DISCERNIMIENTO DE ESPÍRITU

DISCERNIMIENTO EN LA REALIDAD HISTÓRICA QUE VIVIMOS

La aventura del discernimiento

Vivimos tiempos complejos (pandemia del Covid19,  guerra de Ucrania, crisis económica…)  en los que se requiere un profundo discernimiento de espíritu para ver  dónde está Dios y dónde está el mal espíritu.

Discernimiento es distinguir una cosa de otra, señalando sus diferencias. El discernimiento es una gran aventura hacia el interior de nosotros mismos, especialmente poniendo mucha atención en los sentimientos. Porque el ser humano no es sólo cabeza sino también corazón, no es sólo razón e ideas sino también vida, pasión, amor, como señala Enrique Ponce de León.

El discernimiento de espíritus es fundamental en la vida cristiana. Responde a una pregunta elemental: ¿cómo puede y debe el creyente saber cuál es la voluntad de Dios?, ¿cómo puede saber si acierta o no en una decisión? Puede ocurrir que pensemos que una determinada inspiración venga de Dios y, sin embargo, proceda del mal espíritu, que trata de engañarnos, dividirnos y desviarnos. Podemos, asimismo, tomar por voluntad de Dios lo que, en realidad, no es sino voluntad propia. También corremos el riesgo de ver el mal espíritu donde no está y no verlo donde realmente se encuentra.

En una ocasión, mientras impartía un curso bíblico en una comunidad de la selva de Petén, en Guatemala, de repente una niña de siete u ocho años, que acompañaba a sus padres, sufrió un ataque epiléptico. Cayó al suelo en medio de fuertes convulsiones y arrojando espuma por la boca. Sus ojos quedaron en blanco. Era un cuadro impactante y doloroso. Al instante, algunos participantes en el curso rodearon a la niña extendiendo sus manos sobre ella y gritando todos a una: “¿Sal, mal espíritu, de esta niña en el nombre poderoso de Jesús!, ¡Libérala, Señor Jesús, de este mal espíritu que la está atormentando!” Ante aquel cuadro yo no sabía qué hacer. Después reaccioné y... me acerqué a donde estaba la niña, tratando de apartar a la gente. Sacamos a la niña fuera del salón para que le diera el aire, se le mojó con agua la frente y las extremidades y, poco a poco, se fue serenando y volviendo en sí.

Llama la atención cómo algunos cristianos, ante este fenómeno, síntoma de una enfermedad del sistema nervioso, ven en él un mal espíritu. Es decir, ven el demonio donde no está, y donde realmente está no lo ven. No lo ven en las causas de la deplorable situación de la salud, ni en la escasa atención médica que sufren los campesinos. Tampoco lo ven en el que oprime y engaña al pobre, ni en el corrupto, ni en las fuerzas  militares que por años reprimieron y masacraron al pueblo, ni en el sistema neoliberal que hoy se nos ha impuesto destruyendo la vida de los pobres y de la naturaleza. ¿Qué es lo que está pasando? Que no hay discernimiento de espíritus. Por eso el Juan nos advierte: “No os dejéis llevar por cualquier espíritu, sino  examinad toda inspiración para ver si viene de Dios” (1 Jn 4, 1-2)

La Iglesia latinoamericana, en su metodología pastoral, sigue estos tres pasos: ver, juzgar y actuar. El discernimiento se  sitúa en el segundo paso: juzgar, es decir, analizar, desentrañar, distinguir con acierto una cosa de otra. Esto requiere del primer paso: ver, observar con detenimiento lo que está aconteciendo, esto es, ver lo que se mueve dentro de nosotros mismos y a nuestro alrededor. Pero el discernimiento no queda ahí sino que tiene una finalidad: nos lleva a actuar de acuerdo a la voluntad de Dios.

Todo discernimiento desemboca en un compromiso. Pablo nos dice: “Portaos como hijos de la luz, discerniendo lo que agrada a Dios” (Ef 5,8).El discernimiento debe abarcar lo personal, lo comunitario y lo histórico. El Espíritu de Dios actúa no sólo en el interior de los corazones sino también en la comunidad eclesial y en el corazón de la historia.

