nuestra vida? La Navidad es, por tanto, la fiesta de que el error y el mal no tienen la última palabra porque Dios es paciente ante nuestros errores y espera a que nos acojamos a la luz frente a nuestras tinieblas diarias.

Emmanuel

El Dios de la ternura

El paso de los siglos ha producido una dulcificación de la Navidad. Tantas luces, tanta nieve y tanto reno, producto de esa cultura cuqui que todo lo envuelve, no tiene en cuenta que el relato de la Navidad no es agradable. Sólo cabe imaginar la angustia de no saber dónde acoger al niño que va a nacer, vagando por las calles sin un destino, un techo y una mínima seguridad para el parto. Ya es curioso, radical, que el mismísimo hijo de Dios es rechazado incluso desde antes de nacer y lo hace, no en medio de los hombres, sino de los animales, en un pesebre. Su reacción podría haber sido la venganza, la guerra, la imposición, como solemos actuar, sin miramiento, aplicándonos nuestra propia medicina. Sin embargo, la Navidad es la fiesta de la sorpresa porque Dios no deja de sorprendernos. Su respuesta ante nuestra sordina, ante ese lavarse las manos, es la ternura, su cercanía, encarnada en un bebé, la criatura más débil del mundo y que más ayuda y cariño necesita. En la homilía de Nochebuena del 2004 apuntaba el Padre Jorge:

“La señal es que, esta noche, Dios se enamoró de nuestra pequeñez y se hizo ternura; ternura para toda fragilidad, para todo sufrimiento, para toda angustia, para toda búsqueda, para todo límite. La señal es la ternura de Dios; y el mensaje que esperaban todos aquellos que les pedían señales Jesús, todos aquellos desorientados, aquellos que incluso eran enemigos de Jesús y lo buscaban desde el fondo del alma era este: buscaban la ternura de Dios, Dios hecho ternura, Dios acariciando nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra pequeñez”. 

¿Cuál es nuestra respuesta ante los conflictos que nos afligen? ¿Respondemos con acritud e insensibilidad? ¿O acogemos como lo hace Dios con nosotros? La Navidad es la fiesta del con, esta preposición que posibilita que estemos junto con alguien que nos acaricia, que no nos da la espalda, aunque no entendamos muy bien dónde se encuentra en los momentos de aflicción y dolor. Sólo un Dios que se presenta al mundo como un recién nacido puede poner el amor y la ternura en el primer plano. Y lo hace para que nosotros recojamos el testigo. El espacio de Dios no está en una vitrina, en las alturas o acumulando polvo, sino que está en medio de nosotros, puesto que así lo hizo en Belén, sólo falta que lo acojamos y lo llevamos a nuestros hermanos, especialmente a los que más sufren y están necesitados. El entonces cardenal Ratzinger, en la catedral de Múnich, el 24 de diciembre de 1977 razonaba sobre la inseparabilidad entre la Navidad y la atención, la ternura, la acción e implicación con los más pobres, siendo la característica principal del cristianismo: 

“No podemos celebrar la Navidad sin pensar en aquellos para los que hoy no hay luz alguna. No podemos ni debemos celebrar la navidad sin dirigir nuestro pensamiento hacia aquellos que en esta hora pasan hambre y frío, que sufren y están enfermos, que dudan y desesperan del sentido de su vida, que languidecen en prisiones y hospitales psiquiátricos a causa de su fe. Ellos nos incumben. Se nos ha encargado transmitir la luz”. Un cristianismo sin implicación en las miserias de las personas es un cristianismo sin Jesús y, por tanto, falso. La Navidad nos ayuda a poner las cosas en su sitio porque actualiza y nos recuerda para qué vino Jesús al mundo y la responsabilidad que tenemos todos y cada uno de nosotros con dicha venida. La pregunta es que hasta cuánto estamos dispuestos a seguirlo y a encarnar lo que se deriva de su nacimiento en el mundo. 

