Jesucristo es Dios (II) - Huellas precolombinas. ®

Con la oportunidad que me brinda el viaje de Francisco a Cuba y México (se dice Méjico), seguiré con el tema de la divinidad de Jesucristo y la consecuente pasión evangelizadora que su doctrina inculcó en nuestros antepasados, los de aquellos años de insuperable gloria española. Insuperable, porque en los anales eternos los valores son eternos y la Cuenta de Resultados, plagiando a San Agustín, se sostiene boyante en el número de cristianos que llenen el hueco dejado por los ángeles rebeldes.
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Curioso es que desde este lado del tiempo, más o menos a medio millar de años, los revisionistas sin memoria divulgan que la evangelización de los aborígenes del Nuevo Mundo se debió más a los cañones que a las misiones. Bueno...

No pretendo ignorar la influencia de las armas en la conquista. Nadie con dos dedos de frente pretenderá que aquel nuevo mundo gigantesco se había de conseguir haciéndonos nosotros esclavos o festín de sus tribus. Destaquemos a los ilusos desinformados que el dominico Bartolomé de las Casas, ante las revueltas antropófagas, revocó despavorido sus teorías proindigenistas -en verdad zafiamente antiespañolas- pidiendo la urgente vuelta de los soldados que él había rechazado.

La conquista de América fue dual. Se produjo con la evangelización y con las armas, claro que sí, por supuesto. Es decir, a la vez con la doctrina de Jesús Nazareno y con las leyes de Isabel de Castilla. Así, mientras que su oro se esfumaba en Europa guerreando contra los sin-Dios, la cultura occidental que les habíamos llevado se quedó allí para siempre. Si con la evangelización encontraban una fe trascendente y social, con la educación se regulaban las costumbres y se impulsaba el desarrollo civilizador. Si con las armas se aseguraba el orden y se protegía la predicación cristiana, inmensamente superior a sus ritos sangrientos; con la nueva cultura se levantaban catedrales y universidades, parroquias y escuelas. Mal que lo nieguen los hijos de la envidia, esto es evidencia indiscutible.

En cuanto a la evangelización de América debemos citar algo prodigioso y oculto para muchos. Me refiero a que, aparte la tan supuesta presión de los cañones, aquellos pueblos acogieron de los españoles unas catequesis inesperadamente parecidas a antiguas leyendas que abríeron su comprensión del Dios cristiano.

Y es que Cristo, el Emmanuel, Dios con nosotros, no sólo fue intuido en las tumbas etruscas, en las piedras sumerias, en la Tradición hebrea, por los sacerdotes egipcios o los sabios de la Grecia y la Roma antiguas… sino, también, en otras nuevas/viejas fuentes como las de “la divinidad Verdadera” en que creían los indígenas americanos más cultivados… que apenas rozaban aún la Edad del Hierro.

Acudamos, pues, a las creencias de la América precolombina de las que es claro que no pudieron ser “usurpadas” por la Iglesia. En ellas ya se anunciaba que aquellos pueblos serían dominados por otro “que tendría un dios con el poder de un árbol, el madero enhiesto». (cf W. von Hagen, Los mayas, Ed. Joaquín Mortiz, México). Y no se referían al tótem de otros pueblos del norte, mucho más primitivos que los aztecas y los incas.

Cualquiera que visite en Madrid la gran Plaza de Colón podrá leer en uno de los monumentos al Descubrimiento: «A la distancia de un grito, a la distancia de una jornada están ya ¡Oh, padre! Recibid a vuestros huéspedes los de Oriente, los hombres barbados, los que traen la señal de Ku la deidad.» (cf. Op. cit.) En El libro de los libros de Chilam Balam (Fondo de Cultura, México. Jaculatorias de los Ah-Kines) se nos dice que “Ku” es «la Verdadera-Deidad, la poderosa sobre todas las cosas ¡Oh, padre!, la creadora del cielo y de la tierra en toda su extensión». Y otro texto detalla que la señal de “Ku”, «única deidad del cielo con el Uaom Ché, Madero-enhiesto, se mostrará al mundo cuando sea su amanecer».