El discernimiento nos hacer ser críticos y autocríticos. (Rm 12,2). Por eso dice Jesús: Sed sencillos como palomas y astutos como serpientes” (Mt 10, 16),  para saber distinguir lo bueno de lo malo y no dejarse engañar.

La verdadera sabiduría consiste en saber discernir la acción del Espíritu de Dios y la acción de los malos espíritus. Esta acción se opera por medio de fuerzas internas o impulsos, que San Ignacio de Loyola, en sus Exercicios Spirituales, llama “mociones”.

Criterios y condiciones para el discernimiento

Para hacer un buen discernimiento de espíritus habrá que tomar en cuenta estos criterios:

* En primer lugar: Jesús y su Evangelio. Por eso es de capital importancia el conocimiento de Jesús, sus actitudes más profundas, su pasión por el Reino, su mensaje... La práctica y el mensaje de Jesús van a ser el criterio clave para un buen discernimiento.

* En segundo lugar: los pobres como “lugar teológico”. No puede realizarse un buen discernimiento sin tomar como referencia a los pobres, los excluidos, lo más débiles…, porque ésta fue la opción de Jesús.

* En tercer lugar: la comunidad eclesial, buscando fortalecer la comunión, es decir, la unidad y el amor fraterno, teniendo presente que unidad no significa uniformidad. La unidad puede y debe darse en un maduro y respetuoso pluralismo.

* Y en cuarto lugar, la realidad histórica. En la historia hay signos y antisignos del Reino. El proyecto de Dios que proclamó Jesús es vida y felicidad para todos, y este proyecto se materializa en la realidad social, económica, política, ecológica… El sistema dominante trata de desviar la atención de los creyentes para que no analicen la realidad desde la fe. Dice “no mezclemos la fe con los asuntos socioeconómicos”. Es el dualismo que Juan Pablo II denunció en América Central: “!No más divorcio entre fe y vida¡”.

El buen discernimiento requiere de cuatro condiciones básicas:

*Humildad y sinceridad ante uno mismo, ante los demás y ante Dios. Sólo los que tienen un espíritu de pobre, los pequeños, los sencillos, los que sufren con esperanza, los que tienen hambre y sed de justicia, los que tienen un corazón limpio... son los que disciernen. “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. La autosuficiencia y soberbia indisponen para hacer un buen discernimiento.

*Apertura al Espíritu de Dios. El discernimiento es una expresión del Espíritu en nosotros que nos impulsa a captar y aceptar lo mejor en cada situación (Fl 1,9-10; Ef 5, 15-17) .

*Disponibilidad ante el proyecto de Dios. Se trata de querer lo que Dios quiere y rechazar lo que Dios detesta y de identificarse con su proyecto. Esto requiere de un dominio de sí mismo  y un sentido crítico profundo para relativizarlo todo y centrar la vida y la historia en lo único absoluto: el Dios siempre mayor y su Reino.

*Libertad de espíritu, que conlleva valor y desprendimiento de afecciones, como señala San Ignacio.  La libertad es una actitud siempre en proceso: libre frente a las personas, proyectos, instituciones, dogmas y normas, libre frente al poder, dinero, negocios, privilegios...; “Donde está el Espíritu hay libertad”  ( Co 3, 17).

San Pablo dice: “No os amoldéis a este mundo, sino dejaros transformar por la nueva mentalidad, para que podáis discernir lo que es voluntad de Dios” (Rm 12,2). Para hacer un buen discernimiento se requiere de una renuncia a “este mundo”, al sistema establecido. Puede darse el caso de personas que pretenden hacer un discernimiento cristiano, pero les resulta imposible, porque no han roto con el sistema establecido. Este sistema establecido hoy es la globalización del capitalismo neoliberal. José María Castillo dice que quien no ha cambiado radicalmente de mentalidad frente al orden establecido no puede discernir lo que Dios quiere  , pues este sistema ha idolatrizado el dinero.

San Ignacio ofrece unas reglas para realizar un buen discernimiento. Una regla básica es preguntarse ante una determinada situación  ¿Qué experimentamos?, ¿qué sentimos?  ¿alegría y paz interior o desolación, malestar, tristeza, remordimiento...?,  ¿por qué? ¿A dónde nos lleva esta inspiración o deseo? ¿Cuál es su propósito?

