Un niño muy importante - 1/2

"Luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo". (Jn 1, 9)

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Desde la más remota edad la Humanidad esperaba la venida del Niño Dios, el Verbo encarnado. Numerosos pueblos antiguos, de los cinco continentes y de épocas distintas ansiaron ese día, este cumplimiento. ¡Bendita Virgen de Nazaret que dijo “Fiat”! Y fue así lo mismo desde las supersticiones tribales como a través de las civilizaciones más evolucionadas.

Pongamos, por ejemplo, a los griegos y su rica mitología que, a su vez, recordaba la de otros pueblos y éstos la de otros... Así, los egipcios de antes de la Esfinge y después de los hicsos, de Amón y de Akhenaton. Igual podríamos decirlo de los etruscos, de los que casi nada conocíamos pero, desde unos pocos lustros atrás y cientos de análisis arqueológicos, se sabe que creían en “una vida resucitada sin término junto al dios conocedor de nuestra carne ... en el país de las almas”.

Velado a través de múltiples ídolos, a Jesús le esperaban todos los pueblos si bien a oscuras, sin una Revelación que Dios reservó para cuando llegara “la plenitud de los tiempos”. San Pablo, el Heraldo de Cristo, nos decía: “Dios, que en los tiempos pasados muy fragmentaria y variadamente había hablado a los hombres ahora lo hace por Jesucristo.» (Hb 1, 1) Lo cual remacha en Atenas afirmando que lo que la Humanidad «en los tiempos de la ignorancia» había buscado a tientas, por fin en aquellos días podía ser encontrado en su Hijo, Jesús. (Hch 17, 26).

Desvelemos algunos velos.

Prometeo roba a Júpiter (Yahvé) para los hombres la sabiduría de los dioses (el Árbol del Bien y del Mal) simbolizada en el fuego. Júpiter le aplica el castigo merecido atándole en las regiones del Cáucaso (al Este del Edén) para eterna presa de un buitre (la muerte) que se alimenta devorándole los hígados (la vida). Hasta que Júpiter se apiada y envía a Hércules que libera a Prometeo del destierro y la miseria. En Prometeo se anticipa también el humanismo de Caín pues sacrificaba a los dioses lo que le sobraba, animales podridos, reservando lo mejor para sí y para los hombres que tutelaba. (Interesante "detalle posconciliar".)

Esquilo, en su obra ‘Prometeo encadenado’, cuatro siglos antes de Cristo nos anunciaba que no esperásemos “[...] que llegue el fin a esta maldición [pues que] antes tiene que bajar Dios mismo [no Hércules] para tomar como compensación sobre su propia cabeza las penas de tus [nuestros] pecados.» Es parte de la trama, pero también simbología que aún hoy es seguida por miembros de ciertas obediencias masónicas.

Sócrates: «A los hombres nos nacerá el Divino, el Perfecto, el que curará nuestras heridas y elevará nuestras almas, que encaminará nuestros pies por el sendero iluminado que conduce a Dios y a la sabiduría, que aliviará nuestras penas y las compartirá con nosotros, que llorará con el hombre y nos conocerá en nuestra carne, que nos devolverá lo que hemos perdido y que alzará nuestros párpados de modo que podamos ver de nuevo la visión».

Platón el "portavoz" de Sócrates, define al Ser celestial esperado como «el Hombre de Dios que bajará a redimir las ciudades».

Aristóteles creyó inminente la venida al mundo de un ser celestial al cuál llamó: «El Salvador».

Cicerón.- El tribuno, filósofo, augur y jurisconsulto de Roma murió 43 años antes de que naciera Jesús en Belén. De la correspondencia con Ático, su editor, sabemos que se interesó muy vivamente por la teología de los judíos; en especial por las profecías que anunciaban la inminente venida de un Mesías. Le escribía acerca de su convencimiento sobre «la venida al mundo de un ser divino, el Ser Sumo que se haría carne mortal», y confesaba su deseo de no morir antes de que tal cosa ocurriera. [Isaías el "profeta cristiano" nos anunciaba que Dios bajaría a enseñarnos viviendo entre nosotros. Is 54, 13; Jn 6, 45]

Al repetir los mensajes de las sibilassobre un rey universal, Cicerón aseguró que debería ser recibido y aceptado para salvarnos [de la muerte] todos con él.

Y la escritora Taylor Cadwell,* en su biografía de Cicerón, recoge de lo que asegura ser una carta de Ático – que he buscado y no encontré –, contestándole a Cicerón sobre el sueño que éste le cuenta de un gran edificio en las colinas de Roma, con hombres vestidos de blanco. Un extraño palacio "que mostraba en todas sus cúpulas la señal infame de los ajusticiados", la cruz.

* Seudónimo de la esposa del Representante particular del Presidente de los EE.UU., F. D. Roosvelt, ante el Papa Pío XII.

Virgilio, que murió diecinueve años antes de que naciera Cristo, en la égloga cuarta, que tanto conmoviera siglos más tarde a Constantino, y que desde la Edad Media se tiene por mesiánica, nos anunciaba la aparición de un ser que salvaría a la Humanidad de su condena: «Recibirá ese niño la vida de los dioses [...] y a él mismo lo verán entre ellos y regirá el mundo apaciguado por los dones de su padre.» Y también: «Está llegando la última edad, cantada por la Cumea. [...] Ya una nueva progenie es enviada desde lo alto del cielo [...] Por sí mismo el cordero teñirá su vellón con el vivo color de su propia sangre.»

Por si esto fuera poco se refiere a «una mujer, virgen y casta, sonriendo a un hijo...» (Bucólicas, IV, Polión 10-15).

Tácito, en el siglo II (Anales XV, 44) destaca que la gente de la antigüedad «se hallaba generalmente persuadida, según antiguas profecías, de que el Oriente había de prevalecer, y de que de Judea vendría el Dueño y Soberano del mundo

Suetonio lo repite en su vida de Vespasiano (Los doce césares, IV) aclarando que tal personaje se lo atribuían los judíos aun tratándose sólo de un ciudadano romano. (?)

En los Anales del Celeste Imperio se cuenta que «en el año 24 de Chao-Wang de la dinastía de Cheou, el día 8º de la 4ª luna, apareció una luz por el lado del sudoeste que iluminó el palacio del rey». El monarca interrogó a los sabios y ellos le mostraron libros donde se decía que tal resplandor del cielo significaba «la aparición del Gran Santo de Occidente, cuya religión se conocería más tarde en el Japón.»

El año 24 de Chao-Wang, de la dinastía de Cheou, se corresponde con el del censo de Augusto, en Belén de Judea.
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