Jesús y Zaqueo

Dios de la pobreza

Uno de los conceptos más importantes del pontificado de Francisco es el de periferias. Estamos ante una noción clave para analizar el olvido de los invisibles y olvidados de la sociedad junto con su otra idea de los descartados de las agendas políticas y sociales. En la homilía de Nochebuena de 2007, cinco años de ser Papa, centró su mensaje en esta misma idea para explicar el significado de la Navidad: “Siguiendo la pedagogía del Señor de la historia, queremos que los más alejados, aquellos que, como los pastores, viven y experimentan la ‘periferia de la vida’, encuentren en nuestra cercanía una presencia que les hable de Dios que nos ama, de Dios que es ternura y viene a nosotros, a todos, a cada uno, para darnos vida y vida en abundancia, para hacernos felices, para que vivamos en justicia, verdad y paz”.

Aquí estamos ante el núcleo central del cristianismo que se origina en el acontecimiento y en la noche de Belén. El nacimiento de Jesús a través de María es el hecho fundamental de nuestra Fe porque ahí radica la constitución y la esencia misma de toda persona. José y María nos enseñan que todos somos pobres porque estamos necesitados de amor y de cuidados. El pesebre escenifica la condición de vulnerabilidad radical de la humanidad. Y es en ese preciso momento cuando se produce un cambio de paso y de tuerca en la historia, ya que nace una posibilidad nueva de entender el poder, no desde las legiones y los ejércitos ni de las túnicas ensangrentadas producto de la corrupción del poder, sino un reinado de paz que alumbrará a todos aquellos que están en los márgenes, en los bordes del camino de los intereses económicos y políticos del mundo. En la homilía anterior del entonces cardenal Ratzinger, lo describía de la siguiente forma: 

El poder no está donde se encuentran las legiones más fuertes y el mayor aparato burocrático. Está donde hay espíritu y amor. La sencillez y la humildad constituyen el verdadero signo de Dios

La Palabra de Dios que se encarna en el niño Jesús es la gran Nova, la nueva luz adánica que tiene que dirigir a la humanidad por unos derroteros diferentes a como ha acontecido. Todavía estamos esperando a que la humanidad se comprometa en este nuevo camino. Pero no caigamos en la tentación, también en la comodidad y en la pereza, que esto apunta únicamente a los poderosos de la tierra. Sólo un cambio en el interior de la persona, en lo más profundo y recóndito del ser humano está la verdadera transformación. De esa forma pondremos diques de contención al mal en el mundo, a ese pecado que causa el enfrentamiento entre los hombres. La moderación, la sencillez de vida, la pobreza como respeto hacia todo lo creado, tanto la naturaleza como las otras personas, constituyen la posibilidad de construir un mundo más humano y justo. Este es el mensaje último de la Navidad; si no nos toca, si nos zarandea, estaremos ante una Navidad epidérmica y superficial. La vida de Jesús fue todo menos superficial, distante, sino que se adentró en los problemas que nos afectan y atañen, a pecho descubierto y a tumba abierta, desde Belén hasta la cruz. 

Para finalizar, deberíamos recordar la última Nochebuena de Francisco en Buenos Aires en 2012, setenta y ocho días antes de ser proclamado Papa: “La pasión de Dios por los humildes y sencillos. Se trata de la pasión de Dios por aquellos que son pacíficos, que no tienen pretensión de ser más que los demás. Es la pasión por la humildad; la pasión de Dios por la sencillez. La sencillez que se muestra como es, la sencillez que no maquilla el alma. La sencillez que está para servir, que está para adorar, que está para sentirse Pueblo de Dios”. Ojalá el magisterio de Francisco en torno a la Navidad pueda ayudarnos a entender este hecho que ha sido capaz de partir la historia en dos, simplemente porque llevó a cabo el mayor acto que se puede hacer, dar la vida por todos nosotros, de forma sencilla, sin pancartas, compartiendo la noticia que todavía estamos pendientes por explorar y que comenzó una noche en un portal y un pesebre de Belén. Que su luz nos guíe e ilumine. FELIZ NAVIDAD.

Papa Francisco

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