Tú, mi Dios, Padre y Madre de toda bondad,
me has acompañado durante toda mi vida.
Conoces todos mis pasos,
mis huidas, mis silencios, mis vacilaciones,
mi egoísmo, mis alegrías y mis sufrimientos.
Recoge en la cuenca de tus manos
todas las lágrimas amargas que han surcado mi rostro.
Pero, sobre todo, acepta y transfigura
las lágrimas de quienes han experimentado
una vida de dolor, de desesperación, de exclusión.
Esas lágrimas sí que son valiosas,
son las que nos invitan a cambiar,
a dar un vuelco a nuestra vida,
a conceder sentido a la existencia,
a esperar el perdón de quienes se lo ocasionamos.
A la luz de sus vidas y de su ejemplo,
confío en tu compasión, en tu ternura,
para llegar a vivir junto a ellos y ellas
en el país de la vida.