La fe, patrimonio de la humanidad

La fe, patrimonio de la humanidad
La fe, patrimonio de la humanidad

«La fe es patrimonio de la humanidad. Y la distancia óptima es el abrazo» (Enrique de Castro).

En una entrevista que le hicieron en Religión Digital, Enrique de Castro respondía: «La fe se ha metido dentro de las sacristías, dentro de lo sacral, como un elemento religioso. Pero la fe es un elemento humano. El ateo puede tener tanta fe o más que yo: fe en el ser humano, fe en la vida, fe en la lucha, fe en la utopía...».

Podemos estar de acuerdo, en contra o matizar esta afirmación. Yo creo, después de meditarlo mucho, que Enrique tiene bastante razón. Igual que las otras «virtudes teologales» (esperanza y caridad-amor) son fundamentalmente rasgos que anidan y potencian el espíritu humano, nuestra común humanidad.

Lo mismo la fe. Que cuando nace, se vive y crece en una determinada religión, adquiere sus contornos, su profundidad, su manifestación en la realidad. Pero eso no quiere decir que la fe sea una virtud exclusivamente religiosa. Las grandes religiones creen en un Dios que es, sobre todo, amor, perdón y misericordia. Y yo me pregunto: ¿cómo un Dios Padre bueno, que es puro Amor, puede dar a unos la fe y a otros no? ¿Tratará a sus hijos con distintos baremos o según le caigan?

Quizá la fe sea una de las características que anidan en los genes del ser humano, pudiendo a lo largo de la vida, adquirir diversas formas de expresión: religiosa, atea, agnóstica, ideológica, filosófica, existencial… Y ninguna tiene por qué ser mayor ni mejor que otra, mientras que ayudan a cada mujer u hombre a desarrollarse como persona y a extender y entregar su amor y esperanza hacia los demás, confiando en su propia bondad y ayudándole a que llegue a la talla espiritual y humana que pueda alcanzar.

Eso sí, si no ayudamos a que la fe crezca y madure, irá languideciendo, quedando como una semilla seca, sin savia, sin luz, sin agua de vida. Para que llegue a germinar, es preciso regarla, echarle abono, agua, ponerla al sol, cuidarla. Cuando el materialismo, el consumo desenfrenado, la mirada exclusiva sobre uno mismo y el bienestar privado, priman sobre la bondad, la belleza, el don de sí, la necesidad de contacto con el otro, entonces la fe pierde su potencial transformador, quedando como un mero manual de autoayuda para que se desarrolle, exclusivamente, el gen egoísta, la inteligencia individualista, el ídolo del materialismo.

La fe necesita ver, experimentar, gozar del encuentro, aunque parezca lo contrario. Porque Dios se nos manifiesta en los ambientes cotidianos, en la naturaleza, en las más diversas circunstancias y personas. Esa fe en muchos momentos es oscura, porque sufrimos muchos reveses en la vida, que también nos ofrece y nos hace vivir muchas escenas de sufrimiento, muerte y dolor. Pero la fe está justamente para eso, para traspasar todos esos pesares, para seguir confiando, esperando, amando.

Necesitamos certezas básicas para caminar, pero también es necesario que nos dejemos sorprender por lo inaudito, lo insospechado, lo desconcertante. Por el Misterio y la Epifanía de la vida. Que se manifiesta en la fe absoluta en el hombre y la mujer, junto con la fe profunda en el Misterio: así se llegará a alcanzar la unidad del pensamiento creador de Dios y de la más profunda humanidad.

«Felices quienes han aprendido que la fe no es solo creer lo que no se ve, sino lo que queremos que sea, lo que necesitamos que permanezca».

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