Lo que confirma que, con el Descubrimiento, «a los que vivían en parajes de muerte una luz les nacía» (Mt 4, 16) al cumplirse para ellos, también, «la plenitud de los tiempos» que cita San Pablo. (Gal 4, 4; Heb 9, 26 y Ef 1, 10). Más adelante, se dice: «Bueno será tu poder Ku-deidad ¡Oh, padre! Cuidador de nuestra alma, el que al recibirnos no recibe sino lo que él mismo creó, el que tiene el cielo tras de él…» […] «Erguid la señal ahora […] levantad el madero…»

Quetzatcóatl y alguno más.-

Quezatcóatl, representado en la boca abierta de una serpiente con las plumas verdes y doradas del quetzal, fue un nebuloso caudillo benefactor de ciudades en el que el pueblo veía al mismo dios hecho hombre… (Op. cit.). Probablemente el mismo dios de los toltecas, tlaxcaltecas y chichimecas antecesores que en sus relatos religiosos cantaban a un hombre blanco con barba que les había fundado una ciudad y enseñado a hacer el Bien, después de lo cual desapareció por el mar hacia el Oriente con la promesa de volver.

Otro precursor fue Netzhalcoyotl, un rey chichimeca amante de la filosofía. Este personaje enseñó la idea de un dios − al que consagró su vida − «único, todopoderoso, invisible y creador de todas las cosas». Se cuenta que a su criado se le apareció un joven «transparente y luminoso» que afirmó ser mensajero del «Dios Eterno y Todopoderoso». Este ángel dijo al criado que Dios estaba muy contento con su amo y le anunció que un hijo suyo vencería al rey de Chalco, que había matado a dos de sus hijos, y que le nacería otro para asegurar su sucesión. La promesa se cumplió y, en agradecimiento, se edificó un templo «al dios desconocido creador de todas las cosas». ¿Al dios desconocido...? Probablemente. ¿Por qué no el mismo del Areópago que usó San Pablo para hablar de Jesucristo a los atenienses… ? (Hch 17, 23)

A esto añadiremos que cuando los españoles estaban a las puertas del imperio azteca, la hermana de Moctezuma, que se llamaba Papatzin, quedó como muerta por, tal vez, un síncope seguido de catalepsia. Al recuperar la conciencia dijo, para asombro de todos, que se le había aparecido un joven enviado por “el verdadero Dios invisible”, vestido de blanco y con alas de plumas, el cual llevaba en la frente una señal en forma de cruz… (cf “Una gran señal apareció en el cielo”, Santa Cruz Altillo, México, 1976. También, “Historia Chichimeca”, de Fernando de Alva Ixtlixóchitl.)

Bien sabemos que el Mesías Redentor ya se profetizaba en el libro del Génesis, en las escrituras hebreas. Uno de los misterios que más han decidido la historia humana es el rechazo o agrado de los sacrificios que Caín y Abel ofrecieron a Yaveh. La grandeza del que agradece y valora su amistad con el Dador de la vida, y el vano orgullo del que se cree autónomo y rechaza la idea de deuda con Dios. Abel, pastor, ofrecía a Yaveh los machos primogénitos de sus rebaños y Caín, agricultor, quemaba los frutos de la tierra que consideraba inservibles. Detengámonos aquí en que los amerindios, coaccionados por sacerdotes que les esclavizaban en su provecho, ya habían olvidado que sus sacrificios eran al Dios de los cielos. Esta corrupción religiosa y social que oprimía al pueblo azteca convirtió a los españoles en verdaderos liberadores, y a la religión que llevaron la verdadera que los americanos añoraban en sus tradiciones. Veamos ahora algo de esas tradiciones.

