"Declaraciones como las de San Montes no ayudan, echan sal en heridas aún abiertas" Cuando la voz de un obispo ensordece el Evangelio

Discursos de odio
Discursos de odio

"No se trata de una cuestión de corrección política. Se trata de caridad. De respeto. De humanidad. Y, en el caso de un representante de la Iglesia, se trata —o debería tratarse— de fidelidad al Evangelio"

"La reciprocidad que debemos exigir como cristianos no es la de “ojo por ojo”, sino la del testimonio. Ser luz. Ser sal. No un altavoz del rencor. No una piedra más lanzada en la plaza del juicio"

Resulta profundamente preocupante que, en medio de una sociedad que cada día lucha por mantener la convivencia en medio de la diversidad, surjan declaraciones como las del arzobispo de Oviedo, Jesús Sanz Montes, que no solo no ayudan, sino que echan sal en heridas aún abiertas. La utilización del término “moritos” en una intervención en las redes, sobre un tema ya de por sí sensible, no puede pasar desapercibida ni mucho menos quedar sin una seria llamada de atención.

No se trata de una cuestión de corrección política. Se trata de caridad. De respeto. De humanidad. Y, en el caso de un representante de la Iglesia, se trata —o debería tratarse— de fidelidad al Evangelio.

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Cuando un obispo habla, no solo habla un ciudadano más: habla un pastor, alguien llamado a ser ejemplo, puente, consuelo, firmeza en la verdad, sí, pero nunca desde el desprecio. En el Evangelio no hay espacio para la burla, ni para el lenguaje despectivo, ni para alimentar odios o resentimientos colectivos. “Moritos” no es solo un término desafortunado; es una grieta por donde se cuela el prejuicio, el miedo, la exclusión. Y esa grieta no se cierra con citas canónicas ni con indignaciones selectivas.

Rencor
Rencor

El escándalo aquí no está en que el Ayuntamiento de Jumilla regule el uso de sus instalaciones —decisión debatible como toda en democracia—. El escándalo está en que desde la cátedra de un obispo se legitime un discurso que siembra enfrentamiento, que ahonda distancias y que, en nombre de los cristianos asesinados —que merecen todo nuestro respeto y memoria—, se desprecie a otros creyentes con insinuaciones peligrosas e inaceptables.

¿Dónde quedó la palabra de Jesús que manda amar incluso al enemigo? ¿Dónde quedó la parábola del buen samaritano, que cruza todas las líneas religiosas y étnicas para mostrar lo que es la verdadera misericordia? ¿Dónde quedó esa Iglesia que se enorgullece de ser “experta en humanidad”?

¿Dónde quedó la palabra de Jesús que manda amar incluso al enemigo? ¿Dónde quedó la parábola del buen samaritano, que cruza todas las líneas religiosas y étnicas para mostrar lo que es la verdadera misericordia? ¿Dónde quedó esa Iglesia que se enorgullece de ser “experta en humanidad”?

La reciprocidad que debemos exigir como cristianos no es la de “ojo por ojo”, sino la del testimonio. Ser luz. Ser sal. No un altavoz del rencor. No una piedra más lanzada en la plaza del juicio. Si algunos países o grupos persiguen a los cristianos, ¿esa es razón suficiente para generalizar, despreciar y deshumanizar a todos los creyentes de esa misma fe? ¿No es precisamente ese el mismo mecanismo injusto del que nosotros, los cristianos, también hemos sido víctimas?

El Papa saluda a monseñor Sanz
El Papa saluda a monseñor Sanz

No, monseñor, no se puede hablar así. No cuando se es obispo. No cuando se lleva el nombre de Jesús en la boca. Porque cada palabra que siembra odio desde un púlpito echa raíces en corazones confundidos, resentidos, violentos. Y luego, cuando arrecian las tormentas, cuando la violencia se desborda, nos preguntamos cómo llegamos hasta allí.

La Iglesia tiene la obligación moral y evangélica de construir puentes, no trincheras. Y cuando uno de sus pastores se aparta de esa tarea sagrada, debe ser interpelado con claridad, sin ambigüedades ni falsas reverencias

La Iglesia tiene la obligación moral y evangélica de construir puentes, no trincheras. Y cuando uno de sus pastores se aparta de esa tarea sagrada, debe ser interpelado con claridad, sin ambigüedades ni falsas reverencias.

Porque callar ante expresiones como estas no es prudencia, es complicidad. Y al final, el silencio también puede ser una forma de traición al Evangelio.

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