Adviento, promesa, compromiso, esperanza

Adviento, promesa, compromiso, esperanza
Adviento, promesa, compromiso, esperanza

Hay una palabra que define, ofrece su contorno e imprime los colores y la savia profunda del tiempo de Adviento: Esperanza.

Pero hablar de esperanza en este momento tan convulso en el mundo en que vivimos, parece algo extemporáneo o un ideal que no está metido y empapado en la realidad de nuestro mundo actual: guerras interminables, genocidios, feminicidios, millones de personas pasando hambre, mujeres sufriendo la desigualdad y la violencia, marginación, empobrecimiento, migraciones, catástrofes ecológicas, polarización social y política, persecuciones violentas por motivos religiosos, ideológicos, de género, tráfico de drogas, de armas, de órganos humanos…

Ante tantos y tan enormes problemas, aparentemente irresolubles, no hay soluciones fáciles, ni a corto ni a mediano plazo y, por lo tanto, a la esperanza se la ve como algo utópico, pero no en su significado más auténtico, sino como algo ilusorio e infundado.

Y no les falta parte de verdad a quienes así razonan, unas veces con argumentos bien fundamentados y otras por pura apatía, comodidad e individualismo, aduciendo que no se puede conseguir nada para solucionar los problemas únicamente con el esfuerzo de cada persona.  

Pero hay cientos, miles, quizá millones de hombres y mujeres, que siguen manteniendo la esperanza contra las pandemias, los vientos y las mareas de la historia, del día a día de sus propias vidas. Y no solo por no perder la confianza en la humanidad, que ya es un motivo suficiente y valioso, sino que la llevan a la práctica en la vida diaria para hacerla plausible. Porque la esperanza o se visibiliza, se trabaja y evidencia o no es algo estimulante y motivador. La Real Academia Española define la esperanza como un «estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea».

Y así lo realizan quienes se comprometen solidaria y colectivamente por transformar en la sociedad la iniquidad y la opresión, la exclusión, la violencia verbal, física… en justicia, cercanía y acogida.

Quienes intentamos seguir a Jesús en comunidad, viviendo según su proyecto y el espíritu de las bienaventuranzas, llevamos en el corazón su promesa de plenitud y liberación, paz y alegría, sencillez y humildad, mirada limpia y ojos abiertos, cuando nos dejamos alcanzar y traspasar por el don de la esperanza y la practicamos como él lo hizo, mediante sus signos (milagros), dejando así patente que otro mundo es posible y que ya ha llegado en su persona, al hacer oír, ver, andar a sordos, ciegos y cojos, incluyendo y dando voz a mujeres, niños y niñas marginadas, curando y limpiando heridas interiores y exteriores, saliendo al encuentro de quien está apaleado al borde del camino, peo en nuestra sociedad y nuestro mundo, aquí y ahora.

Esa es su promesa, su buena noticia, su mensaje de salvación, es decir, de liberación e inclusión, y esa esperanza la comprobamos cuando nos unimos a otras muchas personas, creyentes o no, para transformar la dura realidad que experimenta tanta gente, para que puedan vivir con dignidad, alegría y esperanza.

Esa es la verdadera esperanza, el auténtico sentido del Adviento: allanar caminos, reducir las distancias, eliminar los enfrentamientos, intentar empatizar, luchar contra los atropellos y los privilegios… para “que no haya soledad”.

Practiquemos pues la esperanza, que es don y compromiso. No podemos vivir sin esperanza. Porque la esperanza, acompañada de la fe y el amor (la confianza y la solidaridad), es como el aire que respiramos, sin ella la vida es triste, gris, pero con ella todo se renueva, nos ofrece ánimo, cordialidad, optimismo y alegría profunda, de la buena.   

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