Fijémonos en la extraordinaria similitud con el sacrificio de Isaac. Dice así el Génesis: «[…] ató luego Abraham a Isaac y lo puso sobre el ara, encima de la leña. Empuñó Abraham el cuchillo y alzó la mano para inmolar a su primogénito…» El dios de Abraham y de Abel aparece así un dios tan celoso de muerte y de sangre como el de los aztecas. De igual manera que por Yaveh, como por el dios azteca, se reclamaba la ofrenda más valiosa de nuestra vida -que de Él viene y sólo Él sostiene-, por la ofrenda de su mismo Hijo Jesucristo, crucificado. De tal modo recuperábamos la amistad con el Creador, imposible de conseguir con nuestra naturaleza manchada. Es la ofrenda de nuestras misas y que lo indios veían realizar a los españoles en sus altares, sin muerte ni sangre ante sus ojos.

Detengámonos aquí un momento.

Pensemos que nuestra idea del ara, en los aztecas era lo que llamaban cue; que nuestro altar era su teocalli y tendremos una inmolación en Teotihuacan. Ahora, singularicemos la oblación poniendo el nombre de Xicotencati donde la Biblia dice Abraham; donde dice Isaac, que sea Cacamatzin, y a Yaveh llamémosle Huichilobos. Habremos descrito la misma situación de sacrificio. En ambos casos preanuncios del Jesús redentor: para nosotros, desde el Antiguo al Nuevo testamentos; y para los aztecas, por un paralelismo que les predispuso hacia la religión cristiana.

Y si hablamos de biblias no terminaré este artículo sin abrir el libro del Popol Vuh, donde se recogen algunas de las leyendas anteriores al Descubrimiento y que los patriarcas aborígenes contaban a su pueblo. En este libro, conocido como “la Biblia Maya”, podemos leer una descripción de los atributos de Dios, incluso acerca de la forma en que creó el mundo. Preste atención mi lector. Para empezar, creían en tres personas celestiales, cada cual un dios independiente y las tres juntas un solo dios. Esas tres personas unitarias, a las que el “Popol Vuh” llama el Corazón del Cielo, llegan al acuerdo de acometer la Creación:

«Esta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado, vacía la extensión del cielo. […] Únicamente había inmovilidad y silencio en la oscuridad de la noche. Existía sólo el cielo y el Corazón del Cielo, que éste es el nombre de Dios, y así es como se llama. Llegó aquí entonces la Palabra.»


¿La palabra…? Uno se queda bizco. ¿Acaso el concepto platónico de “la palabra” anidó espontáneo en aquellas gentes? ¿Hubo clónicos mejicanos de Protágoras, Demócrito, Heráclito…? ¿Lo fueron estos de aquellos?

San Juan, el discípulo amado, del que podemos imaginar que el Maestro le conoció desde niño y le habría mecido en sus brazos, con insuperada belleza y precisión nos describe quien era Jesús:

«En el principio existía el Verbo (la Palabra), / y el Verbo estaba cabe Dios, / y el Verbo era Dios. / Éste (la Palabra, el Verbo) estaba en el principio cabe Dios. / Todas las cosas fueron hechas por Él; / y sin Él nada se hizo de cuanto ha sido hecho.» (Jn 1, 1 y ss)
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Seguiremos hablando de este Jesús, el odiado Galileo que vino "a los suyos" y no le recibieron... Uno se pregunta: ¿Y por qué no le recibieron? A lo que San Juan nos responde que porque resultó que no eran tan suyos: Estaban con nosotros pero no eran de los nuestros, dice San Juan. (1 Jn 2, 19)

De verdad, de verdad que hay, además de éstas, tantas otras muchas cosas que en América hizo Jesús, con España, y ésta con Jesús, «que si se escribiesen una por una, ni en todo el mundo cabrían los libros.»

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(Próximo post: (III) "La antigüedad expectante").
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