En la respuesta que nos demos, descubriremos si una inspiración o deseo viene del Espíritu de Dios o del mal espíritu. Si nos lleva a ser más auténticos y coherentes, más comprensivos, generosos, serviciales, solidarios con los pobres y comprometidos con la justicia..., esa inspiración o deseo, sin duda, viene de Dios.

El mal espíritu trata de engañarnos, ponernos trampas, incluso con frases de la misma Sagrada Escritura, como a Jesús cuando fue tentado. Se disfraza de aspecto aparentemente bueno. Se presenta “sub angelo lucis”, bajo ángel de luz (2 Co 11,14) Crea idealismos, se detiene en   milagros espectaculares, sanaciones, grandes concentraciones y otros signos ostentosos. Trata de que olvidemos el presente para pensar sólo en un futuro idealista. Genera tendencias posesivas y narcisistas, de autosuficiencia y endiosamiento. Por ejemplo, los que han sido engañados por este mal espíritu, dirán: “Dios se me ha revelado... Yo tengo la verdad, los demás están equivocados”. Por ejemplo, el señor George Bush, cuando era presidente de Estados Unidos, dijo que la guerra invasora de Afganistán e Irak fue una inspiración de Dios (Noam Chomski). Cuando nos dejamos llevar por este “ángel de luz” caemos en el fundamentalismo, debilitamos nuestra fe y confianza en el Dios del Reino, nos hacemos egoístas, autosuficientes, prepotentes, intolerantes y soberbios. Perdemos la sensibilidad humana, el amor fraterno y el compromiso con la justicia y con los pobres. Y desde esta actitud de autosuficiencia, que es una verdadera ceguera, somos capaces de justificarlo todo: la acumulación de bienes, el consumismo, las desigualdades sociales, la xenofobia, el militarismo, la guerra, la pena de muerte... San Ignacio nos enseña que es bueno sospechar de nosotros mismos, que no significa inseguridad ni baja autoestima sino prudencia y sensatez. Esta actitud nos mantendrá despiertos y vigilantes para no dejarnos engañar y caer en las trampas y dinamismos del mal espíritu.

Frutos del Espíritu

Contrariamente al espíritu del mal, el Espíritu de Dios actúa sanando y cicatrizando heridas. Nos hace libres para servir. Supera nuestra debilidad. Nos hace tomar conciencia de que Dios nos ama como somos. Nos dice: “Bástate mi gracia, pues mi poder se manifiesta en tu debilidad” (2 Co 12,9).  “Te amo como eres” (Is 54, 10-13). Siembra “deseos de deseos” de ser fieles a Dios y seguir a Cristo. Desenmascara la mentira y saca a luz la realidad encubierta. Nos lleva a la solidaridad con los empobrecidos y al compromiso con la justicia. Enciende el amor a Dios y a los hermanos. Nos hace personas misericordiosas y compasivas. Nos lanza a proclamar la verdad y a buscar el perdón y la reconciliación. Todas estas actitudes son opuestas a las de la carne (Gal 5, 19-21), porque por los frutos se conoce el buen espíritu (Mt 7,16-20).

En conclusión, san Pablo en la Carta a los Gálatas señala cuáles son los frutos del Espíritu: “amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, fidelidad, sencillez, dominio de sí” (Gal 5,22). Y en la Carta a los Efesios, añade: “bondad, honradez y sinceridad”. Si analizamos detenidamente los frutos del Espíritu  que señala Pablo, observaremos que todos apuntan en una misma dirección: el amor fraterno. Lo cual quiere decir que, como dice José María Castillo: “donde se producen esos frutos del Espíritu, el discernimiento de la voluntad de Dios es acertado. Y donde no se producen esos frutos, no se descubre lo que Dios quiere, por más que se consigan otras cosas: hablar en lenguas, hacer curaciones... (1Co 13,1-3)” (Castillo, J.Mª, Teología para la comunidad, Paulinas, Madrid 1996).

