La encarnación de la Ternura de Dios

La Navidad es un tiempo propicio para dejar de soñar despiertos y empezar a vivir la cotidianidad en toda su concreción. Y la verdad concreta es que siguen naciendo niños y niñas sin casa, entre guerras, hambre, miseria.
Nuestro buen Dios nos pide que recordemos un momento de la historia de hace 2000 años, para que nos sirva de estímulo para que La Vida que late dentro de cada persona y de la naturaleza, nazca, se desarrolle y alcance su plenitud.
Sí, porque en la vida de Jesús contemplamos la plena encarnación de la Misericordia y la Ternura de Dios. En Él se refleja de forma plena, la bondad que palpita en el interior de cada persona y, a la vez, la indignación y la solidaridad ante cualquier sufrimiento o explotación que sufren los niños y niñas, los hombres y mujeres de nuestro mundo.
Dios se revela en Jesús como un signo concreto ante una realidad mayor: la Divinidad se hace diáfana en lo humano, en cada persona, en todo ser viviente, en el universo que nos rodea.
Así se nos invita a mostrar solidaridad, cercanía, alivio y cuidado ante el niño que nace con hambre, sin vivienda, enfermo, en un ambiente violento, consumista, egoísta. Y en ese niño o niña está representada toda la humanidad sufriente, empobrecida, expoliada y excluida de las grandes decisiones económicas, que imponen las altas esferas políticas de nuestro país y nuestro mundo.
Se nos invita a encontrar en el otro el rostro en el que nos sentimos hermanados y, al mismo tiempo, encontramos reflejada nuestra verdadera identidad.
La contemplación de esta llamada de la Navidad a enfrentarnos a esta dura realidad no debe echarnos para atrás, al contrario, debe alentarnos a seguir esperando, es decir, luchando cada día por la acogida, la tolerancia, la armonía, el diálogo, la justicia, la paz, la fraternidad. Integrando y viviendo de esta forma una espiritualidad no fragmentada, sino integral, llegaremos a vivir una mística de comunión con todos los seres humanos, con los seres vivos, con la naturaleza y el universo.
Pero este compromiso existencial no se puede llevar como una carga, como un deber que nos abruma y angustia. Muy al contrario. El sentir el amor de Dios encarnado en la persona de Jesús, en nuestra propia humanidad y en la de los demás, es motivo de profundo gozo y alegría. La Navidad, la humanización del Manantial de Vida por el que todo existe, es una llamada diaria a salir de nosotros mismos para encontrarnos con lo sorprendente, con la permanente novedad, con todo lo que renace en cada momento y da sentido y vitalidad a nuestra propia vida.
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