EL ESPLENDOR DE LA LITURGIA CATÓLICA ©

Reflexiones inconexas ante una misa de Rito Extraordinario oficiada en la Iglesia de Nuestra Señora de la Paz, de Madrid.


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Una sociedad que crea en Dios no hay duda de que le levantará monumentos donde rendirle culto. En el extremo contrario, una sociedad que sustituye a Dios por el dinero, le levantará a éste los bancos y los edificios de Wall Street para arrebatarle el mundo. "Todo esto te daré si postrándote me adoras" (Mt 4, 9)

En el caso de las grandes obras artísticas, catedrales y ermitas de y para la religión, es necesario distinguir el fin esencial de exaltar la fe en Dios, del contrario de en ellas agradarnos a nosotros mismos. Porque a algunos, muchos, incluso esos hermosos monumentos de la fe, nos deslumbran y nos ciegan para no ver al hombre, el templo donde Dios más gusta hospedarse (1 Cor 3, 16). Es la ironía de esconder en nuestras bocas abiertas y ojos asombrados los testimonios de fe que se encierran en tanta belleza. Las artes y las ciencias aplicadas a la religión se explican justamente en eso, en la alabanza a Dios. Es Dios, y sobre todo su encarnación en Jesucristo, y los altares en que se le adora, lo que justifica la grandeza de nuestros monumentos. Y la sabiduría, la unción y la catequesis de nuestra milenaria liturgia.

No rebajo
mi admiración y orgullo por la belleza aportada en la arquitectura y todas las artes clásicas, puesto que "a Dios todo honor y toda gloria" debe darse. Que en mi opinión cuadra muy bien con este otro descubrimiento: "A nadie queráis llamar padre sino a Dios que está en los cielos." (Mt 23, 9) Esta recomendación del Verbo encarnado es demoledora, es la esencia y resumen de todo el mensaje cristiano por más que se ensalce en las artes. Justo así se me representó al oir al ministro oficiante un hermoso sermón apoyado en el Evangelio del día: "En medio de vosotros hay uno al que no conocéis..." (Jn 1, 26)

Sólo queda resaltar que la adoración debida al milagro de su presencia en el pan y el vino que nuestros sacerdotes consagran, es la sola razón, mayor y sustancial que justifica la belleza del Evangelio, las rúbricas y las oraciones litúrgicas, incluida esa grandiosidad única de la arquitectura, la pintura, la escultura y la música que el culto al verdadero Dios nos ha inducido por siglos.

Entre nuestras experiencias de fe guardamos catequesis de piedra que muestran la tendencia perpetua de la raza humana hacia Dios. Desde el Sinaí hasta las pirámides y de éstas al Gólgota. Por ese fondo de eternidad que nos habita, por esa necesidad de Dios que nos extrae del tiempo. ¿Quién no se ha transportado a nuevas dimensiones ante un acto litúrgico de rito antiguo? El codificado en Trento y ahora llamado Extraordinario. Es una experiencia que aconsejo vivir. ¿A quién el órgano y las mejores partituras no le colocan, en ese rito, en la antesala de la Gloria? Todo eso es patrimonio de un Dios vivo y gozado en la fe.

Pero la fe católica no se queda ahí: Nuestra religión es como un tesoro -espiritual, moral, existencial- que quien lo descubre lo abandona todo para poseerlo. (Mt 13, 44) Por eso, a través de la liturgia interpretada en su mejor sentido sobrenatural, único fondo que la explica, el hombre se encuentra con "el Dios desconocido" (Hch 17, 23) que hizo los cielos y la tierra.

Lo reprobable es que muchas veces los grandes monumentos son más para nosotros mismos que para Dios. En ellos nos elevamos, nos emocionamos, nos enaltecemos al sentirnos hijos de tan gran Padre y Creador, mas no siempre sabemos salir de nosotros hacia Él. Nos quedamos en la belleza que nos envuelve sin salir hacia donde esa obra nos envía. Esto es, que en la inmensidad impresionante de la catedral o en la celebración solemne, radiante de luz, incienso y coros, tal vez estemos asistiendo sólo a un espectáculo en el que nos gratificamos más a nosotros que al Dios vivo del altar al que todo es dedicado.

No quiero ocultar otro sentimiento-pensamiento que revoloteó por mi cabeza en este domingo. Me dije que los españoles guardamos de nuestro caminar por la fe ejemplos sublimes de espiritualidad. Santos, papas, teólogos, misioneros, reyes… De lo que hay hoy una niebla de arrogante ignorancia que oculta nuestra riquísima historia, la del pueblo español desde Osio de Córdoba, catequista de Constantino, al que bautizó, a la vez que artífice de los concilios más identificadores de la Iglesia, hasta los innumerables apóstoles y misioneros que dieron al Cristianismo fieles en cuatro continentes. Con razón dice la gran Maria Elvira Roca, autora de Imperiofobia y Leyenda Negra, que si se ignorase la Historia de España, la de la Iglesia pasaría a ser una simple nota a pie de página en la Historia Universal.
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