Discernimiento histórico

El discernimiento no es sólo personal sino también comunitario e histórico. Vivimos en tiempos de cambio y, como en todo cambio, hay una situación de crisis. La historia corre aceleradamente. Es preciso, como señalaba el santo papa Juan XXIII, estar muy atentos a los signos de los tiempos, para discernir en ellos lo que es de Dios y lo que es del mal espíritu. “Sabéis discernir el aspecto del cielo, pero no los signos de los tiempos” (Mt 16,3), reprochaba Jesús a los fariseos.

El Espíritu de Dios actúa en el corazón de la historia. Y en esta historia Dios se revela y comunica a través de mediaciones. Este modo de actuar de Dios en la historia de la salvación es permanente y  habrá que tenerlo en cuenta cuando hablamos de los signos del Espíritu. Como las mediaciones en sí mismas son ambiguas, lo que las transforma en experiencia religiosa es la fe. Ésta nos da luz para ver en ellas la acción del Espíritu. El discernimiento tiene precisamente, la función de ayudar a tomar conciencia de la presencia actuante del Espíritu de Dios en los acontecimientos históricos.

En todos los tiempos, pero hoy quizás más que nunca, necesitamos discernir los signos esperanzadores de la presencia de Dios en la historia y en la Iglesia. Sólo así podremos enfrentarnos con serenidad a los signos desastrosos de los tiempos.

Por el discernimiento auscultamos el clamor del Espíritu a través de los pobres. Se trata de percibir la acción de Dios y del mal espíritu en los acontecimientos históricos. Por ejemplo la política de las corporaciones transnacionales en los países del sur, la carrera armamentista, los atentados terroristas, las invasiones a Afganistán e Iraq, la piratería, la agudización de la brecha socioeconómica entre el Norte y el Sur, la tragedia de Haití... o bien, el creciente movimiento pacifista y ambientalista, el Foro Social Mundial, las reivindicaciones de los pueblos indígenas, la tendencia de los pueblos de América Latina hacia otro modelo socioeconómico alternativo... En todos estos fenómenos nos preguntamos: ¿dónde está el mal espíritu y dónde está el Espíritu de Vida de Dios? Efectivamente, ante cada acontecimiento o movimiento social, económico, político, religioso, cultural…, hemos de preguntarnos siempre: ¿cómo quedan los pobres?, ¿favorece que haya más justicia y solidaridad en la sociedad?, ¿cómo queda el medio ambiente? ¿éste o aquel acontecimiento a dónde nos lleva...?

En la medida en que nos dejamos conducir por el Espíritu, aprendemos a discernir lo que viene de Dios y a Dios lleva, de aquello que se opone al plan de Dios.

En conclusión, se podría afirmar que una espiritualidad encarnada en la historia debe ser una espiritualidad arraigada y sostenida en una vida de discernimiento, que sería el método que nos permite enfrentar los desafíos de una manera libre, crítica, creativa y novedosa. El discernimiento nos libra de caer en dogmatismos y en actitudes fundamentalistas, y nos sitúa en una actitud de búsqueda coherente de nuevos caminos. Precisamente una de las deficiencias de muchos cristianos comprometidos es la falta de un discernimiento serio permanente, sistemático que los lleve a reflexionar antes de tomar una decisión. 

Hermenéutica socio-teológica. Lucha contra el monstruo.

Estamos siendo testigos de una de las mayores crisis de la historia. Es una crisis global, que no es sólo económico-financiera sino, sobre todo, una crisis de humanidad. La globalización neoliberal ha llevado al mundo a un desequilibrio humano, abarcando todas sus dimensiones: económica, política, social, cultural, alimentaria, climática, ética, estética y espiritual. Ha entrado en crisis el sentido mismo de la vida del ser humano. El sistema dominante ha logrado controlar el mundo y configurar un modelo de hombre y mujer hechos “a su imagen y semejanza”, alucinados por el consumismo, de manera que el ser humano ya no vive para ser sino para tener, alienado y esclavo del sistema, con pensamientos y prácticas individualistas y hedonistas. Pero al mismo tiempo crece el número de hambrientos en el mundo.

