Oramos con los sentidos

“Lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos, eso os lo anunciamos ahora para que nuestra alegría sea completa” (1Jn 1-4).
Oramos con los ojos abiertos, mirando de frente a la existencia, sin miedo, sin recelos ni prevenciones, sin apartar la mirada, para dejarnos impactar y traspasar por la realidad y todo lo que conlleva. Con una mirada agradecida y atenta a los imperceptibles milagros cotidianos, a los destellos de humanidad y de esperanza, a lo pequeño, humilde, sencillo y despreciado, frente a lo excesivo, célebre, opulento y prestigioso.
Oramos con las manos dispuestas para el encuentro, el abrazo, el trabajo conjunto; para estrechar y entrelazar otras manos; para dar nuestro apoyo y alentar ante el desconsuelo. Manos que cuidan, sanan heridas, ayudan a sobrellevar las cargas de los demás, escriben cartas de ánimo e ilusión, construyen hogares de puertas abiertas y los pintan con los colores del arcoíris y la bienvenida.
Oramos con los oídos atentos a quien está abatido, para caminar a su lado; a quien sufre la desilusión, el abandono, la soledad, el miedo, para ofrecer nuestro consuelo o quedarnos a su lado en silencio; a quien ha perdido a un ser querido, para acompañar con lágrimas su duelo; y a quien se siente alegre, confiado, dichoso, para celebrar juntos su regocijo.
Oramos con el tacto, acariciando con ternura y cariño, dejando así manifestarse nuestro amor y amistad; dejándonos la piel por el otro, la otra, cuando nos necesita; aprendiendo de las personas y las circunstancias que nos hacen sentir en nuestra propia piel el frío o el ardor, la pasión o la ausencia, el triunfo o el fracaso, la cercanía o el abandono…
Oramos con el gusto cuando compartimos la alegría de una comida familiar o entre amigos, el brindis final o del inicio de un nuevo recorrido; por el nacimiento de una nueva vida o por la existencia de alguien que nos ha dejado, para que la revivamos y guíe nuestros pasos.
Oramos con el olfato cuando nos atrapan nuevos olores, fragancias que dan otra esencia a la vida; cuando descubrimos que algo nos huele mal y nos mostramos más atentos y alertas; cuando nos sorprende el aroma vital de otra persona, que nos anima a confiarnos y atraer por su ejemplo; cuando el hedor de la injustica, el maltrato, la exclusión nos invitan a perfumar el ambiente con la solidaridad, la compasión, la sororidad/fraternidad y la paz.
Oramos con el corazón en la mano, para brindarlo (“yo vengo a ofrecer mi corazón”), pues no hay dicha mayor que sentir cómo dos o más corazones se unen y acompañan en el arduo y apasionante camino de la existencia. Cuando lo abrimos al Misterio de la Vida, cuando notamos su epifanía y su brisa sobre nuestra vida, cuando sentimos que todo es puro don y nos mostramos agradecidos, cuando el amanecer deja de ser una tentación y se muestra como la esperanza de un nuevo mañana más luminoso, aunque haya también noches de soledad, tristeza y olvido.