"El creyente no solo tiene ojos. Tiene pies también" Cielo y suelo

Pascua
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"Cielo y suelo entretejen los relatos de la primera fe, aquellos que la Iglesia proclama en sus celebraciones pascuales para confirmar su fe en el Resucitado"

"Que nadie se engañe creyéndose el primero ni se desengañe sintiéndose el último. La fe no se impone. Acompaña, tan solo"

"La fe no lleva a engaño ni a desengaño. Acompaña. Otra cosa es que sepamos reparar en cuantos, gracias a ella, viven como si no existieran para los desengañados de la vida en este mundo sin cielo y sin los pies en el suelo"

"Hasta entonces no habían entendido la Escritura..." Jn 20, 1-9

La fe tiene ojos. No para este mundo, ciertamente. La fe tiene ojos para ver el interior del alma y el esplendor del cielo. Vendados -como los representa su alegoría-, ven más que libres de su venda. Ven lo invisible, lo que no salta a la vista ni se impone, como la realidad a los desengañados de la vida. La fe no lleva a engaño ni a desengaño. Acompaña, tan solo. Sin imposición alguna.

Porque el creyente no solo tiene ojos. Tiene pies también. No hay cielo sin suelo. Ambos tienen en común mucho más de lo creído. Son invisibles. Por diverso título, eso sí. El cielo, por inalcanzable. El suelo, en cambio, por supuesto. Nadie repara ni en aquello que está fuera de su alcance ni en aquello otro que da por supuesto. Como no se imponen, cielo y suelo no existen para el hombre con sentido común ni para el hombre de ciencia. Lo que no se impone, como un hecho o un dato, queda fuera de la realidad.

Pero ahí están. Sobre ambos se ha urdido la experiencia de la fe. Cielo y suelo entretejen los relatos de la primera fe, aquellos que la Iglesia proclama en sus celebraciones pascuales para confirmar su fe en el Resucitado. El primer día de la semana, "muy de mañana, María Magdalena fue al sepulcro y vio la losa removida", nos cuenta el evangelista ¿Para qué fue María tan temprano al sepulcro? ¿Para comprobar un hecho o a esperar un milagro? ¿A engañarse o a desengañarse? Ni a lo uno ni a lo otro. Por eso se nos dice que, tan pronto como vio removida la losa del sepulcro, "echó a correr, fue donde Simón Pedro y el otro discípulo y les dijo: se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". Si volvió desengañada del sepulcro, ¿por qué echó a correr? Y, si volvió como quien ha visto un fantasma, ¿a qué preguntarse entonces por el cuerpo de Jesús?

Oida la Magdalena, salieron corriendo hacia el sepulcro Simón Pedro y el otro discípulo ¿Por qué otra vez a carreras? El otro discípulo corrió más y llegó antes al sepulcro pero luego se quedó parado y no entró. Por eso vio menos que Simón Pedro: éste entró en el sepulcro y vio, además de los lienzos tendidos, el sudario cuidadosamente enrollado en un sitio aparte. Pero el que vio más no fue el primero en la fe. Ni la primera en llegar al sepulcro fue tampoco la primera en creer. Lo que no se impone como la realidad para el hombre con sentido común o para el hombre de ciencia no impone tampoco orden alguno. Por eso en la Iglesia el orden, la jerarquía, es de servicio, no de fe. "Muchos últimos serán primeros", enseña Jesús. Que nadie se engañe creyéndose el primero ni se desengañe sintiéndose el último. La fe no se impone. Acompaña, tan solo.

Y acompaña a todos. La confesion del otro discípulo, que corrió más pero luego se quedó parado ante el sepulcro de Jesús, es la confesión de la Iglesia entera, representada en los tres: la Magdalena, que llegó antes al sepulcro, el otro discípulo, que corrió más, y Simón Pedro, el que más vio. Ni por llegar antes ni por correr más o por verlo todo es nadie más que nadie en la fe. Ni por hacer o tener más es nadie más que nadie en la vida. La fe tiene ojos y pies para ver aquello en lo que nadie repara: el cielo inalcanzable y el suelo por supuesto.

Por eso creer es reparar, caer en la cuenta. Hasta entonces, nos dice el evangelista, los discípulos "no habían entendido la Escritura", es decir, no habían reparado en que, según ella, "Jesús había de resucitar de entre los muertos". No habían reparado ni en el suelo que pisaban mientras corrían al sepulcro -bendito suelo de su vida ordinaria- ni en el cielo del que les hablaba en silencio la Escritura. La fe no lleva a engaño ni a desengaño. Acompaña. Otra cosa es que sepamos reparar en cuantos, gracias a ella, viven como si no existieran para los desengañados de la vida en este mundo sin cielo y sin los pies en el suelo.

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