De los cinco continentes surgen voces de personas y de movimientos sociales y religiosos clamando y soñando por otro mundo alternativo más humano, solidario y cuidadoso de nuestra Madre Tierra. Pero el sistema dominante trata por todos los medios ahogar estos anhelos. Se ha impuesto con tal prepotencia que parece imposible cambiarlo. Actúa como un gran monstruo, como un gran gigante ante el cual no se puede hacer nada. En muchos sobreviene la tentación de que hay que dejar las cosas como están, aunque no nos gusten. En esta situación de crisis, como creyentes en Jesús, obligadamente nos vemos en la necesidad de volver la mirada a los tiempos antiguos de la iglesia naciente.

A finales del siglo I las comunidades cristianas vivieron también una situación de crisis. El imperio romano exigía a todos sus súbditos un sometimiento al poder militar y a su estilo de vida. El emperador era considerado un dios al que había que rendirle culto. La sociedad estaba dividida en hombres libres y esclavos. La fraternidad brillaba por su ausencia.

Las comunidades cristianas se encontraron ante una disyuntiva: aceptar vivir sometidos al pensamiento único del imperio o rechazar la idolatría imperial y vivir marginados e incluso perseguidos. Algunos claudicaron, pero la mayoría resistió y no pocos fueron asesinados. El libro bíblico del Apocalipsis describe la resistencia de las comunidades frente al imperio, aportando un mensaje de fortaleza y de esperanza. Llama a los cristianos a enfrentar con valor y firmeza la lucha diaria contra el mal, porque Cristo resucitado está a nuestro lado y sólo él tiene en sus manos el destino de la historia humana. El Apocalipsis ofrece la clave para interpretar los acontecimientos de la historia a la luz de la fe.

Ahora no tenemos el imperio romano, pero tenemos otro imperio más poderoso y maligno. El sistema económico-financiero neoliberal, marcadamente excluyente y destructor del medio ambiente, se ha globalizado y se ha convertido en el señor del mundo.

El Apocalipsis llama monstruo al imperio, porque destruye la vida de los pobres, impone valores contrarios al espíritu de fraternidad proclamado por el evangelio de Jesús. El monstruo se afana por dominar el mundo y someter la conciencia de los pueblos. Su ética es la ambición económica, el engaño y la violencia. Su dios el poder y el dinero. El monstruo entrega el poder a la bestia (Ap 13, 2-4). La bestia representa a todas aquellas personas e instituciones que defienden y personifican los intereses del monstruo.

 Las comunidades cristianas del primer siglo desenmascararon el sistema imperial. Hoy no podemos menos que desafiar al monstruo que domina el mundo, que es causante de la pobreza y del hambre de dos terceras partes de la humanidad y de las guerras que arrasan pueblos enteros sembrando destrucción y muerte.

En nuestro tiempo el monstruo es el sistema  neoliberal globalizado que ha convertido el mundo en un gran mercado. Este monstruo tiene sus tentáculos, a través de los cuales trata de controlar a todas las naciones de la tierra. Ahí tenemos:

*El Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Organización Mundial de Comercio, Banco Central Europeo, Reserva Federal de EEUU, Wall Street…, que han impuesto una dictadura de los mercados, o dicho de otra manera, un “terrorismo financiero”. El monstruo ha idolatrizado el mercado. No hay otro dios que el mercado. Las corporaciones transnacionales han tomado a todo el planeta como su campo de acción, haciendo del libre mercado un dogma sagrado, un dios. Hoy más que nunca interpelan con fuerza aquellas palabras de Jesús: “¡No se puede servir a Dios y al dinero!”.

*La industria armamentista y el militarismo, liderados por Estados Unidos. Actualmente este país tiene 820 bases e instalaciones militares en 120 países. “El nuevo orden mundial se alimenta de guerras y sufrimiento, de descalabros financieros y crisis políticas para mantener la expansión de su aplastante movimiento. Se basa en el miedo de la gente a la libertad. Por eso, en el caso de Afganistán e Iraq, apenas parece que termine la guerra que ya se oyen voces que preguntan: ¿Quién será el siguiente? Irán, Siria, Corea del Norte… Las armas son necesarias, dicen. Se obtiene beneficio de las guerra” (Dani Estulin, Club Bilderberg, Edit. Planeta, Barcelona 2005).

*Los medios de comunicación ligados a los intereses de las grandes corporaciones económicas y financieras. Se piensa con lo que nos presentan los medios. Con frecuencia, estos tienen más fuerza que los mismos gobiernos.

*En lo cultural impone el pensamiento único. En lo religioso favorece el surgimiento del fundamentalismo y dogmatismo, sea católico, protestante, islámico o judío.

*El miedo al “terrorismo”. El monstruo necesita del terrorismo para justificar sus operativos, y en gran medida, lo está provocando. Antes el enemigo era el comunismo, ahora es el terrorismo.

Verdaderamente, vivimos en un mundo complejo en donde el poder invisible de los intereses económicos y geopolíticos mueve los hilos de la historia. ¿Cómo leemos esta realidad desde la fe? Asomémonos a los últimos tiempos del Antiguo Testamento. El pueblo hebreo vivía sometido a la tiranía del rey helénico Antíoco IV. El libro de Daniel, igual que el Apocalipsis, llama al pueblo a armarse de valor y firmeza y ofrecer resistencia al poder opresor. Infunde ánimo y esperanza a la comunidad que vive en una situación de crisis, porque la última palabra no la tienen los poderes imperiales sino el Dios de la vida, el Dios de los pobres. Daniel describe al imperio con la visión de una estatua:

“Era una estatua majestuosa, una estatua gigantesca y de un brillo extraordinario. Su aspecto era impresionante. Tenía la cabeza de oro fino, el pecho y los brazos de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro y los pies de hierro mezclado con barro…Pero una piedra se desprendió sin intervención humana, chocó con los pies de hierro y barro de la estatua y la hizo pedazos. Del golpe se hicieron pedazos el hierro y el barro, el bronce, la plata y el oro, triturados como la paja cuando se limpia el trigo en verano, que el viento la arrebata sin dejar rastro. Y la piedra que deshizo la estatua creció hasta convertirse en una montaña grande” (Dn 2, 31-35).

El profeta se está refiriendo a los distintos imperios que han dominado al pueblo: el babilónico, el asirio, el egipcio y finalmente, el imperio griego macedónico. El Apocalipsis, después, se centrará en el imperio romano, como hemos señalado. La piedra que chocó con la estatua y la destrozó representa el reino de Dios, que es don gratuito del Espíritu y es también esfuerzo del pueblo consciente y organizado. Es por eso que tenemos la certeza de que este imperio que hoy domina al mundo no es eterno. Caerá, como cayó la estatua de Daniel. Proclama el Apocalipsis: “Cayó, cayó Babilonia la grande” (Ap.18,2), refiriéndose a la Roma imperial. Es el grito de esperanza de los profetas antiguos como de el de los profetas de nuestro tiempo: Bartolomé de Las Casas, Luther King, Gandhi, Oscar Romero, Helder Camara, Leonidas Proaño, Juan Gerardi, Sergio Méndez Arceo, Paulo Freire, Pedro Casaldáliga, Samuel Ruiz,  Aminetu Haidar, Ivon Guevara, Hans Küng…

Muchos hombres y mujeres, sobre todo en América Latina, están descubriendo las flaquezas del monstruo, y a pesar de saberse débiles, desenmascaran su maldad y buscan estrategias para debilitarlo. Pedro Casaldáliga dice: “Somos soldados fracasados de una causa invencible”, porque es la causa de la justicia, la causa del amor, la causa de Jesús. En verdad, como señala el Apocalipsis, la fuerza está en lo pequeño, en lo débil. La última palabra no la tiene el poder del monstruo sino el Dios que acompaña el caminar de los pobres.

Tener esperanza en un mundo diferente es una amenaza para el monstruo neoliberal, que piensa que con él ha llegado el “fin de la historia”, esto es, la plenitud de todo modelo socio-económico. Por eso, el monstruo trata de descalificar a los que sueñan en un mundo distinto, los llama demagogos, los difama e incluso los persigue y asesina. Al monstruo se le puede aplicar aquellas palabras de Nietzsche: “Los poderosos sólo podrán dormir tranquilos cuando el pueblo ya no espere nada, cuando esté sin esperanza”.

El monstruo tiene la fuerza, las armas, el dinero y el poder, pero le falta la verdad que la tienen aquellos hombres y mujeres, comunidades y movimientos sociales, que anhelan un mundo de justicia, de amor y de vida digna para todos sin exclusión, porque esta es la causa de Jesús, la causa de